Enfrente de la casa de mi abuela había una plaza que daba comienzo al gran parque central de Rosario, la ciudad donde vivíamos: el Parque Independencia.

  De espaldas la puerta doble de entrada, con un embasamiento apoyado sobre un zócalo de bronce –y un frontal defendido por una verja con barras terminadas en una lanza puntiaguda que cubría los vidrios–, sobre la izquierda, comenzaron a construir un edificio destinado a los tribunales, completamente revestido de mármol travertino, que se inauguró durante los los años sesenta. Desde que comenzó la edificación, los albañiles se reunían en la plaza, luego del almuerzo o a la salida del trabajo, para jugar al fútbol.  

  Los pibes del barrio solíamos mirar esos lances, en pequeños grupos contiguos al improvisado campo de juego, o desde las ventanas de las casas en donde vivíamos o por las que transitábamos. Mi hermano se prendía en matiné, vermut y noche, porque la escolaseaba. Muy pocos se animaban a mezclarse tras la pelota (había que pedir permiso utilizando el “usted”, pasar por alguna prueba y luego estar a la altura).

  Yo solía asomarme por las ventanas del recibidor, donde fue velado el padre de mi padre, haciendo equilibrio sobre una robusta mesa ratona que conservo, en la que se apoyaba el cenicero.

  Desde aquella atalaya miraba hacia el foro sulfuroso donde un puñado de muchachos corría, gesticulaba, derrapaba. A veces, la madre de mi padre asomaba su cabeza color añil, me veía encaramado y refunfuñaba: “Ahjjj, ¡rafatalla!”, palabra que no he vuelto a ver ni a oír, y que al parecer para ella quería decir “pandilla” o “chusma”, maldición que dirigía a los entusiastas.

  Para mí, por ese entonces, comensal infantil en almuerzos ferozmente gorilas, sonaba a tumulto, a descamisados, a batahola. Como “Perón”, ése genitivo agudo como un talismán, magnético por estar prohibido e hipnótico, como lo es el silencio de los desamparados.

  Era la única interrupción que podía temer; así pasaba largos lapsos, poniéndoles la camiseta de mis colores favoritos a los mejores exponentes, o transformando el desafío en un partido de primera división, en el que indefectiblemente triunfaba el equipo que me desvela, Ñúbel. Eso, hasta que apareció el amputado. 

  Tendría unos veinticinco años y una cresta de pelo negro y brillante que le daba el aire de un gallo pavoneándose ante la hembra. Estaba vestido con una camisa blanca con las mangas enrolladas hasta el codo, un pantalón oscuro de tela acanalada, y un pañuelo que se ceñía al cuello dejando dos puntas menudas, como los pétalos de una flor de boca de dragón. 

  La pierna derecha de la prenda estaba escrupulosamente doblada a la altura de la rodilla y sujeta por la parte externa del muslo con un gran alfiler de gancho, y calzaba unas zapatillas “Olímpico” de “Panam” azules con doble suela y capellada de lona.

  Toda la indumentaria parpadeaba de limpieza, y así fue cada vez que lo vi. Al comienzo, sobre un costado de la vereda que enfrentaba la casa de mi abuela; más adelante, entre los jugadores.  

  Porque, a poco de llegar, solicitó autorización para mezclarse en el duelo. Uno de los que oficiaba de interlocutor, morocho, alto y fornido, le miró el costado derecho del cuerpo y luego a los ojos.

El amputado encajó el muñón entre los parantes de la muleta, apoyado sobre la empuñadura –que estaba muy baja porque tenía los brazos largos–, se afirmó sobre la almohadilla axilar, con el peso del cuerpo clavó la contera en el pasto e hizo un gesto que luego le vería con frecuencia y que siempre me cegó: ladeó la cabeza, y con ella el penacho oscuro, como al compás de una tormentosa melodía interior, describió un breve semicírculo hacia atrás y terminó el ademán afirmando el cuello y mirando al inspector. El supervisor bajó sus ojos. Yo sentí en aquello un desdén por los almuerzos familiares, como si él supiera lo que les hacen los saciados a los hambreados. Así fue la primera manifestación; en adelante, bastaba con que llegara para que le hicieran sitio.

Corría como un hombre con una muleta, claro está, pero no eludía el roce físico y –más  todavía– reaccionaba con brusquedad cuando creía que alguien le había tenido lástima. La mayoría de las veces golpeaba la pelota con el extremo de la muleta, pero en algunas ocasiones, mediante un acrobático espasmo, lo hacía con la pierna izquierda; la de apoyo.

Cuando el tiro salía bien, sacudía la cresta brillante contorsionando el cuello, como lo había hecho al llegar. Muchos años más tarde, el acordeonista ciego de Amarcord hizo un gesto semejante, que identifiqué de inmediato y pensé que había olvidado.

No sé cuánto duró el espectáculo, durante cuánto tiempo el amputado fue a patear a la plaza, pero sí que en una ocasión mi padre abrió la puerta de esa habitación –donde atendía a sus clientes–, yo escuché el sonido y me di vuelta.

Achicó los ojos, ofuscados por la claridad que lo golpeaba en la cara, y me preguntó qué hacía ahí, trepado. Le conté y se puso a mi lado para mirar él también; no necesitaba de ningún suplemento y rápidamente se involucró con lo que estaba viendo¡Un partidario de Aramburu! “¡Rafatalla!”. Un doble agente, ahora lo sé.

Lo escuché respirar cada vez con mayor agitación, como si en el medio hubiese muchos hilos que se entrecruzaran: una especie de roce, de saludo, de sujeción. Mi padre miraba, tenaz, negativo, categórico.

Como yo no tenía el hábito de su contigüidad, me sentí incómodo y le hice un comentario acerca de una historia que había leído. Era de un brasileño, Monteiro Lobato, y tenía palabras que me regocijaban y me traían serenidad, como “jaboticabera” o “chirimoya”.

En uno de los volúmenes de la obra, aparecía el Saci, un negrito atropellador de una sola pierna que usaba sobre la cabeza un capuchón rojo y que agriaba la leche en las jarras.

“¿Sabías que el Saci es tan artero, que cuando quiere, a pesar de tener una pierna, las cruza como si fueran dos?”. Mi padre hizo el ademán de mirarme, pero continuó, agitado, con los ojos en la plaza por unos minutos más, estupefacto como si él mismo fuera un mutilado de guerra. Luego, se dio la vuelta y salió como había llegado. Nunca más volvió. Sólo, alguna vez, mi abuela se asomaba, miraba, profería su: “Ahj, ¡rafatalla!” y me dejaba en paz.

Pero ellos siguen allí, por lo que se puede ver, inmutables y, por tanto, de algún modo eternos.