Hice la primaria en la Escuela Número 22, distrito escolar octavo, Antonio Abraham Zinny. Y era como mi casa. Me gustaba pasar el día ahí, me divertía de principio a fin y me sentía segura. Cuando en el 85 empezaron las amenazas de bomba, nunca me asusté. No creía que algo malo pudiera pasarme en ese lugar, rodeada de mis amigos y maestras. 

En esos años, así como existía la amenaza constante de una explosión, también corrían como agua las fantasías y los cuentos. Nunca me olvidé del de la supuesta hija de un almacenero del barrio que había desaparecido por un tiempo y luego regresado, pero sin ojos y maldita. Yo fui del bando de los que decíamos “bah, es mentira” y que nos animábamos a tocar la persiana baja del almacén que jamás habíamos visto abierto. Tampoco creí en los pitufos asesinos. Ni en que el portero de la escuela de noche asesinara a los perros del barrio. No necesitaba creer en esos monstruos, porque ya había escuchado lo suficiente de las conversaciones de los adultos de mi familia, escondida por ahí mientras ellos discutían en la sobremesa, y sabía que afuera sí existía el terror y que seguía siendo una amenaza verdadera, más que las bombas. Si me hubieran dado a elegir, habría preferido creer en la maldición de la chica sin ojos, en los pitufos diabólicos y en el portero asesino. Quizá escribir este cuento fue una forma de darme el lujo de retroceder en el tiempo para ser una nena que cree en fantasmas y que no sabe nada sobre los monstruos reales (aunque claro, todo viaje en el tiempo está manchado de verdad y memoria).