En Arlés, la ciudad francesa inmortalizada en al menos tres centenares de sus óleos, le decían “el loco del pelo rojo”. O así dicen que le decían. La leyenda es irrebatible y hace ya un buen rato que Vincent Van Gogh es una marca registrada, el arquetipo del artista sufriente, eterno caminante del filo que divide la genialidad de la insania. Poco importa que en tiempos relativamente recientes se hayan puesto en duda, con argumentos de peso, dos indiscutibles hitos sangrientos de su vida: la oreja cortada ante un feroz ataque de angustia, el intento de suicidio como clímax de otro aún más profundo. El mito del holandés errante (nunca mejor utilizada esa expresión) comenzó poco después de su muerte en 1890 y tomó aún más fuerza luego de la publicación, en 1934, de la novela biográfica Lust for Life, del escritor Irving Stone, basada en gran medida en los intercambios epistolares entre Van Gogh y su hermano Theo. Fue ese texto, a su vez, el que sirvió como base del guion de Sed de vivir, la película de 1956 de Vincente Minelli que terminó de cristalizar en la pantalla la vida y una parte de la obra del autor de “La noche estrellada” y “Los girasoles”, dos de esas obras pictóricas inmediatamente reconocibles por el más amplio de los públicos. A pesar de las diversas adaptaciones de su vida que le siguieron con el correr de los años, tanto en el cine como en la tevé, ese film convirtió asimismo el rostro de Kirk Douglas, convenientemente barbudo y virado al naranja, en espejo cinematográfico de las decenas de autorretratos del pintor. El inminente estreno de Van Gogh en la puerta de la eternidad, dirigida por el artista plástico devenido cineasta Julian Schnabel, quizás cambie ese reconocimiento popular casi automático. Nominado por primera vez a un premio Oscar como Mejor Actor principal, el estadounidense Willem Dafoe le aporta a la figura de Vincent sus propias y particulares facciones, en un rol típicamente potente que le hace los honores a la experiencia inmersiva propuesta por el director de La escafandra y la mariposa. Esta nueva biopic de un personaje visitado tantas otras veces está atravesada por la necesidad de transmitir la subjetividad del artista, los placeres y dolores del proceso creativo, sus explosiones intelectuales y emocionales, como así también los recovecos táctiles de un oficio necesariamente manual.

En la versión Minelli reinan la estructura clásica de tres actos y la sensibilidad inherente a los trazos, los contrastes y las perspectivas es reconvertida en excelso melodrama, pautado por las rencillas tempranas con el padre del artista, el intento por servir a Dios a través de la entrega al prójimo y la relación poderosa e íntima con su hermano, el marchand, mecenas, protector y, en más de una ocasión, salvador. Allí aparece también, desde luego, la amistad intensa y contradictoria con Paul Gauguin (Anthony Quinn, ganador de un premio Oscar por esa interpretación), que en los términos del guion de Norman Corwin se impone como una suerte de antídoto a los conflictos existenciales de Vincent, puro goce libertino de los placeres terrenales, del sexo y la puesta en práctica de una virilidad basada en el potencia y la violencia. El origen de la mutilación nunca es discutido: como un torero con su ofrenda posterior a la corrida, el holandés toma la navaja y hace lo que puede para intentar retener a su confidente. Schnabel, ayudado por esa eminencia de la escritura cinematográfica llamada Jean-Claude Carrière, deja en un notable fuera de campo la más famosa instancia no creativa en la vida de van Gogh, las causas y responsables del corte de oreja convenientemente ocultos detrás de las suturas de la elipsis. Es apenas un ejemplo del procedimiento utilizado por At Eternity’s Gate para correrse de los caminos más convencionales de la película biográfica. 

“Creo que Julian realmente logró romper con la idea de la biopic tradicional y los clichés referidos a van Gogh como una persona trastornada, incomprendida y cerrada sobre sí misma”, declaró Dafoe por estos días, en conversación con periodistas del periódico Los Angeles Times. “La verdad es que, tanto en sus obras como en sus cartas, hay evidencia de que sí deseaba conectarse. Probablemente era más feliz cuando estaba pintando y solo en medio de la naturaleza, pero sí quería compartir su visión con la gente. Y si bien es cierto que tuvo que enfrentar muchos desafíos, uno también puede imaginar que se trataba de una persona muy despierta y abierta. Era muy productivo, sus pinturas son evidencia de ello. Se puede sentir la fuerza de todos esos cuadros y es por ello por lo que han resistido el paso del tiempo, no sólo porque un crítico de arte decidió que había creado algo especial. Realmente tienen magia”.

Impresiones y pasiones

Podrá pensarse que la relación entre su última película y aquel debut de 1996, Basquiat –dedicado a su amigo personal, el pintor, dibujante y grafitero neoyorquino Jean-Michel Basquiat, muerto por sobredosis a los veintiocho años–, es lógica. Incluso, indudable. Pero el film con el que Van Gogh en la puerta de la eternidad tiene más puntos de contacto es La escafandra y la mariposa: la historia del editor de revistas Jean-Dominique Bauby, luego de que una enfermedad paralizara totalmente su cuerpo, fue transformada por Schnabel en un relato sobre la subjetividad, sobre las maneras únicas y particulares con las cuales cada ser humano observa y comprende el mundo. Al comienzo de Van Gogh una aparente cámara subjetiva recorre los campos de Arlés (el film fue rodado en locaciones reales de esa ciudad del departamento de Bocas del Ródano) y la respiración entrecortada de un hombre ocupa casi todo el espectro de la banda sonora. La lente gran angular deforma los extremos de la imagen, a su vez ligeramente manipulada en sus tonalidades. Se trata de un nuevo ejemplo de ese clásico recurso narrativo conocido como in medias res: la película volverá, casi noventa minutos más tarde, a esa búsqueda y encuentro casual con una campesina. Poco después, cuando la estadía en Arlés haga sonar las campanas del inicio de la etapa más prolífica en la obra del autor, la fotografía digital intentará transmitir –sin cruzar las fronteras de lo artificioso– los colores vibrantes y trazos chocantes de sus pinturas. Es un procedimiento muy diferente al de la reciente Loving Vincent (2017), el exitoso largometraje de Dorota Kobiela y Hugh Welchman realizado a partir de la captura del movimiento de actores de carne y hueso, reelaborado luego artesanalmente –cuadro por cuadro– por un centenar de artistas a partir de los diversos estilos pictóricos de Van Gogh. Allí, paradójicamente, esa imitación minuciosa terminaba ofreciendo un resultado mediocre, similar al de una de esas aplicaciones de teléfono móvil cuyos filtros imitan la textura de un comic, un vitral o el inconfundible estilo de un artista determinado. Schnabel sigue a Dafoe/van Gogh y la cámara se acerca y aleja de su rostro, ofreciendo indicios de pasión y también de locura. Durante esos primeros minutos se produce el encuentro con Gauguin (Oscar Isaac), el único artista en París que parece congeniar con sus ideas sobre el arte, en una París marcada por la incertidumbre y las interminables discusiones creativas nacidas a la sombra del post impresionismo. ¿Cómo pintar, cómo transmitir? ¿Qué porcentaje de la realidad debe necesariamente quedar plasmado en la tela? Cuestiones que han estado presentes en todas y en cada una de las vidas de Van Gogh en la pantalla, incluida la naturalista oda a la hermandad de Robert Altman en Vincent & Theo (1990) y la irresistiblemente iconoclasta y anti convencional Van Gogh (1991), del francés Maurice Pialat, ambas producidas durante las celebraciones por el centenario de la muerte del homenajeado. 

Durante la secuencia de títulos finales de Sed de vivir, colado entre los agradecimientos a museos e instituciones de todo el mundo, aparece el nombre de Edward G. Robinson. El actor de Hollywood, uno de los rostros inmortales del cine de gangsters, era un coleccionista empedernido de arte moderno y entre sus mayores tesoros se encontraban varias pinturas del holandés, entre ellas el segundo retrato de Père Tanguy. Willem Dafoe nunca coleccionó arte y, mucho menos, tomó entre sus dedos un pincel para plasmar imágenes en un lienzo. Sin embargo, a la hora de prepararse para interpretar el papel, Schnabel lo hizo pintar. Y mucho. Algo un poco más difícil que subir o bajar algunos kilos, ese símbolo de entrega actoral en el microcosmos de Los Ángeles y aledaños. Según detalla Dafoe en esa misma entrevista, Schnabel “era un verdadero loquito a la hora de definir cómo tenía que sostener los pinceles en la mano. Cómo ordenaba la paleta, cómo el pincel tocaba la tela. Una vez que comencé a pintar y a ordenar los materiales, a tener el aspecto y la técnica física adecuados, comenzó a hablarme acerca de las maneras de ver. Yo miraba un ciprés y corría a hacer una buena semejanza. Y entonces él decía ‘No, no. No se trata simplemente de hacer una deconstrucción. Observa cómo la luz le llega. Pinta lo que estás viendo, no lo que crees que es’”. Todos esos preparativos fueron la base de dos extensas secuencias en las cuales el actor encarna al artista dibujando o pintando al aire libre, suerte de éxtasis creativo que se asemeja a un trance espiritual, a una forma del misticismo nacido de la técnica, la concentración y la entrega a una forma de comprensión del universo. Las discusiones posteriores sobre arte –en particular acerca del movimiento impresionista– que Van Gogh mantendrá con Gauguin le cederán el lugar a una serie de imágenes cinematográficas expresionistas (algún recuerdo de Murnau, en particular el de El último hombre), un detalle para nada irrelevante que vincula la obra del holandés con una de las expresiones pictóricas más importantes del futuro cercano. Desde luego, varias de las pinturas/copias que pueden apreciarse en la película no fueron realizadas por Dafoe, sino por el propio Schnabel.

Amor amarillo

Interpretar a un hombre de 37 años con 63 abriles sobre los hombros. Un detalle al cual Dafoe le resta importancia, citando además una lógica indiscutible: no es lo mismo acercarse a los 40 a finales del siglo XIX que en los términos actuales. ¿Los sesenta son los nuevos cuarenta? La carrera del actor nacido en Wisconsin en 1955 ha sido una de las más notables y menos explosivas de los histriones de su tiempo y espacio. Lo indica claramente esta primera nominación a un Oscar como actor principal, a pesar de haber encabezado repartos como el de La última tentación de Cristo (1988), de Martin Scorsese, o, más recientemente, Pasolini (2004), de Abel Ferrara. Pero no es menos cierto que su filmografía incluye roles secundarios de toda clase y tenor, reconocidos por la Academia de Hollywood con tres nominaciones, que se quedaron solamente en eso: Pelotón (1986), La sombra del vampiro (2001) y, el año pasado, El proyecto Florida. Las facciones amplias y huesudas, su sonrisa enorme, esa voz por momentos grave, en otros ligeramente aguda, siempre imperceptiblemente ceceosa, forman parte inseparable del cine contemporáneo desde su debut en un papel de peso, en las Calles de fuego (1984) de Walter Hill. La oferta de interpretar a van Gogh se imponía como una oportunidad difícil de resistir, uno de esos papeles que todo actor reconoce de inmediato como singularidad irrepetible. Máxime teniendo en cuenta que la idea del realizador no era hacer una película sobre van Gogh sino “sobre ser van Gogh”, según afirmó en una función con público en el Museo de Arte de Los Ángeles. “Esta película es una acumulación de escenas basadas en las cartas de van Gogh, eventos de su vida que se consideran ciertos por común acuerdo, aunque suelen tomarse como hechos, y escenas que han sido absolutamente inventadas. Esta no es una biografía forense sobre el pintor. Es una historia acerca de qué significa ser artista”.

Para muchos espectadores, la biografía cinematográfica definitiva sobre el pintor seguirá siendo la versión Minelli/Douglas, con sus colores y emociones de alta intensidad y la anchísima pantalla de CinemaScope. Para otros, en cambio, lo será el acercamiento terrenal de Pialat, con Jacques Dutronc en el rol central, una aplicada e imaginativa descripción de los últimos 67 días de vida del artista durante su estadía en Auvers-sur-Oise, marcada en la pantalla por la relación sentimental entre el visitante y la hija del Dr. Gachet, creada específicamente para la ocasión. En esa película el proceso creativo quedaba relegado a un segundo o tercer plano y los quiebres mentales del holandés –quien hablaba, desde luego, perfecto francés– eran descriptos como el resultado de una tendencia a la monomanía y una personalidad definitivamente sensible. “La histeria no es propiedad absoluta de las mujeres”, decía allí un usualmente adusto Gachet. Según la visión de Schnabel, los límites de la locura están mucho más cerca de lo que se cree y la internación de van Gogh en una institución mental ocupa varios minutos de proyección. Antes de volver a salir al mundo exterior, el paciente mantiene una conversación con un sacerdote interpretado por Mads Mikkelsen, discusión de orden teológico que demuestra, entre otras cosas, que el gusto artístico del religioso es tan convencional como su puesta en práctica del dogma cristiano. En una de las cartas que Vincent le envió a Theo, el remitente escribió que un grano de locura puede ser el origen del mejor arte. Van Gogh en la puerta de la eternidad utiliza esa frase real y crea otras, reconstruyendo el incidente que terminaría con la muerte del gran artista a partir de la reciente teoría que deja de lado el concepto del suicidio. A esa altura de la proyección resulta claro que la intención no ha sido tanto homenajear como transformar la figura de van Gogh en un símbolo. Algo así como una forma artística de la transfiguración. En palabras de Willem Dafoe, referidas a la totalidad de su carrera: “Probablemente aprendí más sobre la actuación en las galerías de arte y la danza que por ver cine o teatro. Es una cuestión de acumulación de acciones que son una expresión de tu vida. No es ‘aquí necesitamos un poco de amarillo, así que voy a usar amarillo’. Es algo intuitivo. Algo vivo”.