La ilustración presentada por el Ministerio de Producción sobre “los rubios que sostienen a los morochos” puede leerse desde dos perspectivas: una, la más evidente y obvia, la de la discriminación racial, atada al acto reflejo de homologar clase social con color de piel; pero hay otra lectura, que es complementaria de la primera y revela el modo en que se percibe a sí misma la élite dominante en nuestro país: como víctima. En la era del neoliberalismo, los dueños del dinero, de las oportunidades, de los grandes medios y de la Justicia se presentan ante la sociedad como si fueran “los de abajo”.  Son los oprimidos –casi aplastados– por un sistema estatal agobiante que se despliega a través de impuestos, retenciones y cargas sociales, un conjunto de exacciones compulsivas que van a parar a los bolsillos de una masa improductiva. 

Desde esta perspectiva, los asalariados, los destinatarios de planes sociales, los sectores  que reciben subsidios del Estado, son “privilegiados” que viven a costa del esfuerzo de esa élite que genera –según su visión– la riqueza de la nación desde tiempos inmemoriales. Parece una clase de marxismo, pero al revés, con los antagonistas vistos patas para arriba. Una dialéctica según la cual la lucha de clases va recorriendo diferentes etapas (el período 2003/2015 implicó en ese sentido un claro retroceso), hasta la derrota final del proletariado. 

No es casual que uno de los slogans de Cambiemos sea “la revolución de la alegría”. Más allá de la manipulación emocional que encierra esa frase y de su inviabilidad en el actual contexto, los cuadros ideológicos del macrismo acreditan una auténtica pulsión revolucionaria. La idea de dar vuelta definitivamente la correlación de fuerzas entre “los de arriba” y “los de abajo” a partir de una genuina “conciencia de clase”. Ellos están, a su modo, a favor de la redistribución del ingreso; quieren terminar con los privilegios de los sindicalistas, de los piqueteros, de los peronistas, de los zurdos, de los empleados estatales, etc.  Ellos, los oprimidos por la ineficiencia estatal de los últimos 70 años, tienen, inclusive, la desventaja de ser muchos menos que los opresores. Por eso sería mejor que ni siquiera hubiera elecciones. Pero los “privilegiados” por el sistema democrático han impuesto las reglas y por ahora deben pelear dentro de ese marco. Esa lucha les viene dando resultados porque han conseguido que muchos de esos “opresores” de la clase baja y la clase media subsidiada se pasaran a sus filas.

Es necesaria una contrarrevolución de la alegría. Así, quienes están arriba en ese dibujo, al darlo vuelta, advertirán que desde hace dos siglos la gran mayoría de la población argentina (muchos morochos, sí, pero también muchos rubios) viene manteniendo a una casta de parásitos y especuladores.