En las prácticas artísticas de avanzada de la última década, el concepto de autonomía estética no ha jugado casi ningún rol. Cuando ha tenido un rol relevante, este ha sido el de representar aquello que había que evitar a toda costa. Sin embargo, la autonomía de la que quieren diferenciarse los movimientos más recientes que siguieron directamente a las vanguardias clásicas y las neovanguardias es, como la de estas, siempre solo la autonomía aparente de la obra de arte orgánica del esteticismo, supuestamente independiente del contexto, cerrada en sí misma, autosuficiente. Por el contrario, si existe un denominador común del arte instalativo es que son obras que, en un sentido amplio, se abren de manera muy literal a sus contextos visibles e invisibles o los tematizan explícitamente. Las instalaciones son sensibles al contexto no solo en lo que se refiere al espacio interior o exterior en el que se las exhibe, sino también en lo que hace a las condiciones sociales que influyen en la recepción del arte. El arte instalativo, por lo tanto, tematiza la sociedad no desde una esfera supuestamente no afectada por aquel, y en este sentido, autónoma; siempre tematiza también la dimensión social misma.

Sin embargo, la doble sensibilidad al contexto del arte instalativo –como lo indica con razón el historiador del arte Alex Potts– no ha dado lugar ni a una eliminación de la obra de arte tradicional ni a condiciones de recepción fundamentalmente novedosas. El arte instalativo, en cambio, denosta fundamentalmente –y lo hace también en referencia al cuadro tradicional en un marco o la escultura en un pedestal– la idea del arte independiente del contexto como ideología, puesto que, como lo había visto ya Adorno, cada experiencia de una obra de arte “va unida a su ambiente, a su valor a su lugar en los sentidos literal y figurado”. En la actualidad el arte en general no puede dejar de examinar estas circunstancias. No solo entran cada vez más cuestiones curatoriales en la jurisdicción de la producción del arte. También la aparición relativamente reciente de la figura del curador o la curadora y la creación de programas de estudio curatoriales son efectos de una conciencia acerca del hecho de que la doble contextualización del arte afecta al fenómeno artístico mismo. Por esta razón el arte más avanzado hoy es siempre instalativo; de manera inversa, una falta de conciencia de contexto es a menudo una señal de estrechez de miras. […]

Bajo el título “especificidad de sitio” el arte instalativo intensifica la reflexión sobre el espacio doble del arte, al mediar expresamente entre sus dos polos: el arte instalativo con sitio específico apunta a cruzar temáticamente el lugar literal con el lugar social. Reflexiona sobre el encuadre institucional, social, económico, político y/o histórico al intervenir formalmente en una arquitectura o paisaje dados. Sin embargo, no está en absoluto claro de qué concepto básico de sitio se trata cuando se habla de un arte con especificidad de sitio. Lo mismo vale para el concepto de espacio, siempre aludido en el discurso del arte con especificidad de sitio en cuanto este se abre a su entorno concreto, al espacio que lo rodea. Siguiendo y discutiendo la propuesta de Martin Heidegger para teorizar la relación del arte y el espacio, sostendré en un primer momento que la definición de la relación fenomenológica de espacio y lugar constituye el fundamento necesario, aunque no suficiente, para una compresión estética de los fenómenos con especificidad de sitio. A partir de esto se replanteará la pregunta acerca del potencial intervencionista, crítico y político del arte instalativo con sitio específico, puesto que la reflexión acerca del lugar social del arte, cuando tiene lugar en el medio artístico, no se agota en definiciones sociológicas de función o de sitio, del mismo modo que la reflexión acerca del lugar literal del arte tampoco se agota en su concepto fenomenológico.

Justamente para aquel arte que tematiza su doble contexto, la simple referencia al contexto concreto y social en el que se encuentran las obras no alcanza para explicar su reflexividad contextual específica. Más aún, en este contexto corresponde criticar incluso aquellos empeños críticos que a partir de la visión de que el arte es un hecho social concluyen que no es más que eso. En lo que se refiere a la práctica instalativa con especificidad de sitio, lo que es incorrecto –y aquí estoy en completo acuerdo con Adorno– “no es la reflexión social sobre las obras de arte […], sino la ordenación social abstracta desde arriba”, porque esta implica enfrentar verdades supuestamente objetivas con experiencias subjetivas. Sin el recurso a estas últimas no es posible entender ni la arista crítica de los trabajos con especificidad de sitio, críticos de las instituciones, de los tempranos años setenta, ni el arte instalativo de los años noventa que se sitúa en otros contextos sociales, culturales, económicos y políticos. Y entender significa, aquí, entenderlos como arte. El momento crítico de los trabajos con especificidad de sitio no se orienta, entonces, en contra de la esteticidad sino que, como quisiera demostrar, se efectúa en el modo de su esteticidad. La referencia al contexto del arte que se expone en las instalaciones con especificidad de sitio no debería ser entendida como oposición a la autonomía del objeto estético, sino como momento esencial de su definición. Decir esto, por supuesto, quiere decir, nuevamente, desprender al concepto de autonomía estética de sus definiciones estéticas de producción y de obra y, en cambio, relacionarlo con la estructura específicamente estética del tratamiento de los objetos estéticos, con la especificidad de la experiencia estética. En cuanto al concepto de la obra de arte queda así ligado internamente al de la experiencia estética, el arte tiene la relación social esencial para su concepto –y esto es algo que a mi entender lo muestra el mejor arte instalativo, si bien Adorno pensaba de manera muy distinta– no ya en el hecho de la “inmanencia del arte en la sociedad”, sino en cambio en la “inmanencia de la sociedad en la obra”.

* Nacida en Bonn, Alemania, en 1970, es doctora en Filosofía, miembro del Instituto de Investigación Social de Frankfurt y presidenta de la Sociedad Alemana de Estética. Profesora de Filosofía y estética en HfG Offenbach. Fragmento de su libro Estética de la instalación (334 págs), publicado recientemente por Caja Negra, con traducción de Graciela Calderón.