El Armenio siempre fue un jugador un poco raro. En la cancha se movía con cierta indolencia, que no llegaba a ser desgano, sino más bien un aire ausente. Era delgado, alto, de brazos largos. Esa figura de monigote cuadraba a la perfección con su andar volátil, desangelado. Pero el tipo tenía estirpe de goleador. Si le quedaba picando una pelota, no dudaba: pumba y adentro. Su vigorosidad era repentina y breve, porque en los festejos volvía a su versión etérea. No exagero: ni una mueca de alegría, nada. Regresaba hasta la mitad de la cancha en un trotecito cansino y solitario. Esto era lo verdaderamente extraño, porque si hubiese sido un jugador lagunero, otro lagunero más, vaya y pase, pero que nunca festejara los goles llamaba la atención. Sus compañeros ya estaban avisados y muchas veces terminaban contagiados por esa insólita parquedad. Hasta nosotros, en la tribuna,  de alguna manera, respetábamos su discreción. Y eso que a Almagro no le suelen sobrar los goles. Su ascetismo resultaba desconcertante, despertaba la habitual paranoia del hincha; al principio se nos daba por pensar que el árbitro había anulado la jugada. Terminábamos gritando a destiempo, un festejo ajeno, carente de espontaneidad,  preso de un entusiasmo sobreactuado. 

Pese a todo con el Armenio nos fue muy bien. Se transformó en la pieza fundamental para el ascenso a la “B” Nacional. Veinticuatro goles, dos en la final contra Morón. Así su figura comenzó a llamar la atención en el mundo de la B. Por sus actuaciones, claro, pero sobre todo debido a esa insistente parquedad a la hora de las celebraciones. Su discreción era casi religiosa, de monje tibetano: tampoco daba reportajes. En la final, cuando se le acercó un periodista de la tele, dejó escapar un tímido:

–Disculpá, ya hablé en la cancha –tenía una voz gruesa, solemne, de escribano. 

Esa respuesta permitió que germinaran toda clase de conjeturas; se llegó a decir, por ejemplo, que por respeto a una supuesta hermana fallecida cuando ambos eran chicos, había elegido estar de luto permanente y hasta que tenía tatuado en su brazo una cinta negra. Sus compañeros se vieron en la obligación de defenderlo: hay que dejarlo tranquilo. Con el tiempo nos acostumbramos y hasta incluso hubo algunos periodistas que lo felicitaban porque sus maneras “desdramatizaban nuestro fútbol cavernícola de memes y cargadas”. Y cómo su trabajo lo cumplía con creces, ya nadie lo jodió más, no fuera a ser cosa que se ofendiera y nos dejara de garpe. Y justamente, después del campeonato los equipos de billeteras más gordas que la de Almagro le echaron un ojo. Talleres estuvo a punto de comprarlo, pero finalmente no llegaron a un acuerdo. Además no terminaba de convencer su carácter, esa antipatía a la hora de las celebraciones. Para colmo no tuvo un buen arranque en el Nacional: pasó once fechas sin marcar un mísero gol. Se notaba que estaba enculado con los dirigentes por el temita del pase, por esa venta frustrada. Al Cacho Córdoba no le quedó otra que limpiarlo, comió banco, pero cerca del final de la temporada, cuando estábamos con la soga al cuello volvió a ser titular. Hizo un par de goles, uno a Ferro en Caballito, sobre la hora para ganar dos a cero y después otro de cabeza, de locales, contra Instituto: uno a uno, puntito que servía y mucho, porque ellos estaban punteros. Esa vez le sumó una particularidad más a su tradicional mesura: se acercó al arquero cordobés para disculparse. Creo que era el “Oso” Parra, un veterano que usaba vinchas fluorescentes y que después tuvo una banda que tocaba temas de cuarteto en versión heavy. El chabón había quedado tirado en el suelo, estampita gráfica de la derrota y cuando levantó la cabeza vio que su verdugo le extendía la mano. Pensó, debe haber pensado, que lo estaba ayudando a levantarse y en principio eso fue lo que ocurrió, pero después el Armenio le dijo algo, mantenía una postura pastoril, el gesto de la piedad. La cara del Oso se transformó, si en un primer momento había aceptado las gentilezas de su adversario, se le fue al humo, era un toro desbocado. Lo agarró del cuello de la camiseta y lo levantó en el aire. Hay una secuencia fotográfica que retrata la progresión del incidente. Los ojos del Oso inyectados en sangre, el cuerpito del Armenio flameando en el aire, inanimado, una bolsa del nylon a la deriva. Lograron separarlo, pero sus propios compañeros, los nuestros no hicieron mucho por defender a su goleador; estaban hartos de la peculiar ética del Armenio.  

 Al último partido llegamos con cierto margen. El azar nos ayudó: jugábamos de visitante contra Temperley, con el empate no salvábamos y el Celeste clasificaba para la liguilla. Un pacto de no agresión que se tradujo en un uno a uno coreografiado. El Armenio fue suplente. En un momento se le acercó al Cacho Córdoba y le dijo:

–Míster… ¿no me deja entrar? Quiero despedirme dentro de la cancha… 

Esto lo contó Cacho bastante tiempo después. Él no tenía pensado ponerlo, ya se hablaba de su salida del club, pero se ve que tocó alguna fibra sensible. Quizás que lo llamara “míster”, que le diera ese título más cercano a la realeza futbolística europea que al modesto ascenso motivó que Córdoba flaqueara. Faltaban diez minutos cuando entró. Pese a la veda de los visitantes, había logrado colarme en la popular gracias al Huevo López, un compañero de la facultad. Ambos sabíamos que el asunto iba a ser una pantomima inofensiva, situación ideal para compartir tablones. Lo primero que me dijo el Huevo cuando el Armenio tocó la pelota fue si alguien le había avisado que el partido estaba arreglado. Su comentario tenía cierto fundamento, el Armenio mostraba un entusiasmo inédito: iba a todas como si le hubiesen hecho una transfusión de sangre.  Y eso que sus compañeros, como era lógico, no se la pasaban. Incluso Materuzzi, el capitán de Temperley, se le acercó y le dijo algo por lo bajo. El Armenio se lo quitó de encima con un gesto ampuloso, lo que provocó que el árbitro le sacara, hasta donde yo sé, la única tarjeta amarilla que tuvo en su carrera. La cosa siguió más o menos tranquila. Quizás por esa relajación, en la inercia de lo acordado, la defensa celeste se desentendió de un bochazo llovido que nadie de Almagro, bajo esas circunstancias, intentó alcanzar. Pero el Armenio tenía otros planes: la paró con el pecho al borde del área grande y antes de que cayera le pegó suave, con el empeine, una comba hermosa. Hubo un silencio espeso, esa clase de mutismo que sólo puede provocar el pánico de una tribuna. La pelota hizo una parábola milimétrica y dio justo en el ángulo. ¡Clan!: palo y afuera. Nos miramos con el Huevo López: no podíamos creer lo que había pasado, ni tampoco la dosis de suerte, el culo que nos salvó de una desgracia.

–¡Me cago en Dios! –se escuchó ante la atónita mirada del estadio. Era el Armenio. Recién entonces hubo algo así como un festejo. Alguien volvió a tocar el bombo, se reanudaron los cantitos y en el reinicio del partido, los dos minutos que se jugaron, todos estuvieron un poco más atentos y sobre todo trataron de mantener el juego lejos del Armenio. La cosa terminó como se había previsto. Los jugadores de ambos equipos se saludaron en la mitad de la cancha. Sobraban los gestos de complicidad y también de alivio. El Armenio se fue solito al vestuario, bajo una lluvia de insultos, al cual yo también me sumé. Vi que el Huevo López, a mi lado, además de putearlo, estaba a punto de tirarle el encendedor. Lo frené sujetándole su brazo con mi mano:

–No seas boludo, mirá si le pegás… no seas boludo, que les pueden sacar los puntos. –El Huevo entró en razones. Lo que pasó después, en el vestuario nunca se sabrá.  Hay quienes dicen que el Nene Figueroa lo quiso cagar a trompadas, que llegó a encajarle una piña, y que el Armenio no intentó, ni siquiera, defenderse. 

Finalmente lo vendieron a Ecuador y le perdí, todos le perdimos, el rastro, al menos hasta ayer.  Yo había ido a La Plata a certificar un título. A pesar de que las distancias son cortas, en la ciudad de las diagonales prefiero manejarme en taxi. Después de cumplir con el trámite me acerqué a una parada que estaba en 13 y 57, me subí a un Corsa y le pedí al chofer que me llevara a la terminal. 

–Cómo usted diga, señor –respondió con una enunciación grave, de protocolo. Hasta ahí no lo había reconocido. En la radio sonaba un tema pop, lindo, creo que era Katy Perry; el hombre al volante cantaba con una voz gruesa, pura incompatibilidad sonora. Ni bien llegamos al primer semáforo, se dio vuelta y me ofreció una pastilla de menta. Entonces lo reconocí, quiero decir, en un primer instante su rostro me pareció familiar y  lo ubiqué en ese limbo de mediáticos fugaces. Acepté el convite y cuando estaba por meter la pastilla en mi boca, caí en la cuenta de que ese tipo era el mismísimo goleador de aquel recordado ascenso. Estaba más ancho, la cara sobre todo, pero era él, no había dudas.

–Perdoname… vos fuiste jugador de fútbol, ¿no?... 

Por uno de los ángulos del espejo retrovisor alcancé a ver que el Armenio abría grandes los ojos.

–Soy hincha de Almagro –me apuré a aclarar.

El Armenio dejó escapar una sonrisa:

–Si me habrás puteado, ¿no?

–Un poco… –su mueca risueña me había habilitado una respuesta sincera. 

–¿Sí?... ¿Y por qué me puteabas? –me prepoteó.

Me hundí en mi asiento y como pude, trastabillando con mis propias palabras, le respondí que ni me acordaba, que había pasado mucho tiempo. 

–Ya me imagino por qué me puteabas, porque no gritaba los goles, por eso, ¿no?

Asentí con la cabeza.

–¿Ves? Es lo que digo siempre, la gente ya no tiene buenos modales… –el Armenio comenzó a elevar la voz, llegó incluso a tapar el sonido de la radio. En su monólogo se despachó con una larga perorata sobre la ética, los valores, la importancia de no tomar al otro como un enemigo, la hidalguía que debe tener todo vencedor, la necesidad de ponerse en los pies del derrotado.

–Los hinchas somos una picadora de carne –alcancé a decir, ya totalmente acorralado. 

–¿Y pensás que con esa frasecita arreglás todo? –el Armenio dio un volantazo y frenó junto a el cordón de la vereda. Se escuchó un coro de bocinas y la puteada clarita de un colectivero. –Bajate. Bajate de mi auto –me ordenó.

–Me parece que estás exagerando.

–Bajate, no merecés que te lleve. 

Obedecí. Iba a cerrar la puerta fuerte, pero algo, creo que el cagazo, me hizo manejarme con mesura. Antes de arrancar, el Armenio asomó la cabeza por la ventanilla y me regaló su última frase de saquito de azúcar:

–Fui demasiado para ustedes, simios con banderas. 

Comenzó acelerar, pero muy lentamente, tanto que me recordó a su parsimonia en la cancha. Entonces vi que a mis pies había un pequeño montículo con escombros; actué sin pensar, en un gesto que parecía venir del pasado, algo reprimido que por fin encontraba su cause. Mi lanzamiento fue preciso: dio en la luneta del taxi. El vidrio estalló en mil pedazos. El Armenio disminuyó su marcha hasta volver a frenar. No llegué a comprobar si él se bajó, porque yo ya corría en dirección contraria, con la lengua afuera y sin mirar hacia atrás.