Además de haber servido como plataforma para revisitar su vasta obra musical, que compiló y repasó por primera vez, la gira “Desandando el camino” pareciera haber puesto a prueba a Gustavo Santaolalla acerca de su relación con su pasado. Y en el sentido más amplio. Esto último quedó en evidencia en su recital en Concepción del Uruguay, donde tocó en el lugar con el mayor aforo del municipio entrerriano: una iglesia. Ahí, en un acto de epifanía literal, pendía sobre el escenario un Cristo que contenía la leyenda: “Éste es mi hijo amado. Escúchenlo”. “Yo quería ser sacerdote”, revela el músico y productor días más tarde, tras su debut en Santa Fe, en el Teatro Municipal 1° de Mayo, en calidad de show de clausura del Guaraní Der Festival. “Tuve mi primer conflicto metafísico a los 11 años. Hice mi planteo y se armó un quilombo de tal magnitud que me querían exorcizar. Llamaron a mi viejo, que era un tipo súper brillante, al igual que muy religioso, y me dijo: ‘Si no lo sentís, no lo hagas’. Y nunca más se habló del tema”.

–¿Qué sucedió luego? 

–Seguí siempre en mi búsqueda. En época coexistían el Che Guevara, los Beatles, Timothy Leary y el gurú Maharishi. Se estaba abriendo el mundo, y en esa volada me metí en el estudio comparativo de las religiones. Y ahí fue cuando me separé de Arco Iris y seguí mi búsqueda personal. Entonces me acerqué a Krishnamurti. Llegué a verlo en Ojai, a 80 kilómetros de Los Angeles, donde tuve una experiencia reciente con ayahuasca. A través de él llegué al budismo zen y luego, por distintas crisis, caí en el ateísmo y en agnosticismo. Pero encontré finalmente, a través de la cuántica y la teoría de las cuerdas, el punto en el que convergen ciencia y espiritualidad. Eso tiene que ver con los poderes y con quienes manejan el mundo. Me interesan mucho el hombre, la vida y los misterios que traen estar en esta. 

–A propósito de lo de lo del viaje, esta gira tiene cierto paralelismo con lo que hizo en el proyecto De Ushuaia a la Quiaca, con el que recorrió la Argentina. ¿Cómo ha sido desandar el camino? 

–Ha sido muy fuerte. Tengo cuatro discos como solista y nunca los había tocado en vivo por distintos motivos. Cuando hice Santaolalla (1982), que es considerado acá el primer álbum de la modernidad, en la Argentina estaban aún con esa forma antigua de entender el rock. En 1978 me fui del país, en una época oscura, y al llegar a Los Angeles viví una desilusión total. Venía de un lugar donde la música tenía un contenido cultural fuertísimo: te metían preso por tocar. Y toda esa generación de Woodstock se había hecho corporativizado. Sin embargo, los Sex Pistols se separaron ese año, tras terminar su gira en San Francisco, y entre ellos y los Ramones dejaron un tendal. En todos los garajes y habitaciones de Estados Unidos se estaban armando bandas con esta nueva cosa que era el punk y la new wave. Entonces dije: “Yo no estuve acá en los 60, pero ésta no me la pierdo”. Me corté el pelo, me puse la corbatita e hice Wet Picnic, una banda adelantada a su tiempo. Aunque siempre me quedé con eso de haber hecho mis canciones y de estar siempre protegido por un grupo. Esto que se me dio, que fue revisar mi vida a través de las canciones, fue porque me pareció que eran temas buenos. Si bien nunca me consideré un buen cantante, mi rango creció. A diferencia de otra gente, que tiene que bajar el tono, los canto igual que a mis 16 años. Esto sumado a todo lo que uno puede elaborar gracias a la experiencia, por más que soy amante de los frutos de la inexperiencia. Siento que esto es una revancha personal, que se está haciendo justicia y que la gente está empezando a conocer mi obra.

–Este periodo que atraviesa seguramente lo estimulará a grabar sus discos propios desde otra perspectiva. 

–Tengo más de 100 temas que nunca grabé. Y acá estoy, tocando otros que nunca había hecho en vivo como “Canción de cuna para un niño astronauta”. No soy de mirar para atrás, pero como quería hacer esto tuve que escuchar de vuelta todo, y descubrí cosas que me daban impresión por lo moderno, futurista y complejo. A eso habría que sumarle las canciones que hice en los últimos años. Abrí esa parte mía que estaba muy cerrada. Tengo muchos frentes. Durante muchos años, que fue hasta pasados mis 30, viví obsesionado con mis proyectos: primero con Arco Iris, luego con Soluna y más tarde con Wet Picnic. Y me di cuenta de que me hacía mal a mí. En un momento dado tuve una crisis y salí del foco. Entonces empecé a producir y me diversifiqué. Tengo el frente de las películas, el de la televisión, el de los videojuegos, el de Bajofondo y ahora éste. Y vienen algunos más.  

–Hay artistas que niegan su pasado, quizá por temor a padecer un mal viaje, por asuntos personales o porque prefieren el futuro. ¿Qué te pasó emocionalmente cuando desempolvaste un repertorio que replantea la historia del rock argentino, luego de que decidiste salir de su periferia para volver a estar en el centro?

–Antes de que me fuera a Estados Unidos, la revista Pelo sacó un artículo que tituló: “Como a destiempo”, porque hacía una cosa cuando supuestamente no era el momento, y una vez que lo hacían otros, ahí andaba. Pasé de la canción a lo progresivo, y de ahí al jazz rock, introduciendo además muchas cosas que no se conocían: desde la identidad y el folklore hasta la autogestión. Entre los 18 y los 24 años, viví como un monje en la época top de Arco Iris, a pesar de tener todas las tentaciones sobre la mesa. Lo decidí por motu propio.

–El próximo 6 de mayo se cumplirán cinco décadas del primer single de Arco Iris, “Lo veo en tus ojos / Canción para una mujer”, influido por la impronta pop propia de la época. ¿Por qué decidiste dar un giro más latinoamericanista?

–Hay cosas que me marcaron, como que las primeras cosas que toqué con la guitarra fueron de folklore y que en Ciudad Jardín hacía danzas folklóricas, pero en mi casa también se escuchaba tango y mucha música anglo. Aunque a los 10 años me pasó algo increíble en esta vida maravillosa que me ha tocado: mi padre, quien falleció cuando tenía 19 años, nos llevó de vacaciones a mi madre, a mi abuela y a mí a Estados Unidos. Recuerdo que lo hicimos en un DC4, un avión cuatrimotor, y tardamos 36 horas en llegar. Luego de ese vuelo, no me asustó nada más en la vida. Primero fuimos a Miami y después a Nueva York, y de ahí viajamos a Perú. Esa conexión entre esos dos mundos fue muy importante en mi vida. Uno era el de la televisión, los blue jeans y las guitarras eléctricas, mientras que el otro era el de los incas y la cultura ancestral de América. Si bien comencé a cantar en inglés, más tarde me pasé al español. Pero no era suficiente. A esa altura, el rock se convirtió en el folklore de los jóvenes. Le habíamos sacado el roll al rock. Y si en la Argentina queríamos sumarnos a esa mesa, teníamos que añadir lo nuestro. Uno de mis grandes maestros, los Beatles, se metieron con la música concreta, la india y la barroca, y nunca dejaron de ser ellos. Ahí pensé: “¿Por qué no meternos con nuestro folklore?”. Y una de las primeras cosas que hice fue “Zamba”, que la incluí en el repertorio de esta gira. Pasaron los años y se recontra corroboró que ése era el camino.

–¿Qué lugar ocupa para vos Arco Iris en el árbol genealógico del rock argentino? 

–Somos uno de los grupos fundacionales del rock argentino, junto a Almendra, Manal y Vox Dei. Siempre hablan de Almendra y Manal porque estaban en Capital. Pero Vox Dei y Arco Iris son las dos puntas de lo que marca la tradición de la escena. Vox Dei en el Sur y nosotros en el Oeste. Aparte, las cuatro bandas tenían músicas bien definidas. Manal era blues jazzístico, mientras que Vox Dei sonaba duro. Fue el origen del rock chabon. Almendra tenía un lirismo y nosotros también, aunque con folklore de por medio. Obviamente estaban Litto Nebbia, Moris y Miguel Abuelo. En el primer disco de Arco Iris está toda mi personalidad representada: el productor, el compositor de canciones y el creador de bandas de sonido.

–De todos tus proyectos, lo único que no incluiste en la gira fueron las canciones de Soluna, proyecto en cuyo disco homónimo grabó Charly García.

–Todavía no lo hice. Charly venía a ver a Arco Iris. Si bien éramos disciplinados, en otras cosas teníamos un pensamiento hippie y nos presentábamos en lugares pequeños. En los shows decíamos que era bienvenido al escenario todo aquel que quisiera subir a tocar. Entonces él lo hizo, al igual que Roque Narvaja, Alejandro Medina y Tanguito. Su mamá, que trabajaba en radio, me lo trajo un día para que lo escuchara. Llegamos a tocar con Sui Generis cuando tenía tres cantantes. En esa época, para poder sobrevivir, yo daba clases de música. Aunque no sé leer ni escribir música, enseñar es transmitir lo que vos sabés. Y los pibes que venían a estudiar eran seguidores de Arco Iris. Empecé a reunirlos, les tiraba onda y los orientaba. Él vino dos veces y desapareció. Pero la amistad se mantuvo. A pesar de que la intelligentsia del rock se resistía, Charly venía siempre a vernos en vivo. Estuvo incluso en el último recital, en el estreno de Agitor Lucens V en el Gran Rex, en 1975. Y la primera vez que fumé marihuana y me pegó, fue con él. Tras irme de Arco Iris, tenía 24 años y no había probado eso ni tampoco alcohol. Con idas y vueltas muy lindas, nos mantuvimos en contacto. Y pasaron un par de cosas que no sabe nadie.

–¿Cómo qué?

–Antes de formar Serú Girán, él me vino a buscar a mí para que hiciéramos la banda juntos. En ese momento tenía Soluna, que recién lo había lanzado. A mí ese proyecto me llevó seis meses de intenso trabajo porque era re hincha pelotas. En ese lapso, hubo tres personas que dejaron su trabajo para estar en la agrupación. Charly aún llevaba adelante La Máquina de Hacer Pájaros, aunque no terminaba de convencerlo. Siempre nos tuvimos una mutua admiración y respeto. Y con mis principios éticos y morales, no podía, por más que me moría de ganas. Después me fui a Estados Unidos y me enteré meses más tarde de que Seru Giran ya estaba tocando. Hicieron el tema “Mientras miro las nuevas olas”, que me cayó pésima porque la letra decía “Cuando los demás miran las nuevas olas –refiriéndose a la new wave–, yo soy parte del mar”. Él era el primero que debía cortarse el pelo y terminar con la farsa. Al volver al país para grabar Santaolalla, que lo hice en vivo con Willy Iturri y Alfredo Toth, en una nota dije off the record que no me había caído mal lo de Charly, e igual me mandaron al frente.  Entonces cayó a la grabación y dijo: “Vengo a ver quiénes son mis amigos”. La discusión fue muy graciosa porque en vez de hacerlo frente a frente, lo hicimos hombro a hombro, sin vernos las caras. Le puse dos temas y le encantaron. Cuando regresé para hacer De Ushuaia a la Quiaca, Charly estaba grabando Piano bar...

–En vivo, y con Willy Iturri y Alfredo Toth como parte de su banda... 

–Lo primero que me dijo fue: “Te afané el concepto”. Después lo vi en sus diferentes etapas, y en una internación en la que sólo pidió ver a León (Gieco), a Nito (Mestre) y a mí. Cuando gané el Oscar, Capif (Cámara Argentina de Productores de Fonogramas y Videogramas) tenía preparada, casualmente, la entrega de un premio por mi carrera, y él estaba invitado. Supe luego que Sabina se encontraba en Buenos Aires y que lo invitó a salir de joda. Pero él le dijo que no porque estaba lo mío. Y vino impecable. Dos días más tarde, nos cruzamos en la Rock & Pop y llegó destrozado. Fue doloroso verlo así, junto a todas esas ratas chupándole la energía. El otro día que toqué en el Colón, Charly iba a tocar con Pedro Aznar en la siguiente función. Al llegar, me dijeron que quería verme. Fui a saludarlo y al encontrarnos me dijo: “La primera persona decente que veo”. Nos dimos un abrazo. 

–¿Y tu relación con Spinetta? 

–Fue muy cariñosa, también. Nunca se enganchó con Arco Iris. Era un tipo muy especial. Tenía problemas con la música de todos hasta que trabajaba con ellos. Nos cruzamos y siempre manifestamos mucho respeto mutuo. Una vez vino a Estados Unidos, nos vio tocar y comentó: “Gustavo es uno de los músicos más finos que conozco”. Luego del primer disco de Almendra, me atrapó con Desatormentándonos, de Pescado Rabioso, y con Invisible. Para mí, el Jardín de los presentes tiene muchísimo de identidad. Creo que soy uno de los pocos artistas del rock argentino que tiene todos sus discos. Conocí a sus hijos desde muy chicos y me hice muy fan de Illya Kuryaki and the Valderramas. La última vez que lo vi a Luis, me crucé con él en el programa de Pergolini, luego de lo del Oscar, y me dijo: “Qué bueno que estés acá. Volvió el talento con todo”. Me hubiera encantado que pudiera ver mi concierto. Fue una gran influencia.

–Sos un fan confeso de la nueva generación de músicos argentinos, de la que destaca Usted Señálemelo. ¿A qué artistas ves como un alumno de la escuela Santaolalla?

–Nos comimos algo que es la generación que viene después de Luis, Charly y León, con la cual yo no tengo tanto contacto. Con Andrés (Calamaro) tengo más vínculo que con Fito. Lo que interrumpió esa relación con Fito fue él mismo. Nunca hablé mal de mis colegas ni ninguneé a nadie. Es un mal de los argentinos hablar de otros, en vez de estar contando tu proyecto. Y Fito, que me contaron que vio Agitor y que le encantó, dijo cosas con respecto a mí erradas y equivocadas. Hice más de cien discos y que no te guste ninguno es como raro. Igual, ahora estuvo en Los Angeles y me invitó a tocar, por lo que creo que cambió su actitud para conmigo, y eso me llena de alegría. Toda esa generación es hija de Charly y Spinetta, y a mí me sacaron del medio. Cuando empecé a producir a los artistas mexicanos, acá decían que estaba loco. Incluso lo decían amigos... Llevó tiempo comprenderlo. Ayudé a muchos artistas  a vender millones de discos, y en un momento dado alguien de arriba o de no sé dónde me dijo: “Te toca de nuevo a vos”. Y ahí me pasó de todo: los Oscar, los Grammy, Bajofondo y volver a tocar en el escenario.