Tiene una amplia trayectoria tanto en cine, teatro y televisión, pero descree del término “carrera” en cuanto a lo artístico: Daniel Fanego prefiere llamar a su profesión “oficio”. Y en Lobos –el nuevo film de Rodolfo Durán, que se estrena el jueves 14– compone a un padre, jefe de una familia que sueña con el progreso, en un barrio de los suburbios. Pero para lograr esos objetivos roban. Nieto (Fanego) siente que no está dejándole a sus seres queridos un futuro mejor. Le preo cupa especialmente el futuro de su hija Natalia, que es peluquera (Anahí Gadda). Comete delitos, aprietes, comandados por el comisario Molina (César Bordón), junto a su yerno Boris (Alberto Ajaka). Su hijo Marcelo (Luciano Cáceres) ha decidido salir de la banda y cambiar su vida. Pero algo sale mal en un robo... 

Fanego reconoce que lo que más le gustó del guión de María Meira fue “el vínculo familiar”. “Para mí no hay películas de policiales, de amor, etcétera. Como actor siempre trato de prestar atención a los vínculos, qué es lo que ocurre, qué quiere el personaje, por qué está ahí, qué le pasa con el que tiene enfrente o con la situación. Fundamentalmente, me interesan las relaciones humanas. En definitiva, son los vínculos los que mueven la acción dramática de cualquier historia”, analiza el actor, cuyo último trabajo en la TV fue en la serie El Marginal.

–Los delitos que cometen es con complicidad con la policía. En ese sentido, ¿el contexto es muy parecido a la realidad?

–Es difícil imaginar una sociedad tan militarizada como la nuestra, con tanto personal policial en la calle, donde un delito no tenga, por lo menos, la ineficacia de ese aparato que supuestamente debiera controlar. Pensándolo bien, uno piensa en la ineficacia. Pensándolo un poco peor, piensa en la complicidad. 

–¿Era un personaje fácil de componer o tenía su complejidad?

–Era difícil porque lo que ofrecía el guión, en un primer momento, era un delincuente. Entonces, era muy fácil caer en la tentación de hacer un tipo deleznable o descalificado, de alguna manera. Traté de no abrir un juicio moral sobre el personaje. El personaje trabaja de eso, roba. Lo que no quiere decir que no sea un tipo que tiene sus nietas, su nieto, su hijo, su hija, su cuñado. Y un entorno familiar al que quiere sostener y que quiere que estén bien. No me paré a enjuiciar al personaje. Cuando hice de Aramburu para Eva no duerme, también. Yo soy peronista. Si le hubiera puesto al personaje lo que yo sentía o lo que yo pensaba... Igual, creo que eso sale de todos modos. Por algún lado, se cuela lo que uno opina o siente. Pero como actor no necesito opinar o tener una determinada posición sobre el personaje. Lo que necesito es saber qué le ocurre al personaje en términos humanos.

–Justamente, en relación a otros delincuentes que hiciste, tu personaje parece uno de los menos oscuros y el más humanizado, sobre todo cuando actúa como padre. ¿Coincidís?

–Sí, claro. Tal vez no es que esté más humanizado sino que estamos viendo su costado más humano. El José de El Angel también es un tipo humano que está comiendo papas mientras limpia la pistola. Y le molesta que el hijo lo interrumpa. Y tiene una relación erótico-afectiva con su mujer. Pero lo que pasa es que vemos otra parte. El guion cuenta la otra parte de esa historia. Ahora, a la hora de relacionarme con el Chino Darín (el hijo de su personaje en la ficción de Luis Ortega) pensé en mi hijo. No pensé con cabeza de delincuente. En mi cabeza no está funcionando un delincuente. Es el tipo que está limpiando su arma con la que seguramente va a robar, pero está comiendo papas. 

–¿Y Lobos es una historia de perdedores en un mundo de ganadores?

–No sé si en un mundo de ganadores, pero es una historia de gente que pierde. No es que pierden porque las cosas les salen mal. Creo que todo viene barajado mal de entrada porque en esa familia hay un ruptura, hay un quiebre que no se está resolviendo. Y el quiebre está entre ese hijo y ese padre. 

–Te tocó interpretar a distintos personajes que cometen delitos...

–(Interrumpe.) ¿Me vas a mandar en cana? Pido un abogado... (risas).

–¿Preferís los villanos?

–Y...preguntale a Shakespeare qué personajes son más atractivos. No sé si todos no son villanos. No pensaría un personaje en términos de si es un villano o no porque los personajes tienen razones para proceder. Tienen razones para hacer lo que hacen. Por eso digo que eso es lo que me interesa como actor, qué le pasa, por qué elige ese camino y no otro. 

–¿Cuál fue el personaje que te resultó más difícil de componer?

–Todos son difíciles porque uno tiene que salirse de su propia piel y encontrar las razones de alguien que uno no es. El abogado de Acusada, también. Fui a hablar con un abogado penalista amigo porque quería escuchar qué le pasa a él con alguien que cuando se va y lo deja tras las rejas. ¿Qué le pasa a un tipo que tiene que jugar con la libertad de una persona? No es un abogado civil que puede perder un bien o que lo pueden demandar económicamente. No, al penalista le sale mal esa jugada y su cliente va preso. Entonces, me preguntaba qué le pasa a ese tipo que, además, quiere cobrar bien, que tiene frente a sí un cliente difícil. Yo siempre busco eso en los personajes: qué les pasa humanamente, porque si no, se corre el riesgo de entrar en esquemas: “Este es un villano”, “Este es un buen tipo”. No creo ni en los buenos tipos ni en los villanos. Todos tenemos algo de villanos, de malos, de buenos, de deshonestos y de honestos. Todos podemos llegar a ser héroes y también diabólicos. 

–¿Cómo vivis como actor cuando la pantalla te muestra como un otro que no sos vos pero que, en definitiva, tiene mucho de vos mismo? 

–El otro día hablaba con un compañero de otro trabajo, de un personaje que hice hace tiempo. Y yo le comentaba que es muy extraño lo que me pasa porque siento que el personaje empieza hablar solo, que me toma. Cumplidos tales y cuales ritos, yo ya no tengo control sobre el personaje. Es él el que controla. Y si la construcción está bien hecha es así. El personaje empieza a decirme a mí qué es lo que hay que hacer. Como si me tomara. Es eso. 

–¿Alguna vez te pasó que una historia cinematográfica en la que participaste te hizo ver la vida de otra manera?

–Creo que no. Por ahí cuando voy al cine veo una película y me hace ver la vida de otra manera. Ver de otra manera sería cambiar. Creo que uno cambia con el tiempo y con un trabajo interno muy importante con conciencia de ese trabajo interno. No es que una película, un libro, un trabajo te hacen ver la vida de otra manera. Me parece que eso es un poco una historia cinematográfica de Hollywood. Yo creo que a la vida uno la va viendo de otra manera con el trabajo personal que haga y con lo que pueda hacer uno con lo que uno es. Como decía Sartre: “Somos lo que somos más lo que pudimos hacer con eso que somos”. Es decir, lo que uno puede hacer a lo largo de la vida con esa condición que uno tiene.

–El cine no puede cambiar el mundo, ¿pero no puede ayudar a ver el mundo de otra manera?

–Yo creo que el arte, la cultura te ofrecen otras visiones, otras miradas que enriquecen la propia más que ver de otra manera. Es como cuando uno viaja: conocés un lugar que no conocías, costumbres y comidas que desconocías. Uno se enriquece. En ese sentido, sí se ven las cosas de otra manera con un libro, una película, un viaje. Una experiencia te puede hacer conocer cosas que no conocías y eso enriquecer tu ser, tu persona y tu modo de comprensión del mundo. Pero no creo que sea: “Ay, salí del cine y ahora siento esto del amor, siento aquello...”. Toda experiencia es enriquecedora y la de la actuación lo es profundamente porque uno está permanentemente poniendo en movimiento una zona de mucha afectividad, de mucha emocionalidad. Uno trabaja con las emociones de los personajes, pero el motor de esas emociones son las propias. En ese sentido, sí uno puede decir: “Hay una movilización”, pero creo que uno podría “ver la vida de otra manera” cuando uno cuando con las experiencias por las que transita toma decisiones respecto de algo. 

–Tu personaje está preocupado por el futuro. Con 63 años, ¿cómo te llevás vos con el paso del tiempo?

–Pienso en el futuro. Y más cuando pasás los 60 decís, “¿A cuánto estaré del borde?” (risas). Soy de pensar qué quiero de aquí en más. Eso me pasa, a veces, no es que todo el tiempo me levanto pensado: “¿Y de aquí en más?”, pero cada tanto uno hace una reflexión y dice: “¿Qué quiero para los próximos años de mi vida? ¿Dónde quiero estar?”. E insisto: eso es lo que te sirve a la hora de decir “Esto no lo quiero” o “Esto lo quiero”. Hubo muchos momentos en mi vida en los que dije: “Ahora, va por acá”. Y me alegra porque, en general, he estado feliz con esas decisiones que he tomado. No digo “No me equivoqué” porque eso es muy presuntuoso, muy arrogante. Me he sentido conforme con decisiones que he tomado. 

–¿Vivís el cine como una aventura?

–El cine es un viaje. Y cuando, además, hay uno y se va a algún lado, más todavía. Es un viaje que dura tanto tiempo en el que estamos tantas personas y nos vamos a ver todos los días. Y tenemos que estar muy organizados porque tenemos muy poco tiempo, seguramente poca plata y tenemos que meter todo en el tiempo y con el presupuesto que tenemos.

Fanego y César Bordón en una escena de Lobos, un policial argentino.

–¿Cuánto influye el trabajo para tener felicidad?

–Es un ingrediente muy importante porque uno no solamente gana dinero o no, o gana poco. Uno se siente realizado, socializa, conoce otras personas, se enriquece. Tal vez no sea el único elemento para buscar y encontrar la felicidad. No creo en una felicidad de comedia musical. Creo que la felicidad es una construcción y es la aceptación, además, del paso del tiempo; es la aceptación de que no todos los días son iguales ni todos los tiempos son iguales. Se sube y se baja, hay momentos buenos y malos y tal vez la felicidad sea encarar eso con la mayor vitalidad posible y con mucha fe en uno y con los seres que uno ama. Y de los que se rodea afectivamente. 

–Y disfrutar del camino que va construyendo, ¿no? Sin tomarlo como un punto de llegada sino como una continuidad permanente.

–Claro, exactamente. Es eso. Yo no creo en una carrera, no hago una carrera, lo mío es un oficio, es un andar. Y en ese andar me encuentro con gente, proyectos, dificultades. Me encuentro con gente que por ahí me genera problemas o que yo genero problemas con esa gente. Entonces, es un tránsito. 

–¿Cómo viviste todo el proceso de El Angel?

–Muy bien, trabajé con mucho gusto con Luis Ortega, un tipo muy talentoso, de una gran profundidad, muy presente y activo en el set con el actor. En el cine eso es muy importante para el actor. Hay muy poquito tiempo en el cine. Estás muy apurado por todo. Todo te apura: el día, la luz, las horas, la producción. Con Luis laburé muy bien.

–Sos un actor que siempre se manifestó políticamente, también estuviste en listas negras, ¿crees en la función social del artista?

–Y, de por sí, lo es. La palabra “artista” también viene de afuera. Que uno diga de sí mismo que es un artista me parece un disparate. Esto es un oficio. Y creo en la función social de toda actividad humana. No creo que un actor por tal tenga una función social menos importante que la que tenés vos como periodista o la que tiene la muchacha que viene a atendernos y traernos el plato de comida en el bar. Tal vez el actor por el grado de exposición tiene una amplificación de sus opiniones o de sus elecciones más llamativamente que otras personas. Yo no me considero un ejemplo de nada. Si alguien quiere buscar un ejemplo que no lo busque en mí. No me interesa dar el ejemplo. Me interesa mi trabajo. A veces, me expreso políticamente porque soy un ciudadano y tengo derecho a hacerlo. 

–¿Fue una bisagra en tu vida ser parte fundamental de Teatro x la Identidad?

–Sí, claro. Mucho. De hecho, durante los dos años en que me tocó conducir el ciclo prácticamente no tuve actividad profesional. Sí, encontrar a las Abuelas, encontrar a la palabra “identidad” con todas las resonancias que rodeaban a la palabra “identidad” en el contexto de la lucha de las Abuelas, fue para mí un antes y un después. Me cambió a mí como ser humano, como persona. Cambió el sentido de ser un actor. 

–Debutaste en el otoño de 1977 con una obra que es una clásico: La lección de anatomía. ¿Qué seguís sintiendo al subir a un escenario desde aquella vez?

–Terror. Siempre subir a un escenario genera una adrenalina extraordinaria. No conozco una sensación similar. En el momento anterior a salir al escenario (no el día del estreno sino en cada función) sentís que se está abriendo el telón, que estás en la caja esperando, como cortando clavos. Examinás todos los instrumentos, mirás alrededor, a tus compañeros. Es un momento muy holístico. Uno está muy abierto, muy perceptivo de todo. Y es una sensación de una emocionalidad que es muy difícil de transmitir. Parece adrenalina, pero es más que adrenalina porque es una emoción, un erotismo, un deseo. Y es un cagazo.