Mientras ordenaba mi biblioteca, entre los estantes con libros y papeles viejos, encontré un poema de Buma. Algunas palabras estaban borroneadas, no se leían bien. Era una chica gordita, con acné. Cara redonda. Ojos claros. A veces vestía pantalones y otras medias amarillas, polera de cuello alto y tacos.  Solía matarse de hambre hasta que descubrió las pastillas: nosotros le decíamos “la farmacia”. Su familia vivía en Avellaneda. El padre vendía joyas de puerta en puerta, la madre era ama de casa. A Buma no le interesaba hablar de sus antepasados ni de cómo llegaron al Hotel de Inmigrantes. Su apodo, en idish, era florcita. Ella lo detestaba. Sólo le gustaba venir al centro y pasar horas en  mi departamento de Posadas. Estudiaba en la Alianza Francesa y había un cierto desparpajo en su lenguaje. Con el tiempo me di cuenta de que detrás de esa pose tenía un olfato literario. No paraba de hablar de los surrealistas, del abismo que había entre París y Buenos Aires. Se le había ocurrido la idea de alquilar un cuarto en Saint Sulpice, comer croissants y cambiarse de nombre.

Íbamos a las trasnoches del Lorraine y amanecíamos con una pizza en Guerrín. Ella gritaba: “garcon” para pedir una napolitana con fainá.  Deambulábamos por las librerías de Viamonte. Por ese entonces a un ciruja dormido en la plaza San Martín le dibujaron un círculo de tiza alrededor. “Eso es arte”, dijo Buma y me arrastró al Di Tella. Vimos a cuarenta hombres y mujeres hacer un plantón durante horas sobre un escenario.  Entramos a la muñeca Menesunda a través de un túnel. Una pareja en la cama. Una calesita. Un teléfono con olor a dentista. Bailamos descalzas sobre un piso con talco. Tiramos volantes en la entrega de  premios en el Museo de Bellas Artes, planeamos secuestrar al director y publicar una proclama. Buma bebía mis palabras como si fuera agua. Ahora me es difícil recordar como era antes. Nunca imaginé que haría algo así, aunque me lo habían anticipado: “Lo da vueltas al analista, lo vuelve loco”. Te sentabas a conversar o a tomar un café y se las ingeniaba para adivinar lo que callabas detrás de lo que decías. Yo no se si lo aprendió o si era algo que le venía sólo. Para ella, todo era noche. Sus poemas parecían una casita de las que arman los chicos en la rama de un árbol y de pronto a ese refugio se le vuela el techo. Estar cerca era como meter los dedos en el enchufe.

Aunque sus versos empezaron a circular y tuvo algunas reseñas elogiosas nunca estaba conforme. Si tenía el sujeto le faltaba el verbo. Le quedaba el predicado, harapos que no sabía a quién regalar. No podía con una frase porque tenía el oído castrado. Algo la alejaba de las palabras. Pero conmigo era otra cosa. Hablábamos durante horas y cuando se mudó sola nos encontrábamos en su departamento. Libros desparramados en el piso. Hojas pegoteadas con mermelada. Platos sucios encima de la cama. Un saquito de té en una taza oscura, casi negra. Olía a cenicero, a trapo mojado. Yo no podía soportar el caos. Compré sábanas y cortinas nuevas. Cambié las almohadas, las toallas, el tapizado de un sillón polaco. Fregué el inodoro hasta dejarlo blanco. A Buma se lo podía venir el techo abajo que no se le movía un pelo. A veces aparecía la madre para cocinarle fideos, pagarle las cuentas o acompañarla al banco.

La relación se fue desgastando. Cuando le pregunté porqué escribía se sintió molesta. Su error (se lo señalé más de una vez) era querer aferrarse a las formas. Y eso por desprecio, por venganza, porque las formas no la dejaban aullar y andar en cuatro patas. Le pedí que volviera a su estilo salvaje, feroz, deforme. Siempre tendría tiempo para la gramática. Empezó a martirizarme con llamadas. Yo lo único que pensaba era en sacármela de encima. Supongo que muchas veces fui mala con ella. Supongo que yo quería ignorarla como otros lo hacían conmigo. Por la cara de Buma sabía cuando estaba herida. Le podía decir: “Mira, me parece que descarrilaste. Este poema no va junto con este” Una de las cosas que discutíamos era el orden de los poemas, porque uno arroja sombra sobre el que viene o el que va detrás. 

Todo se desbarrancó cuando le anuncié mi viaje a Berlín. Llamadas a la embajada, poner las cuentas al día, comprar ropa, buscar a alguien que se ocupara de Posadas. Por ese entonces, Buma vino a casa.

–Sylvette– me dijo.

No le contesté.

–Vos me querés, ¿cierto?

No podía reaccionar y era como si el verdadero sueño fuera este y no Berlín.

–Siempre me quisiste –insistió.

–Por supuesto.

La dejé sola en la biblioteca. Me siguió hasta el dormitorio. Le cerré la puerta en la cara.

–Lo sabía.

Me senté en la cama. Estaba entusiasmada con el viaje pero al mismo tiempo había algo en la voz de Buma que me preocupaba. Era como si hasta este momento nunca hubiera pensado en ella. La escuché llorar detrás de la puerta.

–¿Tenés  un poema nuevo? –le pregunté.

–Sí –contestó. 

Se tragó los mocos.

De repente me pareció que la amaba más que a cualquier persona en el mundo. Quería que me perdonara por cómo la había tratado.

Pese a estar entretenida con los preparativos no me olvidé de Buma. Intenté escribirle pero ni bien terminaba un mensaje rompía el papel. Me salían lugares comunes, una necesidad de justificar mi abandono. La veía tan desamparada… Al final la llamé. Me contestó bostezando, se había levantado a las cuatro de la tarde. Odiaba los relojes. Me robaron el día, decía. Creo que percibió algo en mi voz, un tono de despedida. Corté en medio de una frase.

Las cosas siguieron así durante un tiempo. De golpe quería hablar de los libros que iba a comprar, de la gente que iba a conocer y ahí estaba Buma, escuchando mi parloteo. Me di cuenta de que estaba celosa de mi viaje. Después me enfermé, una fiebre alta, un virus. Los médicos no acertaban el diagnóstico. Tuve que postergar todo. Buma empezó otra vez a molestarme. Andaba siempre dando vueltas, me llamaba a cada rato como si tuviera algo que decirme o quisiera que yo le contara algo. Su conversación tiraba para el lado del sexo. “Me voy con la primera que se me cruce”, amenazó. Me enteré que iba a leer al cementerio de Avellaneda, se tiñó el pelo, no le gustó el color y se rapó como una judía ortodoxa. Se puso pestañas postizas, largó el análisis.  Hizo el primer intento de suicidio. Los padres la internaron en el Pirovano, con salidas los fines de semana. Un sábado nos encontramos en la casa de unos amigos. Había sandwichitos, vino blanco y un traductor ruso. La vi recuperada, hablaba hasta por los codos, 

No puedo asegurar si todo fue en un día o de una semana para otra, estaba tan molesta con la suspensión del viaje que el tiempo transcurrió sin que me diera cuenta. Buma estaba insoportable. Empezó a tartamudear. No le atendí el teléfono. Ella dejó de llamarme. Un día me embocó con la excusa de reclamarme un libro. Al oírla se me endureció la panza. 

–¿Que.. querés venir a casa? –preguntó.

– No.

–¿Puedo ir yo?

–No me llamés más.

El grito retumbó en la cocina.

 Pocas veces me descontrolé así. Empecé a hablar sin saber bien lo que decía.

–¿Por qué me seguís todo el tiempo como un perro? ¿No te das cuenta de que no quiero verte?

Cuando corté, la biblioteca estaba fría y oscura. Saqué un cigarrillo del atado. Lo prendí. Me acerqué a la ventana de Posadas. Abajo, un pie suplantaba al otro. Un acelerador a fondo. Gomas que rechinaban.  Bocinas. Luces. El enojo fue pasando. Estaba cansada. No paraba de pensar en cómo pedirle disculpas. La cabeza me dolía tanto que terminé de fumar, me hice un té y me fui a la cama.

Cuando volví del viaje me enteré que Buma había ganado un concurso en La Matanza, justo ella que odiaba el conurbano. El premio era la publicación de un libro. Algunos ejemplares fueron a bibliotecas populares.  Quería verla pero no podía. Necesitaba estar sola. No se por qué ni para qué pero esperaba su llamada. En realidad lo que deseaba era ordenar mi cabeza. Extrañaba los momentos que compartimos juntas, cómo nos divertíamos en los happenings o tirábamos volantes en Bellas Artes. Nunca creí que llegaríamos a esto. Pero los meses pasaron. Me parecía imposible encontrar algo que nos acercara. Años después vi su necrológica en La Nación. Buma, ahora, era Alejandra. Su mirada me hizo pensar que, si pudiera, es a mí a quien debería haber matado.