“No insultes a mi inteligencia.”
(Michael Corleone –Al Pacino– sobre el final 
de El Padrino.)

“¿Qué horas son?” “¡Las que usted mande, mi general!”
(Gabriel G. Márquez, El otoño del patriarca.
También se atribuye a una anécdota de
Porfirio Díaz, gobernante mexicano.)


Allá por el siglo XVII, el filósofo francés René Descartes escribió El discurso del método, texto clave de la filosofía moderna, a la que pertenece la archifamosa expresión “Pienso, luego existo”, traducida del latín “cogito, ergo sum” (donde cogito no tenía ningún doble sentido y sum no era un “salón de usos múltiples”; eran otras épocas), que a su vez fue traducida del francés “Je pense, donc je suis”, que podría ser traducida como “pienso, entonces soy” si queremos ser fieles al original, o como “se robaron todo-no vuelven-cuadernos”, si queremos traducirlo duranbarbáricamente.

Allá por el siglo XX, hace tanto tiempo, el novelista cubano Alejo Carpentier escribió El recurso del método, una divertídisima crónica barroca sobre un dictador latinoamericano que gobernaba un país imaginario e imaginable, desde París. Solamente volvía a su amada patria cada vez que debía sofocar algún intento de derrocarlo, ya que los golpistas, incultos ellos, no se tomaban el trabajo de viajar a Europa.

Carpentier cita el texto de Descartes en cada capítulo de su novela, y el protagonista –al que sólo nombra como “el Primer Magistrado”, “el Presidente”, “el General”– hace repetidamente gala de una cultura que no posee pero que nadie se anima a desmentir.

Él nunca fue electo, tomó el poder por un golpe, pero luego sí fue reelecto muchas veces, incluso con plebiscitos en los que nadie se animaba a contradecirlo (ellos mismos incluían unos votos en contra, para disimular). 

Y... aquí el asunto clave: gobernaba su país desde otro país.

Luego de haber escuchado y visto el discurso de nuestro Sumo Maurífice, autoritario electo (y espero que no reelecto), del pasado 1º de marzo, donde dejó “inaugurada la apertura” (sic) del año legislativo, me cabe advertir a los derechohabientes de Carpentier (falleció en 1980) sobre la posibilidad de hacer un juicio por plagio, o similar, al autor de su discurso, o, directamente, al mejor equipo contrario de los últimos 50 años.

Porque, díganme si no es así, daba la sensación de que el Sumo Maurífice nos está gobernando desde otro país.

  • Quizás en ese otro país sí bajó la inflación y se crearon 700.000 nuevos puestos de trabajo en los últimos tres años
  • Quizás en ese otro país la gente está mejor, aunque siga habiendo problemas
  • Quizás en ese país aumentó la inversión 
  • Quizás en ese país cambiaron algunos conceptos, y ahora “alegría” quiere decir “desocupación”; “reformas” quiere decir “estafa”; “diálogo” quiere decir “represión” y “derechos” quiere decir “negocios”)
  • Y quizás en ese otro país “se esté venciendo al ejército con ayuda del narcotráfico” (¡uy, me equivoqué yo también! Sorry, mala mía)

Tal vez sea que, dada la cercanía electoral, nuestro Primer Descansador haya interrumpido sus vacaciones en el país donde estaba (que puede coincidir territorialmente con la Argentina, pero sin duda es “otro país”, donde viven “ellos”, para venir a sofocar –o a provocar– a sus adversarios, opositores u oponentes. 

Dado que nadie estaba poniendo en riesgo su gobierno (bueno, nadieee... no sé, quizás él mismo sí), necesitó algún acto provocador como para que la oposición reaccionase y él pudiera colocarlos en el rol de malos (“ellos son los malos, ergo, yo soy el bueno”) y convencer a millones de argentinos de que el demonio no es quien les saca el trabajo, la casa, la comida, la luz el gas y las ganas de todo; el demonio es quien frente a todo eso reacciona y de pronto, exabrupta.

El Sumo Maurífice se coloca en el lugar de la víctima (odio usar la palabra “victimiza”, disculpen), tal como el Primer Magistrado descripto por Carpentier, pues en los tiempos de la Primera Guerra Mundial –en los que transcurre su novela– se podía aprovechar del “apellido alemán” de su rival (tan criollo como él mismo, pero Hoffmann) para reclamar patriotismo a sus gobernados (ya que no podía prometerles justicia, libertad o derechos que él mismo les había quitado).

La mentira, ya que no existía el concepto de posverdad, era la mejor de sus armas. Y si algún periodista (o fotógrafo) se animaba a mostrar en los medios la tremenda represión y le daba “mala imagen”, se lo perseguía “hasta el final, y más allá” y se usaba todo (dinero, influencias, hasta una guerra) para “insertarse en el mundo”.

Aquí y ahora, quizás el fiscal de la excavadora se preste a usar su herramienta para buscar con ella los 700.000 puestos de trabajo que el Sumo Maurífice dice haber creado, pero que nadie sabe dónde están.

Sospecho que zafarían del juicio que propuse aludiendo a que “la realidad supera a la ficción” (jurisprudencia tantas veces usada por éste y tantos otros gobiernos de aquí y allá).

Habrá que preguntarles a Descartes o a Carpentier, o arriesgarse a recibir como respuesta oficial un “Esa te la debo”.

@humoristarudy