Tenía razón Daniel Fanego cuando, en una entrevista publicada en estas mismas páginas, definió a Lobos como “una historia de gente que pierde”. Las pérdidas en el séptimo trabajo como realizador de Rodolfo Durán son constantes y no sólo materiales, sino también afectivas. Pérdidas totales: todos pierden prácticamente todo durante los 90 minutos de metraje. Empezando por Nieto (Fanego), el padre de una familia del conurbano bonaerense que sueña con el progreso en un contexto donde las cosas no son nada fáciles, sobre todo en esa zona de la provincia dominada por la desigualdad y los contrastes. Nieto es parte junto a su yerno Boris (Alberto Ajaka) de una banda dedicada a los robos y los aprietes, al tiempo que su hija (Anahí Gadda) regentea una peluquería y su hijo Marcelo (Luciano Cáceres) volvió a cruzar la frontera de la ley para dedicarse a la vigilancia privada. En ese caldo de indudable actualidad se cuece este thriller menos preocupado por el desarrollo de un entramado policial sólido que por indagar en las fisuras de un frágil equilibrio familiar. 

Ladrón a la vieja usanza, con códigos y hasta buen corazón, Nieto sueña con un retiro y la posterior recomposición de la relación con Nicolás mediante un viaje hasta una vieja casa familiar ubicada a la vera de la laguna de la ciudad del título. Esa proyección opera como el motor de cada una de sus acciones, lo que convierte por enésima vez al agua en metáfora de la purificación y el resurgimiento. El problema es que a Nicolás no le gusta que papá siga saliendo de gira para concretar golpes cuyos botines, para colmo, no van a parar a las arcas familiares sino a los bolsillos del comisario Molina (César Bordón, todo un especialista en interpretar garcas y/o funcionarios corruptos), quien comanda la banda a prudente distancia, siempre con proverbial cara 1de buen tipo. Es justamente Molina el que le propone a Nieto y compañía una nueva misión, no sin antes prometer que será la última. Una misión que, desde ya, saldrá pésimo, desatando así la inevitable revancha.

Película de atmósferas ominosas, Lobos funciona en la medida que sus personajes lo hacen. Bordón se lleva los laureles haciendo de Molina un ser que trasviste la manipulación con un trato amable, digno de psicópata y casi paternal hacia esa familia a la que supuestamente “ayuda”. Fanego, por su parte, vuelve a demostrar que es una lástima que el cine argentino lo haya desaprovechado durante tantos años dándole a su Nieto un aire de cansancio físico y existencial, como si la vida fuera una mochila de 50 kilos que carga sobre sus hombros. Entre ellos se desata el duelo central de un relato que, luego del golpe fallido y ya con ambos corridos del centro de la escena, deja atrás su faceta intimista para volcarse a la resolución –a puro convencionalismo– de un conflicto que incluirá golpizas, secuestros y traiciones, entre otras delicias.