La novela de Gloria Peirano ofrece a sus lectores una escritura heterodoxa, profundamente simbólica e indefinida. Esa ambigüedad es, siempre, la marca de la mejor literatura. Por eso, si se piensa en la idea de “instrucción de lectura” de Genette, y se presta especial atención a la cita inicial de Roland Barthes, la divisoria de aguas entre las muchas formas en que podría interpretarse La ruta de los hospitales está directamente relacionada con la posición de cada lector o lectora frente a esa cita, la primera frase del libro. Para quienes están a favor de la idea de Barthes (no hay relación entre lenguaje y mundo exterior al lenguaje), seguramente la lectura tenderá a corroborarla. Aquí, sin embargo, se va a sostener lo contrario porque, para quienes estamos en contra de lo que sostiene el estructuralismo (y aquí es necesaria la primera persona), la cita parece estar ahí justamente para lo contrario: para que la historia, al mismo tiempo simple y complejísima, cotidiana y extraordinaria, refute la afirmación del estructuralista francés. “El lenguaje humano no tiene exterior, es un puertas adentro”, dice Barthes, repitiendo de otra forma el postulado del movimiento estructuralista que afirma que todo lenguaje habla solamente de sí mismo.  

Durante las intensas ciento treinta y ocho páginas en las que la primera persona narradora cuenta fragmentos desordenados de su vida, la de su madre, la de su hija, la de su nieta (esa línea de mujeres tan esencial para el feminismo de nuestros días porque esta es, antes que nada, una historia de mujeres), se describe muchísimas veces la dificultad que tienen los seres humanos para poner las experiencias vitales en palabras. Pero durante esa descripción, se construyen escenas sólidas, i-nolvidables, pequeños diamantes indestructibles, y se reflexiona (narrativamente, no en tono ensayístico ni filosófico) sobre las infinitas variaciones de la relación madre/hija, hija/madre, que, hay que decirlo, es un punto esencial de la vida de la humanidad fuera de los libros. 

Por lo tanto, el “referente”, que según Barthes no existe o no importa (“la falacia del referente”, según la definición de Umberto Eco), tiene aquí una consistencia, una densidad extraordinaria, a la que llega gracias a un lenguaje trabajado y bello que pasa de lo poético a lo coloquial con enorme facilidad y maneja los tiempos como un prestidigitador maneja las cartas. La consistencia de la prosa se sostiene sobre muchos recursos, sobre todo, un uso especial de los tiempos verbales que dota a la narradora de una especie de omnisciencia. La voz que cuenta está instalada en el medio de las tres generaciones esenciales del libro (es la “madre” sobre todo, aunque también es hija y abuela) y habla siempre en presente o futuro. Eso la ubica en un “ahora” y en un “más allá de la muerte” que le permite predecir muchas cosas a veces como preguntas, a veces con certeza absoluta. Sabe lo que hará el “vos” del relato, la hija, esa segunda persona muy presente a la que se narra constantemente en afirmaciones como “empujarás la puerta entornada de la habitación”. Como no hay verbos en pasado, La ruta de los hospitales parece sostener que todo pasado es presente y también futuro; que el peso de ciertos hechos es un “tatuaje” destinado a permanecer siempre, cosa que se afirma directamente en la metáfora. La relación con el referente, que esta lectora ve con mucha claridad, se hace todavía más intensa si quien se asoma al libro conoce alguno o todos los hospitales del título y/o la zona que los rodea: el Muñiz, el Español de Temperley, el Gandulfo, Lomas de Zamora, Banfield, el sur de la Capital. 

Pero, como ya se dijo, la novela de Peirano no se ocupa solamente de los temas del lenguaje. Además de la maternidad, el texto gira alrededor de las heridas que dejan los días tanto en el cuerpo como en la mente. Ahí está el título para corroborarlo: “herida” y “hospital” son dos palabras hermanas; “ruta” y “tiempo” también. Las heridas construyen personas pero esencialmente aquí se examinan no tanto las historias individuales sino las interpersonales, esos espacios que madres e hijas convierten en puentes, en lugares donde encontrarse a pesar de todo. La “ruta” del título es hacia esas citas, un recorrido repetido e infinito que aquí se cuenta en un estallido de fragmentos que cambian constantemente de fecha, de época. La autora marca los años tanto explícita (“tenés diez años”, “A los treinta y cuatro”, “Es el año 1992”) como implícitamente, por ejemplo con la aparición de personajes como Eva Perón o palabras como “anorak”. 

Así, La ruta de los hospitales es un caleidoscopio de escenas que tocan todas las emociones humanas, desde la desesperación hasta la alegría pasando por el dolor físico y el golpe de las ausencias y las enfermedades. Para quienes leen desde este lado de la divisoria de aguas, a pesar de la sentencia de Barthes, los dibujos del caleidoscopio se abren y se cierran en un movimiento que al principio parece lento y al final se vuelve tan veloz que produce vértigo, y en ese movimiento (lingüístico, sí) aparecen personajes de una densidad poderosa, personajes que, desde las palabras, gritan su independencia del lenguaje.