Era 2013. Alquilamos una casa en Tigre durante todo el año. Hacía pocos años que yo vivía en Buenos Aires y todavía no entendía bien qué me pasaba en el cuerpo. Todo el tiempo sentía que me iba a desmayar. Me seguía preguntando cómo hacer para subsistir en la Capital después de haber vivido tantos años en el bosque, cerca de una ciudad pequeña de la provincia de Río Negro.

Era hermoso estar en el Tigre, me encantaba que todo sucediera sobre el agua, las casas altas, los pájaros. Aunque el sonido del río no era como yo lo conocía y el color tampoco, me sentía como en casa.

En el terreno había dos casitas: una cerca del muelle, no tan alta, con living, cocina, un cuarto y un baño. La otra quedaba por detrás, a unos cinco metros, altísima y con un ventanal, un gran ambiente sin baño. A mí me gustaba esta última porque era luminosa y tenía un armario que era ideal como cuarto oscuro donde podría cargar mis máquinas de fotos. Afuera, una mesita enclenque con una silla. Una escenografía olvidada e intacta que siguió así durante toda nuestra estadía.

Paula se la pasaba leyendo la mayor parte del tiempo, sobre la antigua Grecia, filosofía y cosas antropológicas. Yo conocía a Aristóteles por la cámara oscura. Se dice que fue el primero en definirla: “Se hace pasar la luz a través de un pequeño agujero hecho en un cuarto cerrado por todos sus lados. En la pared opuesta al agujero, se formará la imagen de lo que se encuentre enfrente”. Cuestiono la existencia de las cosas y la mía, y en aquel momento yo estaba descubriendo que la fotografía sola ya no me alcanzaba. Me llevé entonces al Tigre todas mis máquinas fotográficas, mis bateas, mis químicos y otras herramientas para mantenerme ocupada investigando algo que ni sabía si realmente valía la pena.

Un día frío y lluvioso nos acomodamos en la primera casa para ver una película. Por lo general me cuesta mantener la atención. Me pierdo en la forma de las letras de los subtítulos y empiezo a imaginar cosas que nada que ver: la película transcurre, termina y yo no entiendo nada. Lo mismo me sucede leyendo.

“¿Conocés a Agnès Varda?” (Yo no conocía a nadie). Comienza Los espigadores y la espigadora. Una señora con la mitad del pelo blanco cuestiona con su mirada las arrugas de sus manos, las raíces que salen de su cabeza, el consumo de la sociedad en que vivimos, la indigencia, la humedad del techo de su casa. La acción de agacharse, la recolección, el reciclado, la educación. La calle, la supervivencia y las cartas que recibe, todo esto hace que me identifique con ella y con lo que está creando. ¿¡cómo no la conocí antes?!

Pone en escena una pintura de Millet.

Agnès Varda era todo lo que estaba necesitando. Ella, más allá de su película, estaba cerca.

Sentí que yo podía hacer lo que se me ocurriera, de la forma en que quisiera. Estaba errada con esa idea que tenía del ser artista que me había creído no sé de dónde. 

Termina la película y no sé qué decir. 

Estoy contenta e inquieta.

Salí de la casa con todos mis dispositivos al bosque y mi percepción era otra. Lo ví diferente, nunca había sentido mis sentidos tan abiertos y alineados, como si me hubiese tomado un ácido. 

Pero no.

Ya no era un bosque restringido por el límite del agua marrón, todo había cambiado de color, el río era un espejo donde me ví desarmada por la corriente. El viento movía a los sauces que daban paso a otro sendero. Si bien lo había transitado varias veces, este era diferente. 

Me encontré con un pájaro ahogado, era ideal para hacerle una foto estenopeica, estaba intacto y bello pero decidí filmarlo. No toqué ni una máquina de fotos, todo tenía una razón para ser filmado. Así que filmé la muerte de la naturaleza, a la polilla posada en el mosquitero de la ventana de la cocina mientras sonaba música clásica y a la noche a una avispa rellenando el huequito de un poste del muelle con barro. 

Comencé a inventarme sistemas para no olvidar. Tenía que volver a las ideas que había anulado tiempo atrás por inservibles. Entendí que nada era descartable, no sabía muy bien cómo recuperar eso. Pero había encontrado a Agnès Varda y sabía que, ahora, podía dejarme extraviar en el camino e inventar cosas para reconstruir lo que pensaba que había perdido.


Natacha Ebers nació en 1981 en Punta Alta, Buenos Aires. Se involucra en el área experimental y de investigación relacionándose con la construcción de dispositivos fotográficos. Indaga sobre la relación cuerpo, máquina y fotografía a partir de recursos interdisciplinarios y performáticos. Es directora en Estudio Cristal, espacio experimental de fotografía en Capital Federal. instagram.com/perlaebers/; natachaebers.jimdo.com ; instagram.com/estudiocristal/