A Paula Juncadella

 

Mi abuelo era trefilador de alambres. Casi de pantalones cortos empezó en un taller de  Rioja y Rodríguez, después en una fábrica de calle Baigorria al 1700 y más tarde  en ACINDAR; cuando era de capitales argentinos y del rengo Acevedo.

Volar es para los pájaros.

Se llamaba Alberto, decían que había sido el primero al que se le ocurrió retrafilar el galvanizado común para hacer el alambre semiduro con que todavía se hacen las jaulitas de alambre. Mi abuelo tenía habilidad para hacer una máquina de cualquier cosa. Con diferenciales de autos viejos era capaz de hacer girar los sueños de una calesita en tiempos en que alguna virtud todavía vibraba en la materialidad y la industria asesina usaba la máscara de progreso. Ft. Darwin.

El transcurrir siempre es un crepúsculo.

Mi abuelo había nacido en el campo, amaba los pajaritos pero la vida no le dio otra oportunidad de un trabajo que asfixiaba su amor de libertad.

Se nace y se muere en el mismo instante.

Cuando me llevaba al Palomar ya se había jubilado. Ya no hacía alambres para enjaular pájaros y yo tenía cinco años. Todavía no entendía bien eso que hacía cuando se arrodillaba  ante cualquier paloma y juntaba las manos como pidiendo perdón. Y me hacía  pensar que todos los canosos como él eran unos viejitos un poco locos a los que los doctores les  prohibían usar el celular.

El cariño tiene misterios simultáneos.

Los jueguitos de la Play estaban buenos, pero cuando mi abuelo me llevaba a su taller en la media cuadra de Santiago al mil cien, la magia parecía de verdad. Tenía una carpintería donde hacía juguetes y muebles con lo que iba encontrando por la calle, herramientas de la época  cuando la gente tenía sueños sustentables. Había estado casi medio siglo haciendo materiales para cortar el vuelo de tantos pájaros, que muchas veces, cuando me iba a buscar a la salida del Normal Nº 2 y  me miraba con su mirada acuosa, me hacía sentir un pajarito. Yo no sabía si estaba llorando o me pedía perdón.

¿Alguna inocencia es inocente?

Nunca supe cómo ni cuándo, el taller de reciclaje de mi abuelo se convirtió en el refugio de todos los pájaros libres rosarinos que al caer la noche no encontraban un árbol para dormir. No era difícil de entender, mi abuelo necesitaba el perdón de las aves que había enjaulado en los años de su trabajo. Lo incomprensible fue que muchos gatos durmieran en el mismo taller sin agredir jamás a pájaro alguno.

El vuelo es una forma de libertad. La mirada de los gatos acaricia el vuelo local del cosmos.

Una tarde mi abuelo me esperaba a la salida del preescolar, en el portón de calle Córdoba con la sonrisa más grande que nunca le ví. Antes de darme la taza de chocolate, me llevó al taller para mostrarme algo. Se había caído un drone en el patio y los pájaros lo habían adoptado, los gatos también. Tenía el ala de una hélice quebrada,  daba saltitos sobre el banco de carpintero, nunca habían visto un animalito de esos. Todos estaban alrededor del drone  lastimado, los gatos lo rodeaban con sus ojos universales bien abiertos y los pájaros les ofrecían sus alas extendidas. Mi abuelo y yo nos encontramos en la misma mirada  sin saber qué hacer, hasta las latas de barnices parecían reclamar solidaridad con el herido. Nunca se sabe lo que duran esos instantes de reflexión. Hasta que el viejo querido se quitó la gorra "pibe chorro", se rascó la pelada, alzó un ala que se le había caído a un tero, se quedó un rato mirando al drone lastimado y después lo alzó con cariño. Lo acarició con la misma ternura que dejaba en los gatos tristes o en los pájaros viejos que ya no podían volar. El drone no dejaba de agitar sus tres alas sanas con algo de lamento, movía el ojo de su cámara con desesperación. Hasta que mi abuelo se atrevió, recortó la ala del tero lo mejor que pudo  y se la pegó con Loctite.

Las "poéticas" tienen fecha de vencimiento.

Ya el atardecer se había hecho noche clara. Las estrellas brillaban en la limpieza celeste. El drone tenía dudas, los pájaros estaban inquietos y los gatos parecían bailar en la quietud. Hasta que el pájaro mecánico/virtual pareció bostezar, una lucecita empezó a parpadear, el ojo de su cámara giró, nos enfocó  a mi abuelo y a mí, no sé si para saludar o registrarnos en algún archivo global. Y se alzó en el rumor del silencio, hasta perderse detrás del campanario de la iglesia de Lourdes.

Muchas tardes encontré a mi abuelo tomando mates, rodeado de los gatos y los pájaros mirando hacia el cielo.

La realidad sana prescinde de los relatos.