Lo interesante del libro de Alemán es que intenta desarrollar una idea de la política que no se desentiende del sujeto del deseo, ya que, como tal, el deseo es inconsciente. Estructuralmente lo es, por lo que el trabajo de Alemán, innovador, tiene que ver con algo que muchas veces parece imposible: cómo desarrollar un sujeto político que no se desentienda del deseo y de la singularidad. ¿Es eso posible? Es la pregunta que mueve al texto –a mi entender– y que debería mover a todos los psicoanalistas que entienden que lo que denominamos “la cura” se resuelve en el lazo social y en la relación del sujeto al tiempo que le toca vivir.

Para que esta última no sea una frase “hecha”, un cliché, lo mínimo que podemos hacer es preguntarnos qué significa “el tiempo que nos toca vivir”, qué tiempo es ese. ¿Se trata del tiempo cronológico en el que dura nuestra vida? Ese es un tiempo, sí. Pero ¿acaso es ese el tiempo “que nos toca vivir”?

Alemán bien señala que la “dimensión emancipatoria” de la política no tiene nada que ver con “su gestión profesional, ni como subsistema de la realidad, sino con el lugar constituyente de la experiencia del sujeto en su devenir hablante, sexuado y mortal”. Si algo, entonces, “nos toca vivir”, tiene la dimensión de una experiencia en estos términos. Por eso la política solo nos “toca” o nos “llega”, o mejor dicho, la vivimos como una verdadera experiencia cuando roza algo de nuestro devenir sexuado y mortal de ser hablante. De eso los psicoanalistas sabemos algo porque sin eso no hay psicoanálisis. Lejos estamos de que nuestra práctica sea categorizada de “gestión profesional” cuando hablamos del corazón de una experiencia.

Ahora bien, ese devenir sexuado y mortal del que nuestros pacientes hablan en la sesión, arrojados como están, en el marco del dispositivo analítico, hacia ese devenir –es decir, hablar tratando de no censurarse y sin recibir ningún tipo de censura– ¿es posible dentro de otro marco que no sea el de la sesión analítica?

Lo vemos muy difícil. Porque apenas nos arrojamos a tal experiencia, detectamos que el que habla no es el “yo” solamente. Eso que habla como si de repente se le hubiera cedido el poder a una fuerza extraña, ajena al yo, eso que lo toma en la experiencia más allá de sus intenciones de dominio y de control, eso que habla surge de las interferencias, del “ruido”, de la maleza identificatoria en la que el sujeto solo puede reflejarse dentro de un universo de espejismos, distracciones, voces, en definitiva, fenómenos que la tecnología solo aumentó y potenció hasta llevarlo a un nivel perturbador y globalizante, porque en definitiva, “eso que habla” solo habla desde el silencio, desde la soledad.

Como en una especie de psicosis detonada pero contenida, nos acompañan voces e imágenes permanentes, “legalizadas” desde el universo pseudocompartido de las redes “tele”. Pero lo que no se comparte es la experiencia, completamente vedada, censurada, prohibida.

Lo “inasimilable” al símbolo, lo Real, debe entrar a jugar en la política desentendiéndose del permanente “consuelo” de la profesionalidad con la que se miente, se engaña y se promete en falso en nombre de innumerables y renovadas “razones de estado” repetidas como un mantra de la frustración y de la furia.

Sujetos que “aprendan a vivir” y a soportar las consecuencias de la experiencia, atravesando los espejos y el éter en donde voces e imágenes se ofrecen permanentemente como consuelo de un falso “Común” que apenas si pasa del consabido y manipulable “sentido común” que tan bien construyen y destruyen los medios de comunicación corporativos.

En cambio, un político sería alguien que se deja hablar por “lalengua” política, es decir, un político que se deja atravesar por el acontecimiento que, claro está, no tiene nada que ver con él, y solo es su lector. Así, el lugar del político se parecería al de una analista social que sabe traducir sus lecturas de modo sensible, es decir, traducir el acontecimiento a una experiencia. Eso se da pocas veces, pero la condición es salirse del “libreto” científico de la manipulación del discurso con fines de lucro-consumo.

La existencia política estará marcada por ese reconocimiento, y no por la “fortaleza” ni el poder de seducción y de engaño del “candidato”, quien harta al sujeto de saturar el vacío con su ominosa presencia. De hacer ruido y más ruido hasta poner en la boca de “la gente” su nombre propio, vaciado de sentido real.

No se trata de una “izquierda lacaniana” que pondría eso bajo la propiedad intelectual de un sistema de ideas cuando es algo del corazón de la experiencia humana. Sabemos que se puede rechazar algo reconociéndolo en abstracto, bajo la forma de la “pura idea”, pero que, como dicen los propios analizantes, no sirve para que “caiga la ficha”, es decir, para que acontezca ese reconocimiento en el cuerpo.

Justamente, quien hable desde ese lugar paradojal de lo irrepresentable (lo castrado) devolverá, más allá del “sí mismo” yoico, el cuerpo de la experiencia a tales sujetos políticos, sacará del aplastamiento del “Excel” a los cuerpos desaparecidos, devolverá la “vida” de la que ha sido expropiado el planeta, volverá a existir, en definitiva, hará reaparecer lo “desaparecido”, concepto extendido de lo concentracionario que no se limita al clásico “campo” de exterminio. Y todo esto sin haber planificado hacerlo, al modo de una campaña, o de una batalla por la conquista del poder, y sin el propósito de generar y ganar consumidores para su “producto”. 

* Miembro de EPC (Espacio Psicoanálisis contemporáneo).