Un escándalo que estalló este año en los Estados Unidos evoca la encarnizada batalla cultural que probablemente se libra en buena parte de Occidente y que en nuestro país circula silenciosamente por debajo de la pelea electoral entre la declinante coalición de gobierno y un peronismo que a los tumbos discute su unidad.

Todo empezó en Estados Unidos con la denuncia de que unos 30 padres millonarios, entre ellos figuras famosas de la tele, y un entrenador del ex presidente Obama, pagaron enormes coimas –hasta seis millones de dólares– para que sus hijos ingresaran a las universidades de elite.

No ha habido un affaire semejante en la Argentina, pero, a juzgar por la forma en que algunos referentes públicos ponen en duda los títulos universitarios de varios presidentes, la sospecha es que entre nosotros también resulta usual aunque nadie levanta la perdiz.

¿Por qué asociamos este escándalo a la batalla cultural en Argentina? Porque es evidente que la coalición de centro-derecha de Mauricio Macri y sus socios de los grandes medios y el Poder Judicial construyeron consensos entre las mayorías en una muy hábil operación política que trabajó por lo menos sobre tres ejes: las denuncias de corrupción K; la idea del “sinceramiento” de las tarifas y la economía, y la creencia meritocrática.

Nadie ha sido más investigado –y por tantos jueces y fiscales– en la Argentina de los últimos años que la ex presidenta, Cristina Fernandez, y sus colaboradores más estrechos. Y, aún así, no han encontrado una prueba que respalde el aluvión de denuncias que le propinan cada día. Sin contar que al apropiarse del papel del denunciante desviaron la atención respecto de la propia corrupción del macrismo y sus socios.

Por otro lado, lo del “sinceramiento” es una absoluta falacia. “Pagábamos los servicios a precio de regalo; hay que pagar por lo que realmente valen”. La mentira consiste en que para determinar “lo que verdaderamente valen” se confiere la autoridad al Mercado cuando ningún país del mundo deja todo en esa “mano invisible” y mucho menos uno como el nuestro, donde los servicios y sus precios están monopolizados y distorsionados por unos pocos grupos.

  Pero la meritocracia es probablemente la más profunda de las distorsiones de la derecha, porque se trata de un rasgo arraigado hace mucho tiempo en nuestra cultura política.

A propósito del escándalo norteamericano, el columnista Nathan Robinson, del diario inglés The Guardian, escribió que en realidad los millonarios no necesitan de las coimas para lograr que sus hijos siempre estén en ventaja respecto de los hijos de la mayoría de las familias. Robinson cuestiona la falsa idea meritocrática según la cual en el tope de la sociedad están aquellos que más méritos tienen.

Y tiene razón. En el tope sólo están instalados los millonarios y los hijos de los millonarios. Los casos de millonarios llegados de abajo son sólo eso, historias individuales. Para la mayoría el Olimpo está cerrado. Como remarcó un estudio referido a España, una persona nacida en el sector sumergido de su sociedad necesitará cuatro generaciones, es decir el biznieto, para que pueda ascender socialmente.

Es que la riqueza y la pobreza no se distribuyen según méritos. Como lo señala Robinson, realmente no puede haber nada que se parezca a una meritocracia, porque nunca habrá una completa igualdad de oportunidades.

Y enfatiza que el verdadero propósito que hay detrás del concepto de meritocracia es para asegurar a las elites que merecen su posición privilegiada en la vida.

 Lo cierto es que la idea meritocrática está muy instalada entre nosotros. Y pienso que es una piedra enorme en el zapato si queremos que pueda llegar a gobernarnos un proyecto que se preocupe por mejorar la vida de las mayorías y buscar la igualdad de oportunidades.

Todos hemos escuchado en un taxi, en el trabajo, en la calle, en una sobremesa aquello de “Todo lo que tengo lo conseguí sin ayuda de nadie ¿Por qué tengo que pagar impuestos para mantener vagos?”

Por supuesto que el correlato de esa idea es “No me molesta la desigualdad; los ricos están ahí arriba porque lo merecen”.

Y, si seguimos el hilo de ese prejuicio, el discurso meritocrático llevaría a la siguiente conclusión: “Seguro que ellos saben cómo triunfar; vamos a darle la oportunidad a que nos gobierne un millonario”.

Haga el ejercicio de unirlo a aquello de “Le voy a dar una nueva oportunidad”.               

Tal vez lo simplificamos en exceso, pero no creemos haber falseado el espíritu de esa idea meritocrática, que, en realidad, es un prejuicio espantoso ¿Por qué es un prejuicio? Porque nadie llegó adonde llegó solo, exclusivamente por sus méritos, por muy grandes que estos sean. Todos vivimos en sociedad, y nuestro esfuerzo puede mejorarnos la vida según el ambiente en que nos movemos y según ciertas políticas públicas nos lo faciliten o no.

Muchos de quienes piensan meritocráticamente y se quedaron ahora sin trabajo porque su empresa cerró no la pasan bien hoy. Y no creemos que piensen que la culpa del cierre la tienen ellos.

La creencia meritocrática es un peso muy negativo en la mochila de todos porque se conjuga con un individualismo que no nos va a ayudar a salir del pozo, y también con prejuicios sociales contra los desfavorecidos y prejuicios políticos contra el peronismo, vislumbrado por muchos como una fuerza política demagógica que medra con la pobreza.

La creencia meritocrática tiene un trasfondo moral, ejerce una condena exclusivamente sobre las víctimas de la desigualdad, los pobres y vulnerables ¿Cuántas veces escuchamos “Prefieren cobrar planes en lugar de conseguir trabajo”;o “Se embarazan para cobrar la AUH”?. Es decir, que los pobres son tramposos y estafan al Estado, o sea a nosotros los contribuyentes.

¿Por qué tanta gente “compró” la idea?. Por muchas razones. Una de ellas es que en ciertos momentos la fuerza que representa los ideales solidarios atraviesa una crísis, y sus errores y un contexto desfavorable decepcionan a muchos.

Otro factor tiene que ver con una fractura del tejido social que luego de años de crísis rompió solidaridades. El nuestro es un tiempo de cerrado individualismo en que muchos buscan compulsivamente la propia identidad sintiéndose por encima de otros. El altar levantado al consumo separa, por sí sólo, a quienes pueden de quienes no pueden, a exitosos y fracasados. Somos lo que podemos adquirir. Y, medidos por el consumímetro, los pobres son unos fracasados.

También hay que pensar que vivimos en un contexto de una gran incertidumbre, con miedos constantes a perder el bienestar, la estabilidad emocional, el trabajo. Y la meritocracia se nos presenta como una idea simple, casi religiosa (concibe premios y castigos) y permite exorcizar imaginariamente la incertidumbre: “Les va mal a quienes no se esfuerzan o no tienen mérito alguno; pero yo llegué adonde estoy por mi sólo esfuerzo”.

 Ofrece una suerte de lógica para descifrar el futuro que hoy, más que nunca, está cargado de nubarrones. Pero es mejor no esperar a que esos nubarrones se conviertan en tormenta para terminar descubriendo que la meritocracia es un paraguas destartalado.