La potencia de su derecha crecía a la par de las miradas venenosas que lo observaban desde lejos. No tenía la altura suficiente. No tenía la plata que se necesita para sobrevivir en el mundo del tenis. No era su lugar. Toda esa carga se extendía como una sombra silenciosa, un secreto apenas pronunciado. A los 14 años, después de haber sido número uno del tenis juvenil argentino y de ganar el Orange Bowl sub 16 de Estados Unidos –uno de los torneos de menores más emblemáticos del tenis internacional–, todavía lo escudriñaban con desprecio. Para entonces, Sebastián Báez se tomaba tres colectivos desde San Martín para llegar a sus entrenamientos en el Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (CeNARD) y avanzaba en la escuela secundaria con el poco tiempo que le quedaba. Lo hacía porque ya tenía un objetivo: ser profesional. Nunca se movió en otra dirección. Hasta que el año pasado rompió todos los prejuicios: llegó a la final de Roland Garros junior, ganó la medalla de oro en dobles en los Juegos Olímpicos de la Juventud –junto a Facundo Díaz Acosta– y se convirtió en el tenista junior número uno del ranking mundial.

“Todo eso fue buscado, no fue inconsciente. Era lo que quería conseguir desde que empecé. Dejé de lado todo lo que me podía frenar, y los resultados fueron consecuencia de eso. Pero no te garantizan nada. Los tomé como una palmada en la espalda y seguí. Lo más difícil siempre es mantenerse”, le dice Sebastián Báez al NO en medio de uno de sus entrenamientos en el Club Arquitectura. Acaba de llegar de Europa, le quedan apenas unos días antes de volver a viajar a otro torneo y está un poco impaciente: cada tanto su novia le lanza una mirada recriminadora porque todavía no pudo pasar tiempo con ella. En sus ojos negros y serenos, y en el tono tímido de su voz, Sebastián deja ver ese otro costado suyo, casi imposible de conjugar con la ferocidad que despliega en la cancha. Detrás de las exigencias de mantenerse entre los mejores del mundo y la presión de haber comenzado su carrera profesional, no deja de ser un pibe que trata de surfear los vaivenes de lo cotidiano.

“Fuera de la cancha, por tema de viajes y colegios que cambié, se redujo mucho mi grupo de amistades. No siempre tuve el tiempo suficiente para saber si algunas personas eran o no mis amigos, para entender la química que tenía con cada uno. También pasé mucho tiempo lejos de mi familia porque ellos no podían viajar conmigo, no teníamos esa posibilidad económica”, dice en relación a lo que tuvo que resignar para crecer como tenista. “El tenis es un deporte caro. Es más, antes se decía que era un deporte para ricos. Fue un gran sacrificio, pero llega un punto en que el sacrificio pasa a ser otra cosa, y lo disfrutás. Me gusta la responsabilidad de estar solo en la cancha, la adrenalina de la competencia. Ahora la etapa junior ya pasó y miro las cosas como un profesional. Quiero ser el número uno del mundo.”

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La primera vez que agarró una raqueta de tenis tenía apenas dos años. Era una Dunlop de madera que su padre, José Luis, había dejado casi olvidada en su casa. En la fábrica automotriz donde trabajaba le habían ofrecido unas clases de tenis que abandonó al poco tiempo. Ese hombre nacido en Chaco, arquero de fútbol en el club Alvear, que atravesó la Guerra de Malvinas como enfermero en un destructor de Puerto Belgrano, le había dejado a su hijo, sin pensarlo, un juguete que nunca iba a soltar. “Mis viejos me contaron que, como era tan chiquito, andaba todo el día por la casa arrastrando la raqueta”, dice Sebastián antes de volver a la cancha. “Un día mi vieja me tiró unas pelotitas hasta que se fue a cocinar. Mi viejo me siguió tirando y yo le seguía pegando. Me acuerdo que cuando tenía cuatro años en el club no me dejaban jugar porque las canchas eran para los de seis en adelante. Así que le pegaba afuera. Desde ahí no paré más”.

Ahora corre de un lado a otro, se desliza sobre el polvo de ladrillo para devolver las pelotas que le lanza su entrenador, Sebastián Gutiérrez. Sigue una secuencia ordenada: un drive profundo desde la derecha, un revés recto y cruzado, a dos manos, desde la esquina izquierda, una volea a la carrera. Lo repite una y otra vez. Hay un instinto dormido que se activa en esa mecanicidad. El sonido hueco de los golpes se va haciendo cada vez más fuerte. Las estocadas se vuelven más veloces, precisas. Las pelotas viajan como pequeñas bolas de cañón que van dirigidas y caen a pocos centímetros de la línea de cal. Después Sebastián ayuda a levantarlas y repite la secuencia. “Bien Seba. Va un poco más rápido, más fuerte”, le dice su entrenador. Y así sucede: más rápido, más fuerte. Los chicos de las canchas aledañas se paran para mirarlo.

“Vení, Seba”, le pide su entrenador, cortando por un momento la secuencia. “Sacame despacio que te devuelvo una derecha cruzada terrible, y filmamos un video.” Montan la escena a la perfección. Al terminar, Sebastián aplaude a su entrenador y lo felicita. “Qué buena pegada”, le dice sin dejar de reírse. El video empieza a circular entre grupos de WhatsApp. Desde afuera, nada hace parecer que ese pibe es el mismo que en noviembre pasado fue invitado como sparring a la Copa Masters disputada en Londres, donde entrenó junto a Roger Federer, Novak Djokovic y Kevin Anderson. Sebastián, que con su metro setenta se impone en el mundo con un estilo de juego basado en la potencia, la resistencia física y el contrataque, en este momento solo parece un chico que encontró el juego perfecto.

“Cuando tenía catorce años tomé la decisión de cambiar lo que era diversión por un deporte, que se convirtió casi en un laburo. Es una corta edad para pensar en eso, pero no tenés mucho margen. No es como una carrera universitaria, aunque no sé bien cómo es eso, pero sé que podés dejar un par de años y volver. Acá no”, dice Sebastián, que acaba de cumplir 18 en diciembre, al terminar su entrenamiento de hoy. “También nos cagamos de risa un rato, si no se hace demasiado pesado. En casa juego a la Play, trato de tener alguna otra descarga a tierra. Ahora estoy viajando con un libro que me re atrapó, Legado, la biografía de los All Blacks. Le meto mucha energía a mejorar en cada entrenamiento, pero también te puede terminar comiendo la cabeza estar todo el tiempo tan metido en una misma cosa”.

En la cancha, ¿ganar un partido tiene más que ver con el instinto o con la planificación?

--Es importante la parte instintiva, que en el juego es decir “acá estoy yo, soy esto”. Pero después hay que resolver problemas inesperados que no podés solo con la intuición. Esos puntos finos los tenemos que trabajar en el entrenamiento. Lo más difícil es hacerte fuerte desde la cabeza. Si te enojás muy rápido, si te bajoneás, estás casi perdido. Ahora estoy trabajando con psicólogo y preparador físico. Aprendí a olvidarme rápido de los puntos que pierdo. Y ésa es una gran fortaleza. Dentro y fuera de la cancha.

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En marzo del año pasado, Sebastián alcanzó el número uno del mundo en el ranking junior, luego de llegar a la final de la Copa Paineiras en San Pablo, Brasil. Solo once tenistas argentinos estuvieron en ese puesto durante su carrera juvenil, como Gabriela Sabatini, Mariano Zabaleta y Guillermo Coria. Para llegar hasta ahí, Sebastián tuvo que ganarle en semifinales a su amigo Facundo Díaz Acosta. “En tenis hay que saber diferenciar. En la cancha no hay amistad: es tu rival y le tenés que ganar. Por el simple hecho de que sea tu amigo no te podés dejar ganar. Sea tu amigo o tu enemigo hay que jugar igual, no hay que regalarle nada”, dice en relación a cómo se para frente a cada partido y a la dificultad de encontrar amigos como Díaz Acosta. “El tenis es un deporte de poca solidaridad, de mucha competencia. Te enfrentás muchas veces a tus compañeros. Hay un poco de esa bronca que se genera al decir ‘te quiero ganar’. No es fácil encontrar un jugador que fuera de la cancha pueda estar con vos como si no hubiera pasado nada.”

Consultado por su momento clave, la pieza que torció el rumbo de su historia, Sebastián se mete en sus recuerdos y se detiene en un torneo en Parque Roca, cuando tenía 10 años, en el que el premio era practicar durante una semana en la academia dirigida por José Luis Clerc, ex número 4 del mundo, en Villa Soldati. Ganó ese título y los entrenamientos, pero lo que obtuvo además fue la atención de Clerc, que fue durante los años siguientes su entrenador, y de la Asociación Argentina de Tenis. “A mí me ayudaron mucho desde la AAT para pagarme los viajes y las estadías, sino no hubiese podido hacer nada de todo esto. Fueron como una especie de sponsor que tuve”, asegura. “Mi manera de responder fue estar en cada momento que me pidiesen. Ir a entrenar, ir concentrarme al CeNARD, buscar buenos resultados. En cualquier lugar que tenía que estar, yo estaba.”

¿Qué incidencia tienen las familias en el tenis juvenil? ¿Hay también una “exigencia” de resultados desde ese lugar?

--La familia es fundamental para tener la contención necesaria, pero a veces en el amor que tienen también puede hacer sentir un poco de presión. Yo lo canalizo con mi entrenador, que es mi persona de confianza a nivel profesional y personal. Tiene que hacer un poco de todo. Si bien su trabajo está en la cancha, en este momento es fundamental que sepa guiarme también fuera. Termina siendo como otro psicólogo, pero que juega bien al tenis, jaja.

¿Cómo pensás encarar tu vida como jugador de tenis profesional?

--Esa decisión la tomé a los catorce años, cuando empecé a tener mi profesor particular y ya había viajado solo a Estados Unidos, Europa, Sudamérica, ya había tenido roces internacionales. Lo que tuve a mi favor fue el esfuerzo y el compromiso. La mayoría de los jugadores que se mantienen en el circuito pueden permitirse viajar a cualquier lado: pierden en un torneo y se van a otro. Yo ahora puedo viajar gracias a la plata que gané jugando. Al ser profesional, la AAT ya no puede darme apoyo económico. Nunca me pude dar el lujo de ir a Europa una semana, volverme a casa, y después ir de nuevo. Esa puede que haya sido y sea una desventaja, pero también fue lo que me hizo más fuerte a la hora de tomar cada decisión en mi vida.