“Recuerdo cuando hice la prueba por primera vez. Tenía diecinueve años, me puse un cuenco en la cabeza y dije ‘corten alrededor’. Ese corte no estaba de moda cuando me lo hice, pero lo mantuve toda la vida. Ahora es como un helado de chocolate y vainilla. Odiaba tener el cabello completamente blanco. Así que ahora hago trampa. Es mi pelo cano, pero también le pongo algo de color. Mi nieto dice que soy punk.” La imagen, inconfundible, de Agnès Varda está íntimamente ligada a ese corte de pelo a lo Carlitos Balá. El detalle capilar, la anécdota estilística, puede interpretarse como un halo superficial, trivial incluso, alrededor de su figura. Pero lo mismo podría pensarse de sus vecinos de la calle Daguerre –los carniceros y los verduleros y los demás comerciantes–, de los murales y graffiti que filmó en Los Ángeles, de las trabajadoras portuarias subidas a un container para posar ante su cámara. Nada en Varda era trivial, ni siquiera su corte de pelo. Tampoco nada era estrictamente solemne: ante la gravedad de ciertas situaciones o hechos, sin que eso provocara algo ni remotamente parecido a la banalización, la artista (la fotógrafa y la cineasta, ante todo y antes que nada) encontraba la manera de volver a creer en la humanidad, aunque sólo fuera un poquito. Los espigadores y una papa con forma de corazón; la tasa de criminalidad y un trazo esperanzado dibujado por un creador anónimo; la cerrazón ante una forma particular de amar y la naturaleza intentando reafirmar que sí, que todo lo contrario, que la comprensión es posible. Feminista, le dijeron muchas veces. Nunca lo contradijo. Por el contrario, llegó a afirmar que llegó a este mundo con un gen feminista. Pero, ante la posibilidad del encasillamiento, también supo declarar que nunca vería una película solamente porque la dirigió una mujer. “A menos que esa película esté buscando nuevas imágenes”. También dijo, con ese imbatible sentido del humor, disponible incluso en los momentos tristes, que “el humor es un arma muy poderosa, una respuesta muy poderosa. Las mujeres tenemos que hacer bromas sobre nosotras mismas, reírnos de nosotras mismas, porque no tenemos nada que perder”. A los noventa años Varda se fue, aunque parecía (un lugar común, pero hay que repetirlo) que nunca se iba a ir. Porque seguía activa, a pesar de saberse enferma, y acababa de presentar una nueva película en el Festival de Berlín. Varda par Agnès, otro de esos engañosos autorretratos que, inexorablemente, siempre logran ir más allá del ombligo. “El espejo es la herramienta que uno utiliza para hacer un autorretrato. Uno se ve a sí mismo en el reflejo. Pero si lo giramos para el otro lado vemos el mundo.”

En el principio fue La Pointe-Courte, en 1954, cuando era apenas una veinteañera. Así se anticipaba a todos los muchachos, a los cahieristas y a los del otro lado del río, que vendrían años después con sus novedades. De ahí esos “la abuela de la nouvelle vague” y “la madrina del nuevo cine francés”, y demás simplificaciones parentales o filiales que continúan usándose como cartas comodín. “A los treinta años ya me llamaban abuela. Empecé a envejecer a una edad muy temprana”, bromeó al respecto. Mientras tanto, sacaba fotos. Muchas fotos. De éstos, de aquéllos y de ella misma. La cinécriture, el término que acuñó hace varias décadas, es también el reflejo de esa inquietud, de una particular forma de “escritura con el cine”. Ficción, documental, corto, largo. Da lo mismo. En Cléo de 5 a 7 se animó a fusionar el dolor y el placer con una sensibilidad única, partiendo de la inminencia de la muerte como inicio de una comprensión diferente, del mundo y de uno mismo, un recorrido por momentos colorido y musical. En la vida real, compartía los amores físicos, emocionales e intelectuales con otro cineasta, Jacques Demy, a quien le dedicaría en su totalidad no una sino dos películas, además de infinitos recuerdos en varios de sus documentales. Junto a Demy, que había conseguido un contrato en Hollywood, se mudó un tiempo a Los Ángeles, ciudad que siempre quiso pero a la cual nunca dejó de sentir extraña. “Yo nunca tuve una carrera como directora, simplemente hice películas. Es muy diferente.”

Para algunos, Sin techo ni ley es su obra magna. Para otros, La felicidad. Para un tercer grupo, Daguerrotypes, su “autorretrato” barrial. Incluso hay espectadores que ponen en la cima de la lista un film tardío, Les Glaneurs et la Glaneuse. La obra cinematográfica de Agnès Varda es amplia y rica, inmensamente generosa y atrevida, y, para muchos, resulta todavía una tierra desconocida. Dichosos de ellos. “Esto es todo lo que se necesita en la vida: una computadora, una cámara y un gato”, afirmó recientemente, cómoda con las nuevas tecnologías de rodaje. Y con su(s) gato(s), la imagen empresarial de la pequeña compañía productora, Ciné-Tamaris, fundada junto a Demy. “La nostalgia no tiene mucho sentido, porque es como traer los recuerdos al presente para que sean una parte especial de mi día o de mi semana. Y yo estoy dentro de mis recuerdos de la misma manera que estoy dentro de mi vida cotidiana.” 

Hace poco, vimos una imagen de Varda observándose a sí misma, más joven y en blanco y negro, delante de una pintura de una fila de hombres circunspectos y medievales, una obra fotográfica producida hace varias décadas. Varda se mira y se ríe y se hace pito catalán. El momento pertenece a Visages villages, su penúltima película, otro intento (con logros, muchos y diversos) de mirar(se) a partir de los otros, de disponer la autobiografía como singularidad, sin olvidar los lazos que la unen con esas otras singularidades que la rodean. El año pasado, cuando esa misma película compitió por un Oscar como Mejor Documental, Varda se transformó en la figura femenina de mayor edad en obtener una nominación desde que fueron creados los premios. Ante la posibilidad del homenaje en vida como forma anticipada del entierro, respondió: “Ok, pero lo único que les digo es que todavía no estoy muerta. Estoy viva. Sigo siendo curiosa. No debería ser tratada como un viejo pedazo de carne podrida”. Esa curiosidad seguirá viva en sus películas. Por siempre, hasta el fin de los tiempos cinematográficos. Varda Not Dead.