Ahora que doblan las campanas, no se sabe aún bien por quién pero que doblar doblan (y nunca hay que olvidar que pase lo que pase “las campanas doblan por ti”); ahora que soplan tiempos interesantes, los peores, según la maldición pero que al menos nos animan a intentar seguir entendiendo el mundo, quizás no resulte del todo inútil ponerse a reflexionar sobre uno de los aspectos más irrisorios, más irritantes y más hipócritas en definitiva, de estos años de apelaciones de los de arriba a los de abajo: la apología de los emprendedores, el elogio del emprendedorismo como una suerte de política pública internalizada, privatizada, delegada, vergonzante, llevada a las espaldas de cada uno de nosotros como la casita del caracol, y cuya expresión más exasperada de estos tiempos sean quizás las plataformas de delivery, de glovers y pedidos ya, que ilusoriamente hace de la tracción a sangre una meritocracia empresarial.

Colectora ideológica de la globalización que hizo mella muy fuerte en países de la región como Chile y Perú, aquí el emprendedorismo estaba como adormecido frente al modelo de una búsqueda de la igualdad no sólo entendida como carrera de superación personal. 

Si sucede, conviene, se escuchaba repetir a más de un famoso por televisión, con el ¿candidato? Tinelli a la cabeza, repitiendo el mantra de Ravi Shankar, algo así como la versión espiritualista de Durán Barba. Pero en el fondo de la consigna, algo mínimamente sintonizaba con el clima de época. Había que dejarse llevar por las circunstancias, no confrontarlas, no oponerse a ellas, no anticiparse emprendiendo tareas. No era una invitación a la vida contemplativa, pero bastante se le asemejaba. Es cierto que derramaba una filosofía de vida para quienes ya estaban hechos, como suele ocurrir con los miembros del espectáculo, y que por lo tanto no tienen que pensar mucho en la lucha por la vida. Pero, se sabe, esas toxinas derraman sobre toda la audiencia, no sólo sobre aquellos a quienes están supuestamente destinadas. 

En otro orden, el peronismo de izquierda y parte del progresismo fueron armando otra novela de iniciación (con el indiscutido logro que la sustentaba en la práctica con políticas públicas concretas, con cosas materiales, palpables, compus, asignación, universidades públicas, ciencia y tecnología) donde el “niño proletario” del viejo pietismo social parodiado por Osvaldo Lamborghini (peronista) iba deviniendo en niño educando, joven trabajador, primera generación de universitario en su genealogía familiar, parejita del procrear para procrear o no, parejas de todos los sexos combinables, que también podían tener nuevos derechos, identidad de género, cerebros antes fugados y ahora recuperados. 

A su manera, ese trazado de la pedagogía popular con apoyo del Estado era una incitación al emprendedorismo juvenilista con bastante de apología de “las futuras generaciones”, los inocentes de toda contaminación con la Historia –iniciativa, empuje, energía, creatividad, todo a nuevo– con la diferencia central, nuclear, de que los guías pedagógicos, los maestros y directores de la navegación por la vida, le recordaban al educando que nunca nunca nunca, olvide que sin el Estado nada de eso sería posible para quienes no gozan de los derechos desde la cuna. Habrá que esperar un poco más de tiempo para saber si estos emprendedores que fueron quedando a mitad de camino entre la invocación pública y los cantos de sirena privados, sacaron sus propias conclusiones acerca de todo lo vivido. De forma abrupta, y a pesar de que el nuevo gobierno mantuvo algunas de esas medidas y el presidente en particular rescató como el punto más alto del gobierno anterior el emprendedorismo (en sus términos) científico tecnológico, la reciente debacle de su propia política en relación al Conicet volvió a dejar al rey desnudo.

Así, todo debate serio se va al cuerno y vuelven a la memoria la chatura y la hipocresía de personajes que consideraban que ser emprendedor era subirse a la espuma de la cerveza artesanal y no ponerse a estudiar en serio una carrera mientras pagabas un crédito hipotecario palo y palo con la controlada inflación.

Ahora, todo pende de un hilo y, sobre todo, de la bicicleta financiera, de la especulación tasa/dólar que –en el imaginario popular– es un yuppie que aprieta dos botones o desliza sus dedos por una pantalla para pasar de peso a dólar o de dólar a peso y sentarse siete días a ver la danza macabra (no por ello menos hipnótica) de las lebacles, las leliquadas y las malas letes. O sea, lo contrario de lo que en el afiebrado imaginario popular se considera  trabajo, emprendimiento, esfuerzo.

Es curioso que en este tramo final del cruce del Aqueronte (que no sabemos por el momento si es el mismo río que anda cruzando Patricia Bullrich) el presidente no nos llame ni siquiera a trabajar, a emprender, a poner el hombro. Sólo nos llama a aguantar. Ahora, el aguante. Resistiendo con aguante. Una actitud pasiva, o apenas dinámica si se quiere, como para no gastar demasiada energía, como para no quemar las calorías que nos quedan en el cuerpo, mientras amagan con un módico apoyo público/estatal que ni termina de derramar ni termina de agotarse. Porque hay que aguantar, no hay que tomar iniciativas, no hay que emprender nada, ni siquiera un negocito con la indemnización. Nada de nada. 

¿Estos eran los emprendedores?

Que nadie se mueva entonces hasta que se defina la situación de para dónde, para quiénes, para qué, vamos a emprender una nueva aventura.