Escribí sobre el consentimiento sexual en la contratapa del 3 de marzo. La lectura tardía del libro Putas y guerrilleras de Miriam Lewin y Olga Wornat publicado en 2014 me provocó a retomar la reflexión sobre esa figura en un espacio donde no sería posible: el chupadero. El libro registra las violaciones perpetradas en los campos clandestinos de detención, pone en escena los avatares para ser considerados delitos de lesa humanidad y los debates actuales sobre los límites y avances de la justicia. Es obvio que fue tramado a la luz de la condición de sobreviviente de Miriam y de militante de Olga pero también atravesado por saberes diversos entre los cuales, los de la futura marea feminista no son menores. Porque, de entre los libros sobre la dictadura, sorprende en la bibliografía y en las citas, junto a los nombres de Hannah Arendt y Pilar Calveiro, los de un feminismo específico, no por eso separado de otras formas de voluntad radical como el anticapitalismo y la frontera de una revolución latinoamericana como los de Rita Segato y, en cierta medida, el de alguien más circunscripto al tema como el de Inés Hercovich. Al pensar estos delitos ¿nuestro archivos actuales sobre abuso, violación y femicidio vendrían no tanto del gringo me too, como más o menos deliberadamente o por una suerte de ósmosis política, de los construidos como este libro, sobre las prácticas del Terrorismo de Estado? 

Para Rita Segato la violación no sería ni una patología ni un pasaje al acto de la dominación masculina sino, más allá de los períodos históricos y las sociedades que no la consideraron un delito sino parte de rituales colectivos reglados y ordenados en determinadas circunstancias, un elemento fundamental para la reproducción de la economía simbólica patriarcal. En la  ESMA , el responsable del campo, el Tigre Acosta, prescribía la violación a los oficiales y beneficiaba a los suboficiales con excepciones no escritas. El mandato de violación al que alude Segato podía despertar en cierto miembros de la patota el desafío de sustraer a la corporación violenta, el cuerpo de una prisionera para recogerla bajo su tutela sin que eso le garantizara a ésta la sobrevivencia y sin que, a través de una clandestinidad dentro de otra, el transgresor escapara a los imperativos del jefe con que se medía, sin abandonar por eso una economía en común. 

Subsumir es un verbo antifeminista; en su sonido. tan sibilino como “susurrar” se oculta la desigualdad de las mujeres cuando se las subsume en “la humanidad”, en el advenimiento del socialismo, en la masa de pobres. En las mayoría de los procesos por crímenes de lesa humanidad, enseñan las autoras, a excepción de la condena perpetua del suboficial Rafael Molina, durante la causa por el campo La Cueva, la violaciones son subsumidas en la figura penal del tormento. “Se trata de un error –escriben y el ejemplo es seguramente con deliberación, cotidiano y del ajuar masculino– porque la única forma de descartar una conducta delictiva a favor de otra sería la existencia de lo que se denomina concurso aparente. Se da cuando una conducta capta todo el contenido del ilícito de otra. Yendo a un extremo, cuando una bala mata además rompe la camisa. Hay daño y hay homicidio. Pero el homicidio absorbe el delito de daño, puesto que es mucho más grave. En el caso de la violación y tormentos, la violación no es menos grave que la tortura. “En el espacio judicial los delitos contra la integridad sexual son de instancia privada, es decir se requiere la acción de la víctima a excepción de que ésta no haya sobrevivido.” El fiscal Parenti quien ha desestimado como consentimiento cualquier conducta de índole sexual de las mujeres sometidas en un campo de concentración, categorizándolas como violación, ha argumentado:  “Pensamos que hay que mantener el requisito de la instancia privada, pensar en los efectos prácticos para proteger a la víctima porque somos conscientes de que hoy la administración de justicia puede ser lesiva, no está preparada. Este es un dato de la realidad. No tienen todas las herramientas ni conceptuales ni técnicas interdisciplinarias. (…) Fue prudente entonces mantener el requisito de instancia privada, por argumentos jurídicos y por prudencia  y entonces hacer un esfuerzo para que el sistema cambie y las personas puedan denunciar en condiciones adecuadas”.

Sin duda esta contradicción -qué precaria esta palabra- entre la demanda de que la violación sea considerada en su autonomía no incluíble dentro de otra categoría y sí como delito de lesa humanidad y la protección a las potenciales denunciantes en riesgo de su posible revictimización, es el debate presente entre compañeres.

Pero, si como escriben las autoras, el silencio de algunas sobrevivientes sobre las violaciones a las que fueron sometidas no deja de constituir una nueva victimización, si entre las razones del silencio están la memoria de los compañeros muertos o desaparecidos, los presentes y los familiares, el comprensible pudor, no habría que pensar entre todes a la violación decididamente fuera de una dimensión moral para situarla en la política, en los términos de Segato, un ritual colectivo reglado y ordenado, performático y de cohesión en el que el sexo es sólo una mediación -en los relatos de Putas y guerrilleras abundan abrumadoramente las violaciones colectivas y sucesivas, renovadamente iniciáticas- y para derrotar a distancia al grupo a combatir por otro medio que las armas? Y de ser así ¿como mantener la especificidad de delitos a la integridad sexual?  

Pero también ¿Cómo no detener la imaginación ante las puertas de la ley para elaborar relatos –ojo con la judicialización de la vida advierte Segato– donde el poder enemigo no esté, o ha sido derrotado en lo que, más allá de sus fisuras y de las estrategas de resistencia, él hacía efectivo pero también anunciaba una y otra vez como sobre la vida y la muerte sin límite en el tiempo y en el espacio? 

En Putas y guerrilleras hay un párrafo del testimonio que Graciela Fainstein, sobreviviente del centro Garage Azopardo, dio ante un periódico. “Cuando me llevaban al baño, una vez abiertas las esposas, empezaba una interminable recorrido por los pasillos –la venda siempre puesta– y un montón de manos me tocaban, me manoseaban, me bajaban las bragas, me metían sus dedos y sus penes entre las piernas, en mi vagina y se frotaban contra mí, me echaban el aliento a la cara, me lamían y... ¡me hablaban! Cuerpos sin caras, manos sin cuerpos, penes sin identidad, sin ojos, sin rostros. Lo que esos cuerpos me transmitían en ese momento ya no era lo mismo que en la tortura, era algo distinto, algo como desesperación, como angustia,  como soledad, como anhelo, como pedido de socorro. Me hablaban mientras me tocaban, mientras derramaban su semen en mí, susurraban con voces que parecían venir de un mundo de angustia, de soledad y de locura, una desesperación que buscaba sosiego en ese contacto fugaz, torpe, absurdo, grotesco (...) Era horrible sentirse ciega y a merced de esas manos y de esos cuerpos, pero no había en esos momentos ni golpes, ni era el dolor de la tortura, era más bien el agobio, asco lo que sentía, algo que me pesaba y al mismo tiempo me sorprendía: ¡aquellos hombres estaban desesperados  y también sumergidos en el infierno! ¡Parecía que buscaban alivio con sus torpes gestos sexuales! Sentí su propia angustia derramarse en mí, junto con su semen.”

Miriam Lewin y Olga Wornat interpretan este texto bajo la figura africana del Ubuntu por la que víctimas y victimarios se sentirían formando parte de lo mismo, un infierno común y un deseo de salir a la luz. Graciela la habría experimentado en ese instante. Pero para quien fue co autora de un libro titulado Ese infierno como Lewin, la distancia puesta por el pronombre parece descreer de todo infierno común como de la existencia de dos demonios. A mi me interesa ver en este testimonio la práctica efectiva del mandato de violación del que habla Segato, donde todo violador está siempre en merma respecto de su fantasma patriarcal, desposeído de sus poderes aún ante una mujer indefensa. Que Graciela Fainstein haya podido leer esto hasta el asco –precisamente el acto por el que el cuerpo expulsa al otro en un rechazo inevitable y desde el fondo de lo más profundo del cuerpo, las vísceras– que elija para los esbirros de los dueños de la vida y de la muerte, sustantivos como “soledad”, “angustia”, “anhelo”, “desesperación”, que sean ellos y no ella los sumidos en el anonimato, perdidas sus identidades en contactos juzgados como fugaces, torpes, absurdos, grotescos forman parte de las artes de la oscuridad, donde la palabra resistencia resulta precaria volviéndose invención, allí donde el Otro no solo no puede sino que no está; ya pertenecen a otra economía a la que la víctima ha logrado sustraerse. Es en este acto de memoria que Graciela Fainstein no incluyó en su libro  Detrás de los ojos donde el no consentimiento alcanza, en el extremo del arrasamiento personal, la soberanía.