El proceso de descomposición de Luque –el protagonista de Furia de invierno (Edhasa), novela negra de Perla Suez– parece engastado en la arquitectura de un sueño que nunca ocurrió. El personaje –un perdido y desesperado que podría ser un bisnieto de las criaturas engendradas un siglo atrás por Roberto Arlt– huye desde el comienzo, cuando entra corriendo a la estación de tren en Buenos Aires, en julio de 1979, para comprar un pasaje en segunda clase para Asunción. Entonces tenía treinta años, se había quedado sin trabajo hacía casi un año, su mujer lo había dejado y no le daba miedo empezar de nuevo en otro país. “Los argentinos que vienen a Paraguay siempre están escapando de algo”, le dice un inquilino de la pensión en Asunción al recién llegado. La sensación de amenaza del pasado lo asedia, no lo deja en paz; encontrarse con un compañero del Carlos Pellegrini, que siempre iba a su casa y que no puede olvidar el día que encontraron al padre de Luque “vestido de mujer”, detona la imperiosa necesidad de reincidir en la huida. El nuevo destino es Ciudad del Este, un lugar tentador, con mucho trabajo y movimiento, un territorio de pragmatismos y elasticidades que bordean lo ilegal, adonde llega en octubre de 1983. Ahí conocerá a Isabel –“cada vez que él quería servirse de la joven, le daba al padre una botella de licor importado o un paquete de cigarrillos y se la llevaba”–; en ese lugar tendrá que matar para sobrevivir y se ganará la vida contrabandeando mercaderías. Después de diez años regresará a Buenos Aires con una camioneta cargada con explosivos, en julio de 1994.

“Una de las obsesiones que tengo en la escritura tiene que ver con los individuos que son un poco zombies, un poco invisibilizados por este mundo salvaje y consumista, que andan por la vida buscando un lugar que no van a encontrar nunca porque no hay ninguna posibilidad, por lo menos como está planteado el mundo, y lo vemos con las masas de inmigrantes a nivel planeta, no lo digo a nivel país”, advierte Suez a PáginaI12. “En el caso de la novela, yo sabía que Luque era un tipo invisibilizado, un poco border, pero que no era un loco. Y venía de un hogar de clase media, con un padre que trabajó toda su vida, y un contexto familiar que se iba oscureciendo terriblemente con la muerte de la madre”. La escritora cordobesa, Premio Nacional de Novela con Humo rojo (2012) y autora de la Trilogía de Entre Ríos, revela que cuando empieza a escribir necesita siempre dibujar una trama por su forma de ser, por el ritmo que tiene como narradora y porque tiende a la síntesis, a una concisión que brilla por el vuelo poético que adquieren cada una de las palabras. Como si fuera consciente de que si lo que escribe no es más bello que el silencio, entonces no conviene decirlo, para qué agregar palabrerío inútil a las páginas de una novela. ¿Para qué engordar una historia que es mejor cuando va al hueso y no junta materia grasa en el camino? Furia de invierno tiene 93 páginas; menos es más para Suez.

–No vas a encontrar nunca una novela mía de 300 o 400 páginas –dice, y sonríe con una calma mezclada con un mohín de picardía que no parecen de este mundo.

La imposibilidad de la extensión en la novela queda resonando como un eco del pasado que deviene presente. “Quizá sea por la influencia del cine que no puedo escribir más páginas. Yo me formé con la Escuela de Cine de Santa Fe, que me dejó una marca muy fuerte en la construcción del conflicto, del desarrollo y del desenlace; todo eso que en el cine es muy importante y también en la escritura. Me interesan las escritoras  del sur norteamericano, Eudora Welty, Flannery O’Connor, Carson McCullers. Cuando el mundo se oscurece, esa oscuridad también aparece en la literatura. La escritura es un lugar de protección, de trabajo, de sedimentación, un lugar donde puedo ser alguien. El trabajo es un espacio de felicidad y de desafíos”, explica Suez, que tiene una vasta producción que incluye literatura infantil y juvenil con títulos como Memorias de Vladimir y Dimitri en la tormenta. En Furia de invierno sabía que tenía que observar el curso de la vida de Luque. “La vecina es el único personaje que intenté salvar, en el sentido de que ella es alguien que cuida. Estaba muy tentada de contar un poco lo que nos pasa a las mujeres y cómo nos están matando, pero me pareció que era muy peligroso porque me acordaba de la época del corralito la cantidad de historias que surgieron a partir de los cartoneros en un tono más bien costumbrista. Me parece que el movimiento feminista está luchando   y produciendo transformaciones muy interesantes”. 

–Luque no puede salvarse, ¿no?

–No, no se salva. Cuando ubiqué a Luque durante la dictadura, supe que después transitaría por la democracia y la época del menemismo, donde empezó la locura del consumismo, con Luque viviendo entonces en un lugar de frontera, que no es casual. Yo viví en la Mesopotamia de niña, mi padre era médico de ferrocarril, y conozco un poco los ámbitos de frontera. Los lugares de fronteras son lugares de riesgo como la escritura, son lugares indecisos donde ves de todo, ¿no? Cuando logro situar a Luque en Paraguay, en Asunción, quería jugar con esa ambivalencia que él tiene entre quedarse en un lugar y esa necesidad de irse. Yo misma me preguntaba: ¿De qué escapa? ¿Mató a alguien? ¿Lo persiguen políticamente? Luque es el típico individuo que ves en la calle, sin trabajo, que busca ser alguien. Pero no puede, porque entre la infancia que tuvo y la mujer que lo abandona vive en un contexto tremendo del cual no puede zafar. Yo creo que una vez que él se sube a la camioneta para volver a Buenos Aires ya está sellado su destino. Y no hay vuelta atrás. A veces el final me lo da lo que escucho en la calle. Un día estaba apurada esperando un taxi y pasó una moto y un tipo le preguntó: “¿Y las llaves?”. El le dijo: “Te las dejo en el bar”. ¡Zas! Eso es lo que tiene que pasar: Luque tiene que llevar una llave. A veces lo que escucho en la calle me ayuda a resolver algo de la narración; es como un macguffin, diría (Alfred) Hitchcock, para llevar también al lector a creer que después de eso Luque va a ser libre: una vez que entrega la llave se libera de Rita y de todos. Pero del pasado no se puede escapar, aunque se cambie de lugar. Por eso la cita de Roberto Arlt como epígrafe de la novela, para no olvidarnos que con Arlt se empieza a contar otra historia, otra ficción también.

–Cuando Luque es obligado por Rita a matar, ¿ahí descubriste que era un personaje sin posibilidad de redención?

–No. Yo sentí ahí que era él o el otro, tenía que matar para sobrevivir. Si Luque no disparaba, lo mataba Rita o alguien de los compinches de Rita. En el caso de Luque, hay una paranoia que no termina de ser, por lo menos esa fue la intención desde la escritura... ¡Cuántos seres invisibilizados hay en las calles en este mundo salvaje, en una sociedad hipócrita que no da oportunidades y no te ofrece nada! Hace unos años estuve en Ciudad del Este y en Encarnación y me impactó ver a los paseros como hormigas, cargando al hombro televisores o cosas pesadísimas. Lo que más duele es la certeza de que esas vidas siempre terminan mal.

–Más allá de su historia, Luque podría ser un resentido y sin embargo no lo es.

–Tal cual... y fijate que en la novela hay una pequeña escena en la que se encuentra con ese compañero que le dice “vos estabas en el Carlos Pellegrini” y él huye un poco de ese encuentro. Luque tuvo posibilidades de estudiar; no es un lumpen. Yo creo que Luque representa a muchas personas de la clase media que se fueron empobreciendo y fueron expulsadas de una clase que fue tan fuerte en este país.

–En tus novelas se percibe cada vez más una poética que se apoya en el sustantivo y el verbo y que rehúye de los adjetivos. ¿Esta reticencia explícita a la adjetivación es una de tus obsesiones?

–Sí, aunque en esta novela me sentí más suelta. En otras novelas controlé mucho más el tema de los adjetivos, como en Humo rojo. Yo sabía que había algo elíptico en la novela y trataba de generar un clima de somnolencia con lo onírico, mezclado también con una realidad concreta y absurda. El adjetivo en mí no funciona; sobra. Le huyo a los adjetivos y a los adverbios, me hacen ruido porque me parece, como decía Borges, un lenguaje ripioso y no van conmigo. Con los libros para chicos me pasa igual. Quizá sea porque me importa mucho que el texto sea visualizable, que sea imagen, que el otro lo pueda ver. Me gusta generar inquietud e incertidumbre en los lectores con pocas palabras.

–¿Qué sería de la vida de Luque hoy en la Argentina gobernada por Mauricio Macri?

–Luque sería un zombie más, alguien sin trabajo y sin posibilidad de ser alguien. No hay forma de subsistir en una sociedad que no te ofrece lo mínimo, donde sos un perdedor... No logramos querernos como país, con las diferencias y las disidencias que una sociedad tiene. No hay una idea mínima de construcción, más bien lo que prevalece hoy es la destrucción. Mirá lo que está pasando con los libros, ¡no sé cómo están haciendo las editoriales para seguir publicando! Pero la historia no es para siempre. El movimiento feminista está logrando pequeñas transformaciones; es un momento maravilloso y me gusta ver a las chicas más jovencitas cómo la están peleando. Los movimientos de transformación social son los que traen aires nuevos y oxigenan la cultura y la política. Las mujeres tenemos que resistir y seguir peleando.