La primera vez que lo vi me llamó la atención su forma de vestir. Me acuerdo de que empezaba a hacer calor, sería en la mitad de la primavera y él tenía puesto un impermeable color crema. Le quedaba grande. Enorme. Pensé: cómo ese hombre no se muere de calor. Y empecé a seguirlo con la mirada. Rápidamente entendí: el piloto servía para esconder los libros. Al instante me planteé qué hacer: lo encaro; llamo al dueño para que intervenga; me paro al lado y le doy a entender que me di cuenta. Pero no, esperé, y volví a mirarlo. Su cara flaca, azul de tan blanca. Sus enormes anteojos cuadrados, torcidos, necesarios. Su pelada descuidada, tanto como si jamás la hubiera reflejado un espejo. Todo en él inspiraba mi ternura. Dije no, que se joda el dueño, qué mal puede hacerle un libro menos a un tipo que tiene una cadena de librerías, que trata a los libros como si fueran baratijas chinas de todo por dos pesos. Nada. Pero este pelado quiere a los libros, pensé, ama leer y se merece leer gratis. Y miré para otro lado. Al minuto siguiente escuché su voz que me decía: señorita me cobra por favor, y lo vi extendiendo hacia mí un libro de Bolaño. Le sonreí, miré el libro y le dije: buena elección -a pesar de que yo nunca había leído a Bolaño. Me contestó con seriedad: lo sé.
A partir de ese día apareció todos los viernes, durante cuatro semanas. Y siempre, después de su recorrida con el impermeable, terminaba comprando un libro de Bolaño. Primero miraba estante por estante, sobre todo los superiores, esos de los libros que nadie pide. Iba pasando su dedo índice por el borde de la madera, como si el dedo pudiera leer, y después de un rato sacaba un pañuelo blanco de su bolsillo izquierdo y se limpiaba el dedo lector con esmero. Yo sabía que sí, que toda su mano estaría negra de polvo. A mi me tocaba limpiar los estantes y nunca lo hacía.
Cada viernes yo esperaba su llegada, y lo miraba haciéndome la distraída, escondiéndome detrás de un libro o de la pantalla de la computadora. Y mientras lo miraba inventaba historias acerca de él. Trataba de imaginar con quién vivía, o de qué vivía. Si alguna vez se habría enamorado. Jamás lo imaginé sonriendo.
Con el tiempo mi sonrisa empezó a ser cómplice y su seriedad también.
Me acuerdo que fue casi a la hora de cerrar de ese viernes de la cuarta semana cuando un mensajero me entregó un sobre. Lo abrí y encontré dinero y una lista, de libros. En realidad tendría que decir de autores: Rolland, Yeats, Aleixandre, Gracián, y seguía. Cuando conté los billetes me di cuenta de que sobrepasaban los supuestos valores de los libros que se detallaban. Eran todos clásicos y valiosos - pero no en dinero- muy poco buscados, muy poco vendidos.
Supe de inmediato que el cheque era de mi hombre del impermeable. Me alegré y empecé a quererlo un poco más, y sin embargo, en el fondo, me dio tristeza. Me entristeció saber que su amor por la lectura no había derrotado la obligación de cumplir con las leyes del mercado.
Lo seguí esperando todas las semanas de los siguientes meses. Los necesarios para que comprara todos los títulos de Bolaño. Después de eso sólo me quedó extrañarlo.
Por él supe que Bolaño estaba muerto, supe que yo ya no podría dejar de leerlo y releerlo jamás. Y supe también que a Bolaño le encantaba robar libros.
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