Lucas y Gilda llegan a un lugar prohibido. Prohibido por la faja policial que anuncia su clausura pero también por los extraños recuerdos que habitan en sus rincones, que se despiertan con la llegada de estos imprevistos visitantes. Ese lugar es una pequeña casa en la costa argentina, cerca de las playas desiertas que ya han despedido a todos los turistas. Ha pasado el verano y lo que queda es el viento y su silenciosa furia, el mismo que acompaña a los hermanos en su camino de extraño duelo. El viaje de los adolescentes Lucas y Gilda está signado por energías y vibraciones, por los restos de una madre que aguarda su despedida, por una infancia interrumpida por la tragedia. La segunda película de Mateo Bendesky (cuya ópera prima, Acá adentro, se presentó en el Bafici de 2013), estrenada este año en la Berlinale, es el relato de esa travesía, la que comienza al borde del mar, de pie frente a los fantasmas, y se enreda como un espiral en ese tiempo de espera, de descubrimiento, de secreto recorrido por aquello que no siempre vemos y pero sí aguarda nuestra llegada. 

Los miembros de la familia excede todas las categorías que quieren contenerla. Tiene el espíritu del coming of age, pero extrañado por un clima invernal y la constante amenaza del estancamiento. Es menos vital que aguda, capaz de sortear esos momentos de preparada alegría que tienen las películas de iniciación, para apostar al desconcierto de los desvíos, a la perplejidad de las interrupciones. También se la puede pensar como la consabida historia de un duelo –de esas que ya hay muchas–, una despedida cuyos sucesivos inconvenientes abren obstinadas reflexiones: la estancia en una casa que alberga los minutos finales de la vida de una madre es también la que propicia el hallazgo de unas fotos perdidas, la fantasía de una carta que aclare decisiones, los indicios de esos días opacos que ya se borran de la memoria. La virtud de la mirada de Bendesky consiste en no forzar el equilibrio del tono, en no querer despistarnos adrede. Su recorrido está adherido a los descubrimientos de sus personajes, y su película parece ceder a sus estados de ánimo: a la creencia de Gilda en las malas energías, a la obsesión de Lucas con el cuidado del cuerpo, a los momentos que comparten, las peleas y las confesiones, los juegos y las cavilaciones. 

Desde la llegada a la casa donde murió su madre, Lucas y Gilda se sienten intrusos. Se pelean por evitar la habitación que aún tiene las sábanas tibias, cierran el baño y prefieren peregrinar por yuyos y estaciones de servicio, se tiran las cartas como estrategia trunca para descifrar algo de lo que el futuro les depara, aspiran a armonizar el espacio, conjurar sus maldiciones, salir de esa especie de embrujo que persigue a su familia. En esos momentos, Bendensky modela un humor sutil, lindante con el absurdo, que le permite desmenuzar el trasfondo doloroso de las situaciones sin nunca recurrir a las lágrimas: el arrojo al mar de la mano prostática como único resto materno disponible, la lectura intuitiva y disparatada del manual del Tarot, el delirante enfrentamiento con el dueño de la casa que oscila entre el apriete y las condolencias. Como las prendas de un juego macabro, los hermanos cumplen todas las pruebas de esa extraña estadía, prolongada por un paro de transporte, por la falta de dinero para un viaje en remís, por esa extraña mala suerte que parece signar sus vidas. 

Uno de los desvíos que asume la narrativa que propone Bendensky cobra cuerpo en el limbo de los sueños. Lucas termina durmiendo en la cama de su madre, corre las sábanas y se refugia sobre el colchón, se recuesta sobre esa superficie que lo comunica con un pasado cercano, cuyas voces solo él puede escuchar. En el tiempo de los sueños, la madre habla desde los lugares más recónditos: un pozo en el centro de la playa, la tubería del baño, un espacio imperceptible desde donde llegan sonidos apenas audibles. Lucas persigue cada uno de sus llamados como el intento de alcanzar una respuesta, una palabra final que explique algo, que le ofrezca un código posible. En ese rumbo, descubre sus propias lagunas, aquellas donde emergen de a ratos los miedos y los deseos. El encuentro con Guido en la plaza, la pasión por el jiu jitsu brasilero, las drogas en la fiesta, la fantasía de la realidad como la puesta en escena de una permanente simulación. Bendesky concentra en Lucas ese camino que se abre dentro de lo negado, nacido de lo indecible de la muerte, de lo definitivo de la pérdida. 

Por, a fin de cuentas, ¿qué fue lo que pasó con la madre? ¿Qué queda de ella además de su mano que regresa insistente del mar, del cepillo de dientes que aguarda en el lavatorio, de unos folletos de pastores y salvaciones que se esconden en el fondo de un cajón? Ese es el hueco que la película desplaza una y otra vez, que refiere de manera oblicua como un persistente misterio. El juego con el fuera de campo que Bendesky teje en escenas claves, como el partido de paleta en la playa o los recurrentes viajes en auto por las calles desiertas, le permite sugerirnos un pulso que late fuera de nuestra mirada. Un mensaje que nunca escuchamos, una carta que nunca llega, una casa que se vuelve muda ante la exigencia de revelaciones, cuyas zonas prohibidas se agitan misteriosas ante nuestros ojos, incapaces de revelarlo todo a primera vista. 

Bendesky consigue lo mejor de sus actores, con una modestia inusual que puede hacer que ese detalle pase desapercibido. El Lucas de Tomás Wicz condensa en su extraña perplejidad ese persistente anhelo de encontrar el sentido de todo lo ocurrido. Con su hermana ensaya los rituales de peleas fraternales sin demasiada convicción: el tiempo que han pasado separados ha erigido un muro de extrañeza en su contacto, una especie de necesario redescubrimiento que el tiempo en la playa parece inaugurar. El uso de su cuerpo y el hallazgo de su sexualidad también se dirimen en esas mudas escenas de charlas banales, de miradas esquivas, de saltos al vacío. Y Gilda tiene el rostro de la extraordinaria Laila Maltz, quien ha demostrado su potencial en Kékszakállú y Familia sumergida, y aquí confirma el dominio del humor, el poder de su mirada, el control de sus escenas. Desde la piel de sus actores, Los miembros de la familia evita las palabras y abraza los gestos, enlaza a sus personajes en el encuentro de sus reacciones, en el hallazgo de aquello que persiguen a tientas pero con firme convicción.