• I. Ideología. El pasaje de los 70 a los 80 que marcó el quiebre de la unidad de las izquierdas con el deseo político de los sectores populares no ha dejado de producir consecuencias en la vida y en el pensamiento. Por eso, todo intento actual de producir una intervención crítica exige que, además de comprender los mecanismos materiales y simbólicos de la reproducción de las desigualdades, asumamos que ningún análisis de esos procesos se da por fuera de esas condiciones. 

Y si el maltratado concepto de ideología adquiere relevancia para una lectura política de nuestro tiempo es por su propia ambivalencia. La acusación de “ideológico” puede ser un recurso de la ideología dominante (que nunca se confiesa como tal) para desacreditar todo lo que se le resiste, pero por eso mismo es el lugar para leer los síntomas de su omnipotencia. La insistencia de las derechas en combatir el carácter “ideológico” de los movimientos sociales o políticos y, en especial, ese que insisten en llamar “de género”, tiene un carácter reactivo y debe leerse entonces como un índice de la potencia de esos procesos. De modo que el dilema no es cómo salir de la ideología, sino cómo leer (sintomáticamente) las formas específicas que cada ideología asume en una coyuntura determinada y qué efectos contradictorios produce. 

Esa especificidad coyuntural es la que revela a toda ideología dominante como un pensamiento que tiende a engullir e infiltrar todo lo que se le opone para presentarse como único, al precio de no serlo. Es “dominante” y no pleno, porque algo de su propia trama le es indigerible. A ese fracaso parcial de toda ideología dominante, la teoría de la ideología lo indica con dos conceptos: sobredeterminación y lucha de clases. Lucha de clases es el nombre de un combate que se libra (también) en el discurso, pero no es un combate entre discursos ni solamente discursivo. Se da como lucha sobredeterminada que condensa en una coyuntura singular una trama de tiempos históricos diversos: de la explotación salarial y esclavista, la dominación colonial e imperialista y la opresión sexual y héteropatriarcal.  

  • II. Las que hacen falta. En una nota reciente, Roque Farrán, Diego Conno y Diego Singer convocan a una transformación ética como parte de la tarea política que exige nuestro presente ideológico, marcado por la posverdad: “El desafío no es desenmarañar las posibles verdades presentes en un mar de engaños. Lo que falta es, ante todo, una disposición frente al discurso que nos permita jerarquizar, valorar, comprometer, transformar, revisar lo que somos. Faltan maestros, faltan amigos”. Falta “una dislocación producida por un otro significativo puede hacer que prevalezca un silencio por sobre los ruidos y una palabra justa que finalmente nos toque” (www.pagina12.com.ar/172990-ideologia-y-etica).

¿Pero quién puede ser en esta coyuntura ese “otro significativo” que requiere la tarea ética de la hora? ¿Qué seres encarnan hoy esa potencia que vibra entre el clamor por el reconocimiento público de sus voces y sus modos de goce y la furia de un hartazgo milenario tramado de injusticias y subestimación? ¿Qué lugar tenemos entre los maestros y los amigos, las mujeres?

La relación ética entre sujeto y verdad puede asumir muchos modos ¿qué modos de la transformación ética exige la tarea política capaz de enfrentar la ferocidad de las fuerzas tanáticas y supersticiosas del presente neoliberal?  

El desafío de componer una unidad ética a través de las diferencias más insoportables y contra todo purismo, es la tarea de la hora. Porque nadie se transforma solo, la ética no precede al deseo de hacer con otrxs. No hay ética sin erótica. 

Erótica es la encrucijada que instaló el feminismo con su exposición pública de otros modos de goce y erótica es la batalla contra la llamada posverdad. Porque una idea verdadera es una acción expansiva y contradictoria de transformación colectiva. No se trata de difundir la opinión propia para consolidar una identidad, el verdadero desafío político es desear una unidad de afectos en la más insoportable heterogeneidad.

Esa es la tarea tanto para el movimiento feminista como para el movimiento popular, en sus batallas comunes, contra los segregacionismos y el odio que acompañan las más feroces formas de saqueo.

Y así como la palabra ideología ejerce un juego ambiguo, no habría que descuidar que la figura del amigo puede ser la aporía de las formas tradicionales de la política (de la simetría, la reciprocidad y el cálculo), o bien reforzar la lógica propia de su carácter androcéntrico.

Es imprescindible feminizar la ética junto con la política, para asumir la forma de una amistad erótica verdadera y poderosa entre lxs distintxs, capaz de dejar caer junto con los privilegios del sabio y del héroe, todos los sustitutos androcéntricos de la otredad. No se trata del movimiento feminista como “ejemplo” de construcción o eficacia discursiva; menos aún como tema de agenda. Se trata de lo femenino como una potencia de composición que hace de la furia deseo, y pone a vibrar las formas caducas de la representación semiótica y política. No es una “opción” entre otras, es la fuerza de la historia que es siempre transindividualidad, una memoria que existe materialmente, no como repetición sino como apertura a lxs recién llegadxs. 

¡Nos mueve el deseo! Es el grito de una transformación colectiva y real, milenaria y millenial que en la calle, los medios, los claustros, los sindicatos y las camas pone a recomenzar lo que podemos ser. Batallas para nada “nuevas” pero que, por la confluencia histórica de derrotas y conquistas, van tejiendo una lengua pública capaz nombrar a la vez el deseo y la furia; el clamor de la vida y el rechazo a la opresión del silencio y del miedo. Y señalar el umbral de lo inhabitable, esperando que el maestro y los amigos se dejen, por una vez, guiar hacia otra forma de vida anhelada y posible.

* Profesoras e investigadoras de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).