Después del aguante, llega el alivio. La semana pasada la Argentina asistió a un capítulo insólito del realismo mágico posmortem, la súbita conversión de los ultraliberales a lo que ellos mismos abominan y denominan el populismo. Claro que no hay que ilusionarse –algunos– ni alarmarse mucho –otros–. No es ideológico. No es personal. Ni siquiera es electoral en el sentido más estricto del término. Es otra fina argucia elaborada de comienzo a fin desde los laboratorios comunicacionales de la posverdad, destilado de un alambique que ni siquiera esta vez contó con el apoyo de los medios que siempre apoyan, salvo el canal de siempre que enseguida salió a descubrir precios bajos en las ferias de la ciudad. 

El epicentro de este experimento comunicacional fue el video que mostró al presidente entrando a una casa como un intruso pero, en este caso, bien recibido. Con alivio, claro está. Pero no vamos a detenernos en esta pieza que ya fue más que analizada en estos días.

Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, comienza diciendo: “Todos los escritores tienen una palabra favorita que los traiciona”. Podría decirse, los gobiernos, los proyectos, tienen un lema, una consigna, a veces una palabra clave o recurrente que revela su rumbo, su impronta, lo consigan o no. Este gobierno tiene muchas palabras favoritas que usan y descartan y que lo traicionan. Lo que desnuda que no tiene palabra.

La ausencia de Macri en los anuncios de la semana pasada, o su afantasmada videopresencia, dio más relieve aún a los tres protagonistas del asunto: Nicolás Dujovne, Carolina Stanley y Dante Sica. Ellos llevaron adelante el anuncio de las medidas del alivio, y ya todos sabemos que lo hicieron en tres estilos diferentes. Dujovne con ese tono de extraterrestre entre entusiasta y pedagógico, como un Alf maníaco. Lo suyo, más que el alivio, es el optimismo; Dante Sica, el amigo de la mediana industria, el último desarrollista vivo del equipo, entre la parquedad y la impasibilidad (¿será el americano impasible?) y Carolina Stanley con esa aura que le confiere ser ahora más que nunca, la Evita del cambio, una mujer endurecida por la vida de los otros (no hay que olvidar que viene de desarrollo social en desarrollo social desde aproximadamente 2011), exhibiendo en su rostro austero, interesante, algo de esa callosidad que le ha dado en estos años ver tanta pobreza desfilar ante su fundación caritativa, tanta orga social con tantas siglas, tanta emoción contenida, porque a veces hay que endurecerse, pero en este caso sin ternura, que esta es competencia de María Eugenia Vidal. Pues bien, he aquí el arranque del nuevo populismo: el populismo cheto. Claro que no son los únicos. Esto no es personal porque hay que admitir que ellos no son personalistas. Son todos, o casi todos lo mismo. 

Dales el país a un grupo de chetos y te devolverán en tres años con moño y todo una deuda externa impagable, una ciudad llena de detallitos mononos, hasta una Recoleta por la que por estos días no solo circulan vecinos sino un ejército difuso de personas tiradas en la calle, tiradas de verdad, por Pueyrredón, por Las Heras, legiones que se levantan del piso y circulan alrededor del Hospital Rivadavia, por los verdes parques entre Libertador y Figueroa Alcorta, que entran y salen de los subtes. Siempre hay leyendas circulando por Recoleta: el mendigo que era un hombre culto y fino, que cayó ahí inmerso en la locura y llena cuadernos con una letra menuda e impecable. El muchacho que brotó y anda haciendo vida de mendigo por calles como French, Peña o Juncal. Ahora, ese pintoresquismo alucinado es franca minoría frente a un arrebato de miseria explosiva, nada pintoresca.  

La pantalla del televisor es otra trinchera. Por estos días, el Banco Ciudad promociona en televisión un préstamo de hasta un millón de pesos para cambiar el auto (nuevo) por uno más nuevo o para renovar los muebles de tu cocina de seis metros. Si la vas a hacer, hacela bien. Mientras tanto, le hacen llegar a los jubilados el alivio de endeudarlos. Si la vas a hacer, piénsalo mucho. Las empresas privadas también hacen su aporte al realismo mágico con propagandas inconcebibles en plena crisis. El cheto que recibe al chico del delivery app (signo de los tiempos) mientras ve la final de la UEFA. El esperado gol llega junto con el delivery. El cheto lo fulmina con la mirada y el pibe se va humillado, de espaldas. Un tipo compra unos cortes especiales de carne, los mete al freezer pero justo a sus vecinos se les ocurre prender el aire todos juntos y se corta la luz.  

A pesar de todo, hay que reconocer que estos chetos vienen de otra cultura, más patricia. Fueron bien disciplinados en no mostrar la Fiesta como sucedía en los años menemistas. Es probable que sabían de antemano que nadie iba a prenderse a la fiesta de ellos ni por un par de años, pero en todo caso, no se exhiben mucho. Inclusive, las criticadas vacaciones de Macri no son ostentosas, es decir, no se exhiben hacia afuera ni como signo de poder ni de opulencia o de futuro derrame sino como una especie de retiro del mundanal ruido.  Hasta en eso son de otra raza: la raza escondida, la élite discreta.

Por eso les cuesta tanto ejercer el populismo a los chetos. No creen en ningún gesto de apertura hacia el pueblo, o la ciudadanía. Su universo social se estrangula en la categoría de “vecino”, suerte de conocido remoto abonado por la confianza y borroneado por la distancia. Vida de puertas adentro. Más, no pueden. 

¿Desprecio de clase? Puede ser. Pero, diría, un desprecio implícito, un ácido de fondo, amargo, disolvente. Un desprecio ni siquiera auto consciente, más bien natural, esencial, dado. Como le enseñaba Don Segundo Sombra al joven aprendiz de gaucho: no hay nada malo en ser rico como no hay nada malo en ser pobre. 

El populismo cheto –que amenaza ser más efímero que la primavera camporista– nace de la impotencia profunda, de la incomprensión, de un instante de auténtica, genuina perplejidad de clase. No entender. No sentir. Es la deriva de la cheta o el cheto (más queribles, por cierto) que exclama ¿gordoooo viste que hay un pobre a la vuelta de casa, tirado en el shopping?, esos chetos que vienen del fondo de las tribus sociales. Los chetos y los pardos. Los chetos que empezaban a usar las camperas inflables y a hablar con una papa en la boca y a fumar Chesterfield y Parisiennes los más machitos. 

Claro que sí: esto es algo peor, mucho peor que en una tira de Landrú, un diccionario exquisito de Bioy o un enfrentamiento asordinado entre tribus juveniles que viven la lucha de clases como una “guerra de estilos” en busca de su identidad.

Es algo que está empezando a amasarse en el barro del fondo (no del monetario: el hondo bajo fondo) de la Historia. Es una recóndita expresión de perplejidad plebeya que en algún momento le hará espejo a la perplejidad patricia, de un arrebato lúcido frente a la incomprensión del cheto, el Otro. Darse cuenta de que por todas partes, no sólo en el gobierno, hay gente que no sabe nada, pero nada, de la vida.