“En San Pedro, probando la computadora”. Así arranca la primera anotación del segundo volumen de Diarios de Abelardo Castillo, correspondiente al 17 de mayo de 1992. Más adelante, se hablará de los cambios, las dificultades y las peripecias de escribir en computadora para alguien que toda su vida privilegió el puño y letra y aporreó la máquina de escribir. Abelardo marcará la diferencia física, la invitación a la insinceridad, porque todo puede ser modificado a perpetuidad, señalará imposturas, una facilidad engañosa en relación a la computadora. Pero lo que más impacta de este comienzo tan ligero y casi de costado, al paso, es verificar cómo detrás de esa frase, que incluye el gerundio suave “probando”, se esconde el torrente imparable que nos espera a continuación. Una catarata de lecturas, de acontecimientos domésticos, de pequeñas reflexiones, de grandes novelas, de opiniones fuertes sobre coyunturas nacionales e internacionales, de remates de un humor desarmante, de amistades, de algunas muertes y bastante dolor. Un, dos, tres, probando. Después, ajustarse los cinturones y partir hacia una lectura luminosa, hipnótica, por momentos (muchos) sorpresiva. 

Cabe referirse aquí a la primera entrega de estos Diarios, la que iba de 1954 a 1991, un periodo amplio, que abarcaba lo escrito y reflexionado desde la primera juventud hasta los umbrales de la madurez, incluyendo el corazón de la experiencia generacional y personal:la consagración a la escritura de teatro y de cuentos y la creación de la revista El escarabajo de oro en los años 60 hasta convertirse en uno de sus iconos de época. En esas entregas impresionaba el esfuerzo dedicado al esfuerzo por escribir. Las lecturas, los intentos por escribir, las intervenciones en polémicas, las editoriales, todas las actividades alrededor del arte y el oficio aparecían como tareas titánicas, homéricas. Una experiencia intensa para un tiempo intenso. Ahora, Diarios en su versión 1992-2006, muestra a Ulises tras el regreso de la odisea. Un regreso a casa (a las casas, hay más de un hogar aquí) que con el paso de los años se va volviendo un repliegue interesante, crecientemente luminoso. No es melancólico. No es resentido. Tampoco conserva ese fuego de la juventud intacto propio de los indignados o los necios, los eternamente jóvenes que vendrían siempre a dar testimonio de una perplejidad en el fondo impasible ante la vida. 

Los tres ámbitos domésticos del libro –la casa de San Pedro, el departamento de Pueyrredón, finalmente la casa de Hipólito Yrigoyen donde Abelardo se afincó tanto o más que sus amados gatos– son escenarios de un repliegue táctico del escritor frente a la literatura en sus aspectos más institucionales, administrativos y sociales. Abelardo no puede ocultar su creciente fobia ante el “mundillo literario”, su sistema de premios y castigos, egos y zancadillas, y se irá retirando de la escena para salir en muy contadas ocasiones, reconociendo en un momento que pasó a la categoría de escritor “visitado”. En los hogares están los libros, que muchas veces se pierden misteriosamente en las bibliotecas como si se los hubiera tragado el tiempo. Muchos reaparecen. Los libros siempre vuelven aquí. Y si hay algo que abunda en los Diarios es el comentario (generalmente fulminante, reflexivo, pero a fondo) sobre las lecturas. Lecturas y muchas relecturas. Años de balances. El arco es amplísimo. Puede ir de Eurípides a Puig, de Bioy a Somerset Maugham, del persistente Rilke a Huxley. Lo importante es que el lector se acostumbra a esperar el bocadillo. Abelardo logró dotar de una enorme expectativa narrativa a este glosado de lecturas. Y hay que decirlo, está leyendo todo el tiempo. Y escribiendo, aunque insista aún con la dificultad y, muchas veces, la noción de sinsentido, casi existencial, por seguir intentándolo.  

De todos modos, estos tópicos no alcanzan el grado de dramatismo de los años formativos. La casa, el mundo-casa, arma un contrapunto encantador e irresistible entre la vida hogareña y lo cotidiano, y las lecturas/ escrituras. Así como Ismael en Moby Dick se deslizaba con elegancia de la caza de la ballena a la lectura de Platón, echado en la litera, en este caso podría condensarse: del plomero a Nietzsche. Y no es una pose, ya que Abelardo saca tanto jugo de uno como de otro en términos de experiencia vivida. En cierta forma, podría decirse, revisa a Nietzsche y descubre al plomero.

Abelardo siempre manifestó el deseo de que se leyeran sus cuentos, o por lo menos buena parte de ellos, desde la tradición (sobre todo rioplatense, conjeturo) de la literatura fantástica más que del realismo liso y llano al que se lo adscribía un poco automáticamente, con algo de distracción, en el paquete de “narradores de los 60”. Si trasladamos ese principio a los Diarios, aquí las relaciones siempre indecisas entre la realidad y la literatura, la cuestión de sus fronteras más o menos híbridas, plantearían casi una inversión de la postura Borges. Borges, testimoniaron varios de sus allegados y biógrafos, vivía en “estado de literatura”. Esto es, todo hecho de lo real pasaba por el filtro y adquiría estatuto de interesante por la literatura. Abelardo hace un movimiento en el sentido contrario pero sin caer en un vitalismo sin libros: incorporar la literatura, su intensidad, su potencia, a la potencia de la realidad, a la vida, hasta volver a la literatura parte fundante de la realidad. No pretende irse a vivir al otro mundo, el de las ficciones privadas que dialogan entre sí. Es un poco aquello que está inscripto desde el comienzo: las “Otras puertas” (ampliación de mundos) y por supuesto el título de ese “solo libro incesante” que vendrían a componer todos sus cuentos: Los mundos reales. Por eso, los cuentos, y muchos pasajes de las novelas que escribiría (en estos Diarios asistimos a la publicación de Crónica de un iniciado y sobre todo a lo que esta tremenda novela implicó en años sucesivos) él quiere que se asimile más a lo fantástico entendido como una literatura autoconsciente, que sabe que es fantástica y no busca reemplazar a lo real. La literatura es ampliación de mundo, de mundos, no alternativas de evasión o mentiras elaboradas.

En los Diarios, la realidad, la historia, lo social, conviven absolutamente con el mundo de cuestiones imaginarias. Abelardo, casi de arranque, da un paso más: aceptar que escribir, finalmente puede servir para algo.  

“Todo esto sólo significa aceptar con humildad que lo que se escribe puede servir para algo. Estoy harto de hipocresía, de banalidad: estoy harto del circo literario. Sería cuestión de trabajar en esto con la honradez de un escritor religioso como Léon Bloy, de un anarquista como Rafael Barrett (se refiere a la posibilidad de intervenir en los medios con textos periodísticos). Las cartas del último Hesse. Qué significan, si no la conciencia que toma un escritor de sus palabras”.

Un ejemplo más que expresivo de este aceptar algo de la “función” del escritor, viejo tema, aparece en los propios Diarios cuando el apocalipsis internacional y nacional derrama sobre todos nosotros en 2001. Abelardo encara entradas y más entradas acerca de la situación en Medio Oriente tras el atentado a las Torres Gemelas y el estallido argentino de diciembre, en 2003 sigue atentamente la invasión a Irak. El compromiso de escribir sobre estos temas, el hecho de no utilizar la literatura como refugio, se ve acentuado porque estos textos no fueron hechos para intervenir en caliente sino que le permitían ir evaluando, sentando posiciones, calibrando una mirada que busca penetrar en algo de la condición humana en situaciones extremas. Situaciones en las que, precisamente, la palabra y la voz del intelectual amenaza con enmudecer por un exceso de realidad. 

El humor como anti climax, la burla de sí como disolvente de la solemnidad, no tomarse demasiado en serio como escritor y como hombre que sufre dolores, la pelea constante y metafísica con Sabato, la posibilidad de transmitir calma y narrar momentos de serenidad, el amor por los gatos (y también por unos insólitos perros sampedrinos cuya protección provocó la escritura de una desopilante carta de lectores), la reflexión sobre la decadencia del cuerpo sin caer en el regodeo patético de otros diarios o el recurso escatológico a la Philip Roth, algunas anécdotas contadas con inmejorable pulso, como el de los jóvenes que van a buscarlo borrachos a las cinco de la mañana, el amor eterno por Sylvia, el  estoicismo ante la muerte de otros escritores que se torna en desesperación abierta ante la prematura muerte de Paola Kaufmann, una de sus alumnas dilectas, son algunos de los aspectos más salientes de estas páginas, entreverados con los libros, las palabras y los días. Y aunque siguiéramos aumentando la enumeración, aunque intentáramos una comparación con las estrategias narrativas de los también recientes Diarios de Ricardo Piglia o fuéramos a remontarnos a los diarios más célebres como los de Kafka, siempre habría un residuo, jugoso residuo escurriéndose del subrayado implacable de la lectura crítica y que el lector que ya está leyendo puede entender o pronto entenderá. 

Hay, decía al comienzo, algo del orden de la luz en la oscuridad y de la luz en el cielo despejado de una radiante mañanita porteña. De la calidez quizás insospechada detrás de un carácter difícil, de la incapacidad de expresarse que Abelardo tanto se reprochaba a sí mismo y que aquí se transfigura en una capacidad expresiva casi sin límites aunque siempre con pudor, con freno. En fin: que si el primer volumen planteaba la vida como un combate perpetuo bajo la divisa de “amor y trabajo”, nada de eso desaparece del todo en esta segunda y final entrega de los diarios de Abelardo Castillo. Pero algo muy cercano a la sabiduría (y perdón porque odiaba ser maestro: nada más insensato y propio de un adolescente que seguirme a mí, reflexiona por ahí), se abre paso en estas páginas. Y en el empuje final, nos revela que la sabiduría puede ser algo cálido, algo alegre, algo que definitivamente nos devuelva siempre a la literatura pero con la conciencia de que no es un escapismo, un entretenimiento, ni tampoco la fuente de la sabiduría, claro está. Sucede que es todo, y la realidad también. Son todos los mundos reales o no será nada.