Una semana después del proyecto de ley para crear el INLA (Instituto Nacional del Libro Argentino), y coincidiendo con la anual Feria del Libro porteña (madre, puede decirse, de más de un centenar de ferias en todas las provincias y decenas de ciudades), apareció de modo bastante sorpresivo Sinceramente, el libro de la expresidenta Cristina Kirchner que parece concitar –para variar– aplausos atronadores y rechazos furibundos.

La grieta, que le dicen, se muestra así, como diría Rafael Hernández, cual “rayo que no cesa”. Con ventas impactantes, colas, debates, reediciones y millones de posteos en las redes dizque sociales, también puede decirse que es irrefutablemente el hit del otoño.

Lo cierto es que hacía muchísimo tiempo que un libro no producía un fenómeno semejante, que recuerda al Robo para la Corona de Horacio Verbitsky hace un cuarto de siglo. Y fenómeno ahora magnificado por el hecho adicional de que el presente editorial argentino es sombrío, con fuertes caídas en las ventas, nulas exportaciones y cierres o achiques de imprentas, casas editoras y librerías.

Este tipo de acontecimientos editoriales, además, no son producidos por libros de poesía ni de narrativa, ni por ensayos de disciplina alguna, y por eso son excepcionales más allá de que guste mucho, poco o nada que su autora sea una personalidad sobresaliente de la vida nacional de los últimos quince años.

No he leído aún el libro, y creo que eso mismo autoriza esta reflexión: no es éste un comentario sobre texto y contenidos, sino sobre un fenómeno político, editorial, cultural y social impactante que remite y tiene que ver con el duro presente argentino y la adolorida realidad que vive esta nación. Y reflexión que comienza por imaginar a la dama escribiendo o dictando este libro con pasión y desvelos, con temores, dudas y afirmaciones, y con esa decisión que ya le conocemos. Por lo cual no tiene ninguna importancia discutir si alguien la ayudó o no; es mucho más interesante imaginarla concentrada y cuidadosa de cada palabra, cada concepto, cada afirmación y/o elusión.

Ella ha escrito un libro que seguramente la obligó a ser extremadamente cuidadosa por un montón de razones; porque es una persona consciente de que habrá un juicio de la Historia, mucho más trascendente que el de la contemporaneidad; porque está en campaña y hoy todo indica que está por presidir esta república de nuevo; porque sabe que tiene un apoyo cada vez más grande, pero también una resistencia y un rechazo fuertes e macizos. Y porque bien o mal éste es un país dividido política y socialmente entre un 40 por ciento populista-peronista y un 30 por ciento de antiperonismo más o menos identificable, con otro 30 por ciento de fluctuantes, indecisos, dogmáticos y desentendidos.

Si se admite esta clasificación –certera o caprichosa como la que más– lo que resulta es un panorama enrarecido en el que no es desdeñable que los resultados electorales nacionales de octubre sean mancillados por un fraude que, además de infame, sería temerario e irresponsable porque puede dar lugar a una repulsa cívica incontenible. Eso también hace al impacto de este libro que indudablemente genera ilusiones pero también alertas, porque tan psicopático es el gobierno actual y tan violento su estilo (ya demostrado con decenas de muertos y presos políticos) que el fraude nacional mediante conteo sin telegramas y a cargo de una empresa expulsada de varios países de los que en el gobierno llaman “serios”, es de altísima probabilidad aunque muchos lo nieguen o se hagan los distraídos.

Pero más allá de ello, y para seguir trascendiendo el impacto que vino a producir –y produce– el libro de la expresidenta, hay lugar para otra reflexión que la semana pasada en esta columna se dejó pasar por razones de espacio: y es que si vamos a tener un Instituto Nacional del Libro, como es de esperar del Congreso, cabe agregar un punto fundamental: el INLA debe tener sede en el interior del país por la razón elemental de que ya no hay razones para que nuevos organismos se sigan instalando en la Capital Federal ahora llamada CABA. Y mucho menos las instituciones culturales.

La federalización no es –no debe ser– una declamación. La concentración en la megacapital argentina de instituciones de todo tipo, y en particular culturales, es hoy un absurdo. El interior no sólo también existe sino que el desarrollo cultural más importante de nuestro país –no digo los megaeventos, digo el desarrollo cultural, social y étnico más representativo de la pluralidad que es la Argentina– hoy se da en el interior. Y primera y excelente prueba de ello es el Museo Nacional de Bellas Artes de Neuquén, fundado en 2004 y hoy orgullo patagónico.

El INLA debe fundarse y quedar instalado, por ejemplo, en Córdoba, donde hay un fuerte y resistente ambiente editorial, imprentas con capacidad exportadora, escritor@s de proyección nacional e internacional, una de las tres más grandes universidades nacionales del país, y por si fuera poco debe ser el segundo mercado lector de la república. Ante ello, instalar el INLA en Buenos Aires es poco menos que un absurdo.

Y más aún: fundar el INLA en esa provincia abrirá puertas a futuras federalizaciones verdaderas: ¿por qué no pensar que el Incaa debería tener sede en Santa Fe, de cuya escuela de cine salió el más notable talento cinematográfico argentino, Fernando Birri? ¿Y por qué no llevar algún día no lejano el Ministerio de Cultura de la Nación a Tucumán, donde confluyen todas las expresiones culturales de más de medio país, por lo menos desde las luchas por la Independencia?

Y habría mucho más para descentralizar, federalizar, e incluso para descongestionar una ciudad agobiada por su tamaño y sus tensiones sociales.