Es verdad que el sexo entra al cine de terror como por un tubo, casi que no existe uno sin el roce del otro. Es que ese género en cine se convirtió casi en un artefacto para adolescentes y el nacimiento y el ejercicio de una sexualidad más exteriorizada en esa edad hace inevitable que se represente en las tramas del terror. Los cuchillos y machetes que persiguen adolescentes calientes y fornicadores del subgénero slasher, o la estética sadomasoquistas en la variante más reciente de la pornotortura, otro subgénero sexualizado del terror, son ejemplos obvios y muy precisos de esta contaminación mutua. Sin embargo, más allá de que algunas películas en los últimos años apuesten a las tetas y los culos en 3D al momento del asesinato, la sexualidad casi siempre quedaba en un marco demasiado epidérmico y/o reaccionario, con poca o nula disidencia, pero también con poco espesor queer (exceptuado está el gran Don Mancini, creador de Chucky, que en las últimas entregas de la saga, que dirigió además de guionar, tuvo varias desviaciones, entre las que se cuentan el hijo marica que el muñeco diabólico engendró con Tiffany ). 

Lo cierto es que Muere, monstruo, muere, la segunda película de Alejandro Fadel, propone una versión sexualizada en extremo. Una imaginación más del lado de El festín desnudo de Burroughs & Cronenberg, donde lo monstruoso está en el cruce más inquietante entre lo mental y lo físico, el mismo y exacto lugar donde podemos ubicar al sexo. De hecho, uno de sus protagonistas es un raro escritor, con una pequeña libreta donde anota una voz mental que le dicta algo así como extraños mantras.

Al pie de la cordillera mendocina, la visibilidad del terror de Fadel es muy otra: un femicida tiene como marca decapitar mujeres, es investigado por la policía local, entre camas de psiquiátricos y de amantes en la clandestinidad. La truculencia explícita del terror es el punto de partida pero la película zigzaguea entre un policial de clima, un oscuro drama rural, un musical minimalista con microbailes, o una película de monstruo, como el título anticipa. Porque aunque a veces el miedo sea muy narrativo, también es puramente visual, porque el monstruo existe y es queer a más no poder.  El enigma sobre la forma del monstruo es parte del sabor de la trama de la película, así que hablar de él es spoilear. Pero no hablar de él es dejar de lado el punto fascinante de su belleza horrorosa. ¿Un monstruo con vagina dentada y pene tentacular?  ¿Y además gordo? Todo aquello que casi está extirpado (o autocensurado) del cine de terror actual, aparece acá explícito, con incorrección y demencia, para exteriorizar una imaginación aberrante. El monstruo conjuga, en su factura, la vieja magia del traje de goma animado (es un animatronic habitado por una persona), pero también la sofisticación del CGI, de la animación digital, por lo que su hipersexualización se cumple también en su capacidad de conjugar presencia física y dimensión virtual. En su sensualidad por lo deforme monumental, con el vértigo y la majestuosidad de una montaña, tal vez no exista monstruo y/o película con imaginación más incómodamente queer en el cine argentino.