Siempre me encantaron los motoqueros. Me calientan, me despiertan un morbo y un fetiche que me produce un temblor desde el centro energético del ano hasta la última neurona de mi cerebro.

Aunque no puedo decir que todos, porque hay algunos que son totalmente descartables. Pero esos esa deportivos marcaganso, esos cascos me enloquecen la visión, erotizan mi epidermis.

Tuve la oportunidad de comerme a más de uno. Algunos colmaron mi sed de vampira chupamachos, otros simplemente pasaron al olvido como un revolcón al paso.

Pero hubo uno, sólo uno que fue capaz de dejarme una marca imborrable en mi recuerdo. Él era un morocho chongazo con una neurona sola que comandaba su hermoso miembro. Era calentón, directo. Cuando lo conocí, cruzando una calle cualquiera de San Telmo, las primeras palabras que me dijo fueron:

—Cómo te rompería el orto, princesa.

Lo de princesa me halagaba, pero no quedaba armónico con la frase. Encima ese mágico manejo de la lingüística era acompañado por unos chorros de grasa de moto: metáfora urbana con kilómetros de ruta.

Yo también tenía mis kilómetros y no pensaba frenar ante semejante propuesta. Lo subí a mi cuarto sin pensarlo, guiada sólo por el impulso de mi motor anal que arrancaba por sí sólo. Pusimos primera los dos y arando terminamos en pelotas sin decir una palabra. Sólo se sentían los ruidos del intercambio de saliva y los manotazos. Mano a mano iba la cosa, se puso muy caliente y terminé con mi boca envolviendo su pija hermosa. El gozaba y gemía diciéndome cosas sucias, y yo me hacía la gata con mis malabares orales. Cuando llegó el momento de querer que me cabalgue, fui hasta una silla de director de Coca Cola y me puse de espaldas con una pierna subida en cada apoyabrazos. Él saltó de la cama con su pija en la mano y haciendo uso de su poético léxico me dijo:

—Uhhhh bebé, mirá ese orto. Te la voy a poner toda hasta la garganta.

Yo caliente con el morochazo alzado paré la cola y me ofrecí.

—Cogeme toda, papu.

Él obedeció como un soldado en el servicio militar y me dio masa como para que tenga y reparta. Me encantaba. Era un chongo de esos que te remueven el estofado sin cuchara de madera. Acabamos juntos y me beso en la boca, apasionado. Qué lengua salivosa y caliente.

Nos tiramos de nuevo en la cama. Me abrazó y me siguió comiendo la boca. Tan macho, tan chongo con esa piel negra, esa anatomía rendidora.

Cuando me giré hacia la pared sin soltarme de sus brazos, parando la cola, sentí su miembro duro de nuevo y mi corazón saltó contento. Porque a diferencia de todos los seres humanos mi corazón late en mi culo. Me hizo tocarlo y me comió la boca.

—¿Viste cómo está? Me parece que quiere unos besitos…

Yo siempre lista se la manoteé y cuando estaba a punto de ponérmela en la boca, el saltó con su bóxer de tela a medio poner y fue hacia la silla donde habíamos cogido. Se sentó frente a mí, subió sus piernas una en cada apoyabrazos, se agarró su choto duro y me dijo:

—Vení, mami. Comela toda hasta la lechita.

Yo sin hacerme rogar me arrodillé frente a la silla y cuando agaché la cabeza divisé una mancha marrón en su calzón de tela, una mancha inmensa, seca y agrietada. Era como una enorme milanesa. Tuve que quitar mi vista de semejante espectáculo gastronómico y lo convencí de que se sacara el calzoncillo y fuéramos a la cama. Él me hizo caso sin  cuando terminó se vistió rápidamente y saltó de la cama como una pantera.

—Tengo que hacer un viaje, putita. Después te llamo.

Yo me quede satisfecha, y viendo cómo se vestía se me vino la imagen de esa enorme milanesa pegada en sus calzones. Le tiré un beso al morocho y pensé para mis adentros: Chau milanesa, que la próxima venga con papas la milanga sin papas no es completa.