“Quiero a una mujer en mi programa de radio” dice un periodista deportivo en una de esas radios que escuchan los conductores de taxi en Buenos Aires. Y, encima, nos ladran en la oreja como si el taxi, además de caro, fuera una autoflagelación a las ideas.

“Este tiempo es de ellas”, sorprende la voz en la radio. El taxi frena y la voz se escucha más fuerte porque las ruedas paran su chillido mientras el semáforo marca rojo. “La única revolución no la hicieron los políticos, sino las mujeres”.

La cabeza se levanta, los oídos se agudizan. El taxista se vuelve alguien que es capaz de escuchar lo que escribimos hace tanto, lo que hacemos titilar en letra de diarios, en las marchas en la calle y en la web. Ahora lo escucha en su propio dial, en su propio camino. Y eso también es parte del triunfo. Hablar aunque estemos en silencio.

La revolución de las hijas llega a la televisión, al cine, a la radio, al taxi y a la calle. La revolución está en marcha. Pero la frase no queda ahí. El compañero de mesa le contesta. Igual que en las polémicas sobre el fútbol, porque ese es el modo de discutir en programas como Polémica en el bar y así se armaron algunos programas. Pensar es discutir y si es a los gritos, mejor. Y siempre, pero siempre, hay que disentir. El pensamiento no es el debate, sino la barra. Incluso aunque se hable de feminismo.

“¿Eso es bueno o malo?”, pregunta el que no acuerda con la idea de que la revolución ya está en marcha. Y para desacreditar el reclamo de las actrices de Hollywood, que en la entrega de los Globos de Oro exigieron ganar lo mismo que los varones, se queja: “Hay mujeres que tienen más trabajo que yo”. Y ahí, en una sola frase, dos develaciones del machismo posrevolucionario: creer que una mujer excepcional tira abajo toda una construcción de género y negar que las diferencias son proporcionales: las argentinas ganan un 26 por ciento menos que los argentinos. Las desigualdades sociales y colectivas no se caen porque una mujer tenga más trabajo que él o que otro hombre, del mismo modo que si un descendiente afro llega a la presidencia (Barack Obama en Estados Unidos) no se termina el racismo. 

No importa si él gana poco y ni siquiera si hay un país desmovilizado frente al retroceso del salario, los aumentos del transporte y las tarifas, el aumento de la pobreza o la caída del poder adquisitivo; el fantasma que lo persigue es que una mujer pueda ganarle. La patria no es la otra y el camino no es el reclamo social. Frente al escenario de creer que cuanto peor estén los demás mejor va a estar uno; ante la desmoralización de la mejora colectiva para poder crecer, ganar o perder menos; el feminismo aparece como un enemigo posible y al acecho porque implica una ideología de transformación que supone una amenaza para el sistema actual. No solo por los cambios que pide y motiva, sino por ser una forma de transformación.

El machismo, por el contrario, propicia dejar las cosas como están. Y el neomachismo aún peor: arenga que antes las cosas estaban mejor y que es preciso volver atrás. Además, culpabiliza al feminismo por las pérdidas de derechos de los varones, de los trabajadores y de las familias y agita el fantasma del odio.

En ese juego, demoniza, a las mujeres y a las identidades sexuales diversas –de ahí que la crueldad, la represión, la violencia y la venganza hacia las mujeres, lesbianas, gays, no binaries y trans hayan crecido. Pero eso no es todo. Esa demonización le permite inventar una enemiga que le resulta doblemente funcional: genera un odio de género que aplaca un movimiento que por su capacidad de incidencia, activismo, penetración y movilización es capaz de quebrar el statu quo y, además, aquieta o esquiva otros intentos de cambios.

La idea neofascista tiene la solución al empobrecimiento social: no hay que organizarse en partidos políticos o sindicatos; no hay que generar mayores o mejores democracias; no hay que soñar con mundos más justos, con derrocar el capital o con metas que no estén escritas en manifiestos; simplemente, hay que evitar que las mujeres ganen más. Y listo el pollo. Estamos todos fritos. Pero mejor echar a hervir a quienes demandan por mayores derechos: el problema no es que yo gane poco, ni que el capitalismo quiera que yo gane poco y la solución no es agremiarse, hacer huelga, votar a otro partido, luchar o tener utopías; el problema es que hay mujeres que quieren ganar más que yo. El teorema bilardista llevado a la economía: ir para atrás. En la Argentina y Latinoamérica, después de gobiernos democráticos populares, imperfectos y criticables (pero que trajeron cambios socioeconómicos y principios de igualdad) aunque sin lograr transformar radicalmente las diferencias de género y de clase, el feminismo renace con más fuerza.

No desapareció la desigualdad en la distribución de la riqueza, pero no es lo mismo que las amas de casa se hayan podido jubilar, que haya mejores salarios, computadoras para todes, vacaciones aseguradas y que el mayor problema sea cuánto se paga de impuesto a las ganancias que no poder pagar la luz ni llegar a fin de mes, paritarias cero, despidos, más desempleo y aumento de la pobreza.

El imaginario social que lleva a que alguien prefiera autoperjudicarse con tal de que el Estado no beneficie a lxs demás es un fenómeno político arrasador y de un egoísmo feroz al que se le ha puesto el nombre de meritocracia y que, básicamente, justifica bajar las políticas públicas en nombre de que “usted se merece más y su vecino menos”. En ese ideario que no logra que usted gane más, pero sí que se realice un ajuste feroz para tuttis, el odio hacia las mujeres es un vagón primordial: “se embarazan por un plan” o “van a abortar con la plata de mis impuestos” son dos hits del neoliberalismo misógino.

Poco importan los argumentos, la justicia social, la equidad de género, ni qué conviene más socialmente. Lo que le interesa a ese señor que llega de trabajar es no tener que mantener a una doña que trae hijos al mundo a costa de su sudor o a esa señora de 60 que cobra su jubilación. Es eso lo que le permite decir a un Senador que las jubiladas por moratoria son señoras que jamás aportaron y que lo único que hicieron en su vida fue intoxicarse de tanto tomar té. El odio al otro justifica todo. Y el odio a las otras y les otres justifica el ajuste y frena cualquier cambio posible.

No se trata solo del retroceso de las políticas públicas (que no es poco), sino de volver a una organización anterior con etiquetas cerradas como forma de ajustar los cajones del ordenamiento social.

El feminismo se encuentra frente a un desafío que excede su propia lucha, su propia trascendencia, su propia agenda y sus propias metas. Llegó más lejos de lo que se proponía y no solo hizo una revolución que fue tapada, ninguneada e invisibilizada, incluso, por quienes creían que estaban haciendo revoluciones mientras alegaban que lo de las mujeres no era una cuestión central sino un tema menor o que no era su revolución porque la suya es de clase, de cultura, de política, de religión o de valores. 

Sin embargo, es la única revolución, casi la única, amenazante, que está vivita, coleando y despertando pasiones, curiosidades y transformaciones. Y ahí sí hay un escenario nuevo. No solo llegar, sino con más responsabilidad, desafíos y (también) ataques.

La era F: feminismo contra fascismo

La democracia está perimida y, a la vez, hay que defenderla y extenderla. Las dictaduras explícitas tampoco cuentan con legitimidad. Los mecanismos de marketing electoral, fraude o manipulación son lo suficientemente efectivos como para permitir las victorias electorales de las nuevas derechas y derrocar gobiernos que apuntan su brújula hacia las masas, el pueblo, las clases bajas, los cabecitas negras o cualesquiera de las otras palabras que definen a lxs muchxs por sobre los pocos.

La democracia dejó de ser una opción realmente democrática y las revoluciones dejaron de ilusionar con el desembarco de un barco (el Granma), la reforma agraria y el fin de las multinacionales. La caída del muro de Berlín desencajó los soviets pero también las alternativas, los cucos y los ladrillos sobre la pared.

Los gobiernos populares en Latinoamérica, plantados frente al ALCA (el tratado de libre comercio propuesto por Estados Unidos en la era de George Bush) y con pasos a veces firmes, a veces errantes, a veces válidos y muchas insuficientes, fueron demasiado lejos para donde se quería que llegaran, especialmente por ideas como la autonomía política, la independencia respecto de los países centrales, la unión latinoamericana, el desendeudamiento económico de los organismos financieros internacionales y el enfrentamiento a los fondos buitres o especulativos.

Las lecturas no son lineales e, igual que en la mirada plural de feminismos y géneros, tampoco binarias. No todos los gobiernos ni todas las medidas de gobierno son iguales. Pero la pulsión por la grieta –varón/mujer, River/Boca, blanco/negro, K/anti-K– tampoco alcanza. Al contrario: simplifica una complejidad que no es posible diluir o borrar.

Si el feminismo en Latinoamérica y, en especial el de la Argentina, logró sobrevivir al final de los gobiernos populares y al arribo de nuevas derechas no fue por casualidad, moda, azar o simplemente porque les interesa a las jóvenes. La revolución de las hijas no es un fenómeno teen (aunque impacta que las chicas de doce años se sienten en el piso por delante de las butacas que ocupan la primera fila en charlas de feminismo en Entre Ríos o el Teatro Cervantes), sino una formación política decidida, acertada, subterránea, de larga data y en la que las madres y protagonistas fueron las mujeres maduras, adultas, de 90, 80, 70, 60, 50, 40 y 30 años que construyeron poder.

El desinterés por el poder (que no quiere decir falta de ambición ni es un elogio a una entrega altruista, como si el movimiento necesitara heroínas feministas santas, devotas o bienintencionadas) contribuyó a que sí llegara al poder. Al poder de interesar a las jóvenes.

Las mujeres contra el neoliberalismo

Las violencias hacia las mujeres hoy son más visibles que nunca. Se notan, se cuentan, se transmiten e indignan más que antes. Pero hay un recrudecimiento de la violencia y un machismo más enojado ante el freno que le ponen las damas no dóciles. El neoliberalismo precisa que la sociedad se quede quieta, en su lugar y comprenda que, si hace ruido, tendrá que pagar las consecuencias, como hoy sucede con los movimientos populares que alzan sus voces. Se castiga el ir hacia adelante. La duda. El azar. La curiosidad. El camino. Si nada se mueve, la política del endeudamiento y el retroceso imparable puede avanzar sin resistencias. Si el deseo mueve, el deseo pasa de lo personal a lo político. Y el deseo político -como todo deseo- jode.

Por eso el feminismo desafía explícitamente al neoliberalismo en los modos de producción -sin intervención del Estado no hay igualdad, la meritocracia solo encubre privilegios, no hay justicia, no derrama- y en el deseo vivo de ser más felices que, por supuesto, es una felicidad de distribución del goce y de la riqueza.

“Hace unos meses decían que no querían que el aborto fuera legal porque es asesinato; ahora, [Patricia] Bullrich vuelve ley el gatillo fácil y no hay ni un solo provida indignado. Se nota que de vida no saben un carajo”, tuiteó en diciembre de 2018 Gaby Chávez, el periodista villero (y parte de la revolución de los hijos) de La Garganta Poderosa. Marcar esa contradicción es importante porque la mano dura -la represión policial, el aval a disparos por la espalda, el permiso para usar armas, la propuesta de bajar la edad de imputabilidad, etc.- no busca frenar la inseguridad, sino resguardar a quienes promueven la inseguridad económica y dar rienda suelta al odio que producen. Por eso, el feminismo tiene que ser anti mano dura. Pero oponerse a la mano dura no es sinónimo de pro impunidad.

Los discursos anti punitivistas y anti linchamiento del feminismo no deben ser usados para legitimar la impunidad judicial, social, política, laboral o cultural de los varones machistas ni de los delitos de violencia sexual, económica, psicológica, laboral. Una cosa es buscar desafíos alternativos al castigo o la muerte civil de agresores y otra, muy distinta, que repensar estrategias que tiendan oportunidades de cambio sean utilizadas para quienes no quieren cambiar (sino legitimar su violencia y recrudecerla) o buscar cobijo o perdón en discursos feministas alternativos a la idea del castigo. Pensamos un feminismo de la transformación del machismo, pero jamás en legitimar o blanquear la violencia, el maltrato, el machismo, la crueldad y la perversión de varones contra mujeres, lesbianas, binaries y trans.

Aunque todo parezca reseco, el feminismo vuelve a mojar las calles y a mostrarle al neoliberalismo que no hay chicas domadas. Luchamos contra el machismo, pero aún no le ganamos. Las estrategias de cuidado son indispensables. Luchar para que las chicas no tengan miedo de salir no significa que no tengamos miedo de salir. Generamos redes, nos preguntamos si llegamos bien, nos acompañamos. El femicidio no solo mata, sino que deja una guillotina plantada en la autonomía de las mujeres, que se torna más intolerable si viven en territorios populares donde hay más  amedrentamientos de la policía, más silencios cómplices, más espacios de vulnerabilidad. Si no hay derecho ni a la noche, ni al territorio, en las zonas más hostiles las pibas tienen todavía menos posibilidades de moverse hacia el ascenso de su autonomía. Hay un periodismo más sensible, pero muy precarizado. Hay menos periodistas con perspectiva de género trabajando, mientras que en la vereda de enfrente existe un movimiento de centroderecha muy organizado. Los feminismos son horizontales, asamblearios, hermosamente masivos, pero también caóticos y llenos de internas disparadas como misiles contra las que están cerca o con chicanas a las referentes culturales, activistas o políticas que levantan cabeza. La centroderecha, en cambio, es orgánicamente vertical y astutamente se mueve como un ejército, ordenado y con roles fijos: el que escribe, el que tuitea, el que va a tribunales, el troll, el que lobbea y la mediática. En ese sentido, el desafío es no solo organizarse en base al propio deseo, sino, también, disputar poder con los pies en la tierra de la coyuntura y al enemigo real, al que está –en serio– de la veredad de enfrente.

Después de la derrota en la lucha por el aborto legal en el Senado y a partir de la denuncia de Thelma Fardin esos sectores reaccionarios se rearmaron a favor del acusado por violación y en contra del reclamo por más políticas públicas para terminar con los femicidios. Hay que tomar estas reacciones de la derecha con la peligrosidad que tienen y exigirle al Estado que se haga cargo de implementar las políticas prometidas: botones antipánico que funcionen y no sean la única opción, tobilleras para los agresores, policías formadxs para ayudar a las víctimas, patrocinio jurídico gratuito para defender a las mujeres, talleres para varones sobre otros modelos de masculinidad que frenen –y no legitimen– la violencia y el machismo.

Luciana Peker presenta su nuevo libro hoy a las 16 en la Sala Carlos Gorostiza de la Feria del Libro.