Sus cuadros no se ven en los museos –quizás uno, quizás tres que alguna tarde suman inventados cincuenta en una exposición de temporada corta–, sus cuadros iluminan salones privados o sueñan en sótanos y altillos a la espera de una sucesión declarada. La razón primera de su ausencia pública se debe a que Constance pintaba retratos que luego les vendía a quienes habían posado en la quietud de la narcisa espera. La segunda razón, y mientras su nombre apenas se nombra entre galeristas, dice que la parisina de apellido Blondelu –el Charpentier llegó con Francois Victor con quien se casó ante notarios el 25 de abril de 1973–, hija única que nació en primavera, se perdió entre de las escenas de mujeres –demasiadas mujeres repite un torpe– y niñxs que gustaba pintar. Poco se muestra de su educación sentimental de tonalidades, pudo haber estudiado con los grandes maestros de su época, François Gérard, Pierre Bouillon, Louis Lafitte o con Johann Georg  y Pierre-Alexandre Wille o con ninguno. Sobran tutores en la lista cromática sin registro y faltan cuadros. Dicen que los vendía con mucho éxito en las ferias en las que se presentaba a fines del XVIII y principios del XIX y que sumaba medallas a las monedas en los salones galos. Constance pintó en 1801 el retrato de la mujer joven,  espejo de la melancolía toda, y el retrato de Danton ¿o no fue ella quién los pintó? ¿Fue su maestro Jacques-Louis David? ¿Una tercera persona? ¿Cuál es la obra de la pintora francesa si aquellas cicatrices en la comisura labial del hombre revolucionario no se cruzaron con las líneas de sus trazos firmes?      

Cuando la mayor parte de su trabajo perdido y ganado sigue siendo una incógnita, la firma omitida borra herederos (incertidumbre recurrente y ya clásica) y la voz justa de la autoría no deja escuchar ni su eco, solo queda que salgamos a descifrar como si de una novela policial se tratara, si aquella luz de óleo sobre la languidez de las manos pálidas que parecen de mármol –o debería escribir manos ni siquiera tibias– son en la imagen desconsolada de lamento mudo las pistas rafaelinas necesarias para dar la cifra exacta de cuántas letras tiene del nombre buscado cuando el cuadro no tiene firma. Nueve, son nueve. Constance, la mujer que pintaba personajes femeninos, a los que vestía de blanco cuando la confidencia humeaba la escena y mostraba vivas las pasivas introspecciones de dolor imborrable, posa sin haber posado en el dibujo de su autorretrato que de perfil mira en el Musée Magnin de Dijon mientras una postal que se vende en la tienda de souvenires desconoce intrigas y afirma que el cuadro “Los cinco sentidos”, ese el que un padre ciego está rodeado por su familia (los cuatro que completan la falta) es de  Constance Marie. Sin obra cierta y con mucha obra suelta a Charpentier la devaluaron sin tiempo cuando averiguaron que aquel retrato hipnótico (que alguien dijo era “la mona lisa del siglo de las luces”) no era de David.  Debemos aceptar que en términos de gazmoñería, los precedentes nos ganaban por varios cuerpos. Y los cuerpos gentiles cumplían otros requisitos, se adecuaban a otras ceremonias. El de la Charpentier, por ejemplo, grácilmente a disposición de la furia de esos años, como una brizna, como un pincel de marta asesinada en los bosques y activo en las manos de mujer tan frágil.