Los minutos iniciales de Los miembros de la familia comparten un extrañamiento que perturba. Lucas y Gilda son hermanos, viajan a un pueblo costero. La casa los recibe con un cartel que dice "clausurado", pero Lucía igualmente lo rompe. El baño no se usa porque mejor aguantarse. Se lavan los dientes en la cocina: lo que sucede allí es bien raro. La relación entre ellos parece rota.

Luego, Lucas camina profundo, va a la playa. Dialoga con una voz silente (una voz que habla sin sonidos, que se subtitula). Y se hunde en un agujero, dentro del vientre de la arena. El raccord se revela falso. Parece ser un sueño. La voz sin voz sería de la madre. ¿Desde un más allá? La relación traumática entre el ámbito diurno y el onírico siembra una sugestión que el film acentúa. Pero tomar lo visto como expresión de lo soñado no anula el realismo de esas imágenes. Es decir, no agrega tranquilidad alguna. Menos aún cuando la transición entre las secuencias guarda correlato. A pesar de que la percepción temporal se extrañe, hay una lógica causal rara, que permanece. Se trata de una sensación desajustada, como si lo que se muestra estuviera a punto de develar algo más. De este modo, las imágenes dicen algo diferente a las palabras. Como si uno y otro registro corrieran en direcciones encontradas, mientras hay algo, algo más, que insiste en permanecer escondido.

Este enrarecimiento -que hace de la primera parte del film el mejor disfrute- tiene rúbrica cuando los hermanos deban cumplir con el mandato materno: arrojar las cenizas al mar. Ahora bien, ¿qué ocurrió con la madre?, ¿dónde está el padre?, ¿hay padre? Mientras, algún libro, fotos y un llavero, delatarán paulatinamente algo respecto de ese y otros temas. Lo que surge es una mezcla no del todo clara entre religión, autoayuda, evangelismo, y un tiempo que ha sucedido pero que todavía permite escarbar entre sus cenizas. Es así cómo se habla de un accidente, también de un templo. En fin, pistas (des)encontradas, que la película de Bendesky prefiere dispersar y dejar que sea el espectador quien arme algo más o menos parecido a un rompecabezas.

Como centro de este laberinto de arena -la arena es émulo del tiempo, y el tiempo, como la arena, es inasible, se escurre entre los dedos- surge una mano. Mejor no dar más detalles, pero sí señalar el vínculo entrañable que entre la caja que guarda esta mano se establece cinéfilamente junto a aquella otra que Luis Buñuel y Salvador Dalí cortaran y guardaran en otra cajita en Un perro andaluz: mano que se replicaba y volvía hormiguero o estigma cristiano; sangre negra (como la de Psicosis, de Hitchcock) u hormiguitas. Nada casualmente, ambas cuestiones aparecen en Los miembros de la familia, ya desde un título de semánticas cruzadas: así, el hormiguero que la playa guarda como ombligo, donde se sumerge (y emerge) de forma embrionaria Lucas; tanto como las alusiones evangelistas (o de autoayuda, como sinonimia) que atraviesan a la película, junto a chakras y tarot.

Hay toda una simbología (no necesariamente críptica, sino recubierta de una pretendida pátina de ironía nada superficial) que convive y se retroalimenta, como salidas inmediatas a las preguntas de siempre, respuestas rápidas para dudas que carcomen, sean metafísicas o más tangibles. De esta manera, el paro de transporte que aqueja el regreso de los hermanos se vuelve tanto reclamo social -sinécdoque de una sociedad con conflictos palpables- como circunstancia que expresa el trauma que los personajes atraviesan: obligados a permanecer, tendrán entonces que lidiar con los fantasmas que quieren evadir.

En medio de todo esto, Gilda y Lucas procuran sacarse de encima una carga que se traduce en una casa que acumula deudas, una mano que reaparece, una voz que todavía habla (mano y voz que demandan), y una historia trágica que guarda algún secreto en el baño que se evita. Gilda, además, parece que no hace mucho quiso suicidarse. Lucas, en tanto, se escribe con una chica que tiene apellido que es, también, nombre masculino. De esta manera, la ambigüedad persigue todo el tiempo al film de Mateo Bendesky, y se acentúa con un registro que es dramático y tal vez risible. Es decir, las sonrisas están sugeridas, porque hay situaciones cómicas y gags en forma de modismos verbales: apócopes que sugieren frases largas, y estados de ánimo que no terminan de aparecer de modo pleno. También porque se trata de un universo adolescente, suspendido en una incertidumbre con la cual sus protagonistas lidian como pueden.

Es por esta caracterización y viabilidad estética cómo Los miembros de la familia guarda afinidad con el cine de Gus Van Sant (Mi mundo privado, Paraonid Park) y la sensibilidad que despiertan las historietas de Charles Forsman (The End of the Fucking World) y Pedro Mancini (Felicidad): personajes cuasi sonámbulos, más o menos caricaturescos, enmarañados en peripecias que no terminan de entender, pero con la claridad suficiente para saber qué es lo que no quieren. Hieren y aman por igual. Los sentimientos están a flor de piel así como las ganas de experimentar un subidón por la nariz tanto como un puñetazo. Una situación compleja, porque en tanto hermanos "en trance", Lucas y Gilda lidian con un entorno que les adormece y con las ganas internas de despertar.

Lo expresa la música -reiterativa, electrónica, sumida en sí misma- y las tonterías que la web dispersa y a las que tantos encuentran apego: la realidad sería el resultado de un cálculo digital. Todos y todas, meros títeres numéricos de un software. Es más, Bendesky lleva esta situación al límite, y logra en un momento traspasar la barrera entre lo real y lo virtual. La transición entre estas escenas -analógicas y digitales- es por corte directo. La imbricación entre el sentir analógico (nostalgia cinematográfica) y la "realidad digital" es total. ¿Y si todo fuera en verdad consecuencia de un sueño numérico? Hay una pista que deja entrever algo diferente: los sentimientos aparecen. Justamente, son ellos los que sabrán cómo salir airosos del entuerto, y encontrar un cauce redentor en las vidas de cada uno de los personajes.

Los miembros de la familia

(Argentina, 2019)

Dirección y guión: Mateo Bendesky.

Fotografía: Roman Kasseroller.

Montaje: Ana Godoy.

Reparto: Laila Maltz, Tomás Wicz, Alejandro Russek, Edgardo Castro, Sergio Boris, Ofelia Fernández.

Duración: 85 minutos.

Distribuidora: Cinetren.

Salas: Cines Del Centro.

7 (siete) puntos