El debut de Alejandro Fadel como realizador de cine fue con el largometraje de ficción Los salvajes, que filmó en Córdoba y se estrenó hace siete años. Para dirigir su segunda película, Muere, monstruo, muere, el director mendocino tenía ganas de volver a filmar en la tierra del vino, su provincia. “Había hecho algunas cosas en Mendoza hacía mucho tiempo”, recuerda. Fadel tenía ideas previas a la historia ficcional con ciertos paisajes que quería retratar y algunos personajes que los habitaban. “Quería filmar un monasterio, un hospital psiquiátrico, un regimiento de frontera en la montaña. Entonces, había una idea previa que en las dos películas me surgió parecido, antes de la ficción, como una base documental”, cuenta el cineasta, mientras explica que en esos sitios quería estar con gente que los habitaba y estudiar cómo se llegaba a los mismos. Todo esto implicó una suerte de exploración previa que Fadel suele hacer antes de elaborar cada historia. “Por otro lado, quería trabajar una historia que estuviera corrida del naturalismo y el paisajismo o las cosas más folklóricas que se puede esperar de un cine hecho en la provincia. Y contar algún elemento sobrenatural”, explica Fadel. 

Justamente, el elemento sobrenatural está presente en Muere, monstruo, muere, su segunda ficción que se estrena hoy. Todo comienza en una región en la cordillera de los Andes, donde aparece una mujer muerta, más precisamente decapitada. Cruz (Víctor López), el oficial de policía, se encarga de la investigación. David (Esteban Bigliardi), el marido de Francisca (Tania Casciani, amante de Cruz en la ficción) se convierte en el principal sospechoso. Una vez internado en un hospital psiquiátrico, David sigue defendiéndose con las brutales y extrañas apariciones de un monstruo. A partir de entonces, Cruz se empeña en demostrar una misteriosa teoría en la que se mezclan nociones de geometría, viajes y una voz interior, obsesiva, que repite como una letanía: “Muere, Monstruo, Muere...”. 

El segundo film de Fadel es un raro ejemplo de cine argentino porque trabaja el género de terror mezclado con el fantástico, pero parte del policial. Su opus dos tiene un nivel de calidad de imagen y fotografía que merece ser visto en buenas pantallas. Pero la situación no es la mejor para el cine nacional, sumado a que en estos momentos la proliferación de tanques estadounidenses asfixia a las producciones argentinas. Y debido a la escasa cantidad de pantallas se corre el riesgo de que pase inadvertido un film con suficientes elementos para ser visto de la mejor manera: hay decapitaciones, mucho gore, sangre, elementos viscosos, pero sobre todo, grandes ideas y un clima psicótico muy bien construido, como si fuera un “terror lacaniano”.  

–Tanto Los salvajes como Muere, monstruo, muere se valen de elementos de un género para abrirse hacia otro tipo de relato...

–En Los salvajes la inspiración era el western o la película de aventuras. Y jugaba un poco con hacer un western al revés: en vez de que se vaya construyendo una épica, se iba disolviendo una épica. Era una pequeña parte política de la película, una mirada que no sé si leyó en su momento pero que estaba en mi cabeza dando vueltas. Y en ésta laburé un poco la idea de lo discursivo. En Los salvajes, el discurso se iba perdiendo y en ésta el discurso se va enrareciendo. El peso de la palabra tiene que ver en las dos películas y también la relación era el género. En aquella era jugar con los tópicos del western y en ésta con el cine de terror, un género del que siempre fui un asiduo consumidor. Pero también estaba la pregunta de cómo filmar una película de terror fuera de la norma hegemónica norteamericana, del tipo de relato. 

–La cuestión del miedo no la pensaste de una manera alegórica, ¿no?

–El miedo estaba presente como tema de la película desde el inicio. ¿Qué se produce cuando hay un vacío de sentido, un vacío afectivo? Es el tema central de la película: distintas formas de controlar el miedo. Hay psicofármacos, alcohol, violencia policial, religión. 

–Si bien no te gustan mucho las metáforas ni las alegorías, el corte de las cabezas de las mujeres, ¿puede funcionar como una metáfora del corte de ideas en una sociedad de control y normativizante?

–Es bastante interesante porque nunca lo pensé de manera tan directa. Si bien el género fantástico se presta más a la metáfora, a la alegoría, a la interpretación, intento estar más cercano a cineastas que logran combatirla: trabajar más cerca de la materia y menos de la alegoría directa. Entiendo que puede tener interpretaciones pero me gusta más la idea de que tenga múltiples interpretaciones o que sea abierta. Sin embargo, el hecho de que sean todas mujeres las que mueren y sin la cabeza puede haber algo ahí, algo en el monstruo, en la forma de atacar y en el elemento que elige cortar. En términos más teóricos, podríamos llamarlo como un miedo masculino a perder el poder territorial y usar a esos cadáveres como marcas.

–¿No debería ser leída como un abordaje de la violencia de género?

–Es un elemento que contiene la película pero no fue mi intención que fuera de denuncia o plantear el tema en exclusiva. Habla tangencialmente de eso y también de ciertas formas de control y poder, como decía, que son históricamente masculinos. Entonces, habla más de una cierta incapacidad, y por momentos cierto cinismo en otros personajes, y de cierta desidia de un grupo de policías varones intentando alcanzar una verdad. 

–No te gusta la psicología de los personajes pero en la historia lo psíquico y más específicamente la psicosis juegan un rol importante.

–No me interesa la psicología de los personajes en cuanto al trabajo de la dramaturgia: de dónde viene un personaje, qué historia tiene, ni que a partir de eso el actor imagine. Me gusta más trabajar en la superficie, en los modos de habla, en la forma de mirar, en los silencios, en el encuadre. Es decir, que el actor tenga el mismo peso que otros elementos de la puesta en escena. Pero sí creo que la película, en uno de sus niveles de lectura, está atravesada por cierto psicoanálisis más duro que pone al discurso y a la palabra en el centro de su estudio o de su saber. En ese sentido, puede estar cerca del psicoanálisis duro pero también de la poesía: cómo la poesía logra llegar a una verdad, mediante el combinar palabras que antes no se habían utilizado juntas, y que no habíamos imaginado que esa verdad podía llegar a estar ahí. Eran los dos polos para trabajar en el lenguaje y, a partir de eso, el terror trabaja adonde el lenguaje no puede acceder. 

–Dijiste que a Esteban Bigliardi ya lo habías elegido desde un comienzo, pero que para el otro personaje, el que que interpreta Víctor López, debía ser alguien que no hubiera aparecido en la pantalla grande. ¿A qué se debía?

–A Esteban le había ido contando del proyecto, sobre todo porque era importante que la voz de él atravesara la historia y lograra embrujar al otro personaje, casi como si el lenguaje fuera un virus que puede captar la psiquis de otra persona. Tratándose de un psicótico tiene un lenguaje alucinatorio y delirante pero, a la vez, tiene un orden, un peso y una fuerza de verdad. Eso se lo tenía que imponer al otro personaje. En ese sentido, me parecía mejor un actor que no tuviera tanta conciencia de la cámara y del relato y que no tuviera mucho trabajo en cine. Si bien Víctor tiene mucho trabajo en teatro, tiene una vida también muy barroca en las actividades que ha realizado. Básicamente, con los actores, cuando hago casting o voy a tomar una cerveza para charlar un poco es más una cuestión se sex appeal. Con todos los actores que están la película hubo una especie de enamoramiento. Y partí de ahí para empezar a trabajar. En el caso de Víctor me emocionó mucho la primera vez que lo vi porque algo que intuí desde el guion era que esa persona podía aparecer, pero no lo sabía. Y esa incertidumbre, ese azar me mueve, me estimula a tener fe en que esa persona, ese espíritu va a aparecer en la película. 

–¿Ese universo alucinatorio y lo sobrenatural son elementos que te gustan no sólo como cineasta sino también como espectador?

–Me gustan las películas que me ponen en estado de cierta incomodidad, de cierto misterio. Me parece que el actual es un buen momento para pensar lo que quiere decir el sentido, la preocupación por entender todo, porque todo sea explicado. Y explicado significa, en general, fácilmente digerido. No es en desmedro de otras obras audiovisuales, pero sí de ciertos mecanismos de la televisión que se están imponiendo, de formatos narrativos que ni siquiera retoman el cine sino la literatura más clásica. Dejan de lado ese espacio que el arte necesita tener de vacío. Me interesa ese lugar incierto donde uno cree entender y, a la vez, no. Eso me gusta en los directores y también la elipsis, el lugar de la incertidumbre y del misterio.