A la orilla del río/ un niño solo/ con su perro.

A la orilla del río/ dos soledades/ tímidas/ que se abrazan.

Juan.L.Ortiz

 

Por Rosana Guardalá

Entre una loma que nacía de otra, como en la cima de una pequeña colina, había un cartel: Bar. Cerveza. Pan casero. Refrescos. Una casa mínima, ahora dos espacios que habían sido uno, ahora se dividía en dos. Una posible diferencia entre lo familiar y lo público. Pronto descubriría que esa distinción era algo que yo traía, desde el otro lado del río, de un modo de existencia en el que la vida pasa por las horas que marca la temperatura del sol.

Se estaba haciendo el mediodía. Si bien se habían cruzado en otro momento de la vida, sentían, se estaban conociendo. Este era el primer día que pasaban más de cuatro horas fuera de algún departamento. No había plan claro. Todos los planes eran el plan. Pasaron de largo el lugar. Dieron marcha atrás. Él le dijo que la invitaba a tomar una cerveza a ese bar. A ella le pareció casi una aventura. Estacionaron el auto a un costado, mientras una nena gritaba "Abuela, llegó gente". Subieron la escalera de cemento delgada que llevaba hasta el destino. Desde abajo, se veía una cortina de plástico, un oleaje liviano entraba y salía marcando la puerta de la despensa. Se adentrarían en la espuma del mar. Se meterían debajo de la ola para sacar la cabeza cuando la espuma bordara la orilla.

Afuera de la despensa había una sola silla de metal tapizada con una cuerina agrietada. Ella recordó a su abuelo sentado en la puerta de la casa de su madre viendo pasar a los vecinos. Salió una señora de la casa de al lado, les dio la bienvenida y le preguntó qué estaban buscando, también si eran de por ahí (pero sabiendo que no lo eran) y si tenían hijos. Todas las preguntas en la misma línea temporal, sin orden de jerarquía ni de confianza. La privacidad no era una opción, el silencio tampoco. Habían aceptado la aventura. La señora le preguntó si iban a llevar una o dos latas. Él dijo una, ella dos. La señora sonrió y sacó dos. Les cobró y les preguntó si querían sentarse afuera a tomarlas.

Mandó a su nieta más grande a buscar dos sillas. Las trajo corriendo y las acomodó en ronda. Ninguna de las tres era igual a la otra. Desde donde estaban se veía pastar al sol un caballo blanco. El resto eran colinas, colinas. Recordó "Hay colinas" y dejó de recitarlo internamente cuando él le preguntó a la dueña del lugar, cómo se llamaba. "Paula".

Los nombres no existen antes de las personas y las personas nacen con los nombres, o los nombres con las personas, pensó pero no lo dijo. Tomó otro sorbo de cerveza y acomodó la mitad del cuerpo a la sombra, como queriendo equilibrar el sol que ya se hacía sentir. Recordó que su mamá había pensando en llamarla Paula pero que no lo había hecho porque había sido la hija de una vecina, una niña hermosa, que había enfermado y muerto. Su madre temía que la muerte tuviera ciertas debilidad por algunos nombres.

Paula, la dueña de la despensa, había tenido un marido que había sido pescador. Les contaba cómo iba y pescaba y cazaba. "Se iba días y traía comida y bichos para vender. Así hicimos esta casa. A él le gustaba irse y se quedaba varios días. Pero siempre volvía a casa. Un día enfermó y el Señor quiso que se fuera con él". Paula no había vuelto a amar a otro hombre, dijo. Ahora vivía con su hija que la ayudaba en la despensa y sus nietas. Tenía otros hijos e hijas en diferentes ciudades de la Argentina. Pero ella viajaba poco. "Todos vuelven a casa alguna vez". Les preguntó si tenían hermanos, hermanas. Paula dijo que la hija que la ayudaba se llamaba Carolina y la mamá de las chicas, que ahora no estaba, Romina. Los nombres de las hijas de Paula se repetían en los nombres de las hermanas de la chicas. La cerveza se había terminado. De la casa salía la voz de una adolescente que decía "Si no me acuerdo no pasó, no pasó". Ella y él sonrieron. Todo a su alrededor estaba cubierto de un sol sofocante que despuntaba ternura en la lengua de estas mujeres. La niña más pequeña se acercó a la chica y le regaló unas flores de plástico que ella se puso inmediatamente en el pelo. Una ofrenda amorosa en medio de los campos silenciados después de la cosecha. Saludaron a Paula y quedaron a pasarían alguna otra vez a comprar pan casero. Subieron al auto. Ella le contó que su madre había pensando en llamarla Paula pero que no lo había hecho. Él sonrió y le dijo: El amor detrás del nombre es lo que realmente me importa.

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