En una entrevista, Hebe Uhart dijo que las mujeres finalmente son libres cuando llegan a una edad, después de los sesenta, en la que ya no son miradas por los hombres. Como todas las frases, está no puede ser totalmente cierta pero es brillante porque invierte lo que la sociedad marca como descarte: una mujer mayor, ya entrando en la vejez, no es un objeto en desuso sino alguien que tiene enfrente toda clase de posibilidades nuevas. Y las protagonistas de Wine country, la comedia que Amy Poehler dirigió para Netflix, están en algo parecido a un umbral, si bien con unos años menos, además de ser un grupo de amigas cuyas grandes crisis y pequeños dramas no provienen de sus vínculos con varones (parece algo que se daría por sentado, pero hubo una época en que una película sobre mujeres de 50 era El club de las divorciadas, construida alrededor de la venganza hacia los maridos que las habían dejado por mujeres más jóvenes). 

Es el cumpleaños número cincuenta de Rebecca (Rachel Dracht) y sus mejores amigas, que se conocieron un par de décadas atrás cuando trabajaban como mozas en la misma pizzería, le organizan un viaje de tres días al valle de Napa para festejarlo. Una conversación telefónica en la que arman el plan alcanza para presentarlas a las seis: está la madre sola absorbida por lxs hijxs, la que acaba de quedarse sin trabajo, la que tiene una cadena de pizzerías y no puede parar de trabajar ni un minuto, la psicóloga que ayuda a otrxs pero no puede asumir que el marido es un desastre, la lesbiana que se acaba de operar las rodillas y en un momento va a fantasear con levantarse a una chica mucho más joven, y por último, la que le tiene miedo a todo y prefiere quedarse instalada en su rutina. Eso para empezar, porque también están los secretos, ese mar de fondo que incluso en los grupos de amigxs se mantienen a raya con tal de apuntalar esa idea de que pase lo que pase y a pesar de los cambios, el grupo seguirá unido. El cronograma de diversión ininterrumpida que ha organizado Abby (Amy Poehler) incluye cenas, compras, degustaciones en viñedos y hasta sacarse una foto grupal con un dron vestidas con remeras alusivas al cumpleaños, en una muestra de esa rara idea de fiesta que se alimenta de mucho “Uuuuh” con el puño levantado, como si en lugar de surgir espontáneamente necesitara cheerleaders.

Pero el entusiasmo casi de secundario -y la idea de felicidad banal y consumista que lo sustenta- con el que encaran el festejo se choca de frente, en primer lugar, con la mujer que les alquila la casa en Napa, una Tina Fey ruda y vestida de estanciera a la que no le parece tan mal que el marido muriera de un infarto a los 49. Y luego con una tarotista mala onda que, en lugar de ofrecerles un momento divertido, las ponen en evidencia frente a las otras: todas tienen cuentas pendientes, asuntos por encarar, y los cuarenta y pico parecen un momento para reinventarse tanto como cualquier otro. La película irá desarmando esa superficie de diversión en un grupo armonioso para encontrar, como una joya en el barro, otro tipo de amistad más profunda, que soporta las tormentas y las críticas, un poco como lo hacía la muy superior Damas en guerra. Pero lo hace a través de un guión desparejo y hasta desprolijo, con momentos de buena comedia a cargo de estas ex Saturday Night Live (especialmente todo el humor alrededor del esnobismo de la degustación de vino) y  otros realmente lamentables. Hace un efecto raro, incluso, ver cómo estas comediantes brillantes y bien plantadas derrapan en momentos no tan logrados de una película que parece más bien una suma de sketches, y que en un punto es una oportunidad desaprovechada porque no es frecuente encontrar papeles para mujeres de mediana edad que no solo no consistan en ser la madre en segundo plano, sino que pongan de relieve la complejidad y variedad de un momento de la vida poco representado en el cine.