La primera novela del periodista y escritor Diego Erlan escondía en su título un tiempo futuro: El amor nos destrozará. Si bien se trataba de una traducción de la canción emblema para una generación de jóvenes nacidos en los setentas de Joy Division (“love will tears us apart”), involuntariamente anticipó el título y el tema de su nueva novela, La disolución, y marcó al mismo tiempo con solidez cierta continuidad estilística, una escritura lírica e imaginativa, plagada de referencias a consumos culturales, una telaraña de discos, libros y películas que construyen la subjetividad de sus personajes. Como si los destrozos augurados en aquella novela de iniciación fuesen una forma extraña de derrapar con lentitud. Extraño, sí: la novela de Erlan narra una historia de amor potente y sorpresiva, una forma de amor que en cierto modo no tiene que ver con el lento desmoronamiento de las relaciones que duran más que tres meses y que desde el título pareciera hacer referencia. ¿Acaso las disoluciones no llevan tiempo? ¿No son morosas, lentas y degradantes como el sedimento?  Porque en la novela de Erlan, la disolución que el título alude parece ir en contra de la propia narración: chicas intensas, noche porteña, música, música y más música, referencias a la cultura popular. Y el enigma por el título se mantiene intacto, ¿qué narra La disolución? O mejor dicho, ¿quién narra la disolución?

Simón, un camarógrafo de televisión con ambiciones de convertirse en director de cine, recopila en su casa varios archivos, mensajes de teléfono, mails, notas y fichas sobre personajes, frases, algunas fotos y varios discos, con los cuales pretende construir una historia de amor en vistas de armar un guión, una ficción, un documental, una película. Sin embargo, las partes disueltas en lugar de contener una estructura que salte a la vista se diluyen; no hay metonimia que le proporcione una forma completa de la historia o le de una imagen completa sobre esa chica, Monserrat, que una noche, en un recital, le voló la cabeza, con quien vivió una historia desaforada de amor condenada a la extinción.

Una reventada, categoriza la ex de su hermano. Pero más que una reventada, para Simón es un enigma. Y no tanto el enigma del amor sino de la escritura misma. Porque mientras el relato avanza con sus fragmentos y pequeñas historias, Erlan teje una voz que se construye de diversos híbridos. Fiel a la tradición del Fogwill en “Help a él” y Vivir afuera, al amor desquiciado de Setembrada de Eduardo Belgrano Rawson, a las disquisiciones etílicas de Abelardo Castillo en El que tiene sed  e incluso a las voces desgrabadas de Manuel Puig, Erlan disuelve el marco de los formatos para darle paso a una voz que agrupe todas las voces y se funde en un mismo plano el pasado con el presente, el recuerdo de Simón que reconstruye la historia de Monserrat: una chica con un derrotero tortuoso, adicta a la frases de Charly García y a las relaciones poco fructíferas, fotógrafa de bandas indies con ambiciones cinematográficas, desesperada y desesperante que arrastra a su grupo de amigas por las calles de Buenos Aires. 

¿Dónde radica el misterio? Simón observa y recuerda mediante encuadres cinematográficos. Las imágenes lo obsesionan; la imagen de una bombacha en el baño, la imagen de Monserrat sacando fotos en un recital, las imágenes del pasado de esa chica que no vio pero puede imaginar. Y por otro lado, las palabras; las conversaciones sobre bandas, las frases sueltas en relación a la música, al cine, a los poetas, las sentencias de vida que parecen atentar como una venganza irracional contra el presente; los extensos mails de amor derrapado. Como si se tratara de un timeline de edición cinematográfica, las imágenes van un por un lado, mientras que el sonido parece estar en otro. El narrador señala que les gusta hacer el amor con la luz prendida, mientras para charlar después del acto, apagan las lámparas: ver el hecho para grabarlo con la cámara de la memoria, y a oscuras, recopilar el material auditivo. Como si existiera una disociación entre imágenes y palabras, el montaje de la escritura le  permite encontrar un sentido narrativo y un ritmo.

Ese punto ciego y oscuro es, tanto para el narrador como para Simón, para Montserrat, para su grupo de amigas, incluso para el hermano de Simón y la ex pareja de Montserrat (un fotógrafo emblemático que habitó un neuropsiquiátrico con ella) un momento de fuga y de paz; es el momento de oscuridad de la noche porteña moderna, donde los personajes se encuentran y desencuentran. El bar donde Simón siente esa súbita atracción por Monserrat se llama, no ingenuamente, Sputnik: el recordado programa de tres satélites rusos puestos en la órbita terrestre que, paradójicamente, dos de ellos no llevaron tripulación y desataron la carrera por el espacio. Como si las relaciones fugaces, intensas y desesperadas no fueran más que eso; una máquina enviada a la órbita de los recuerdos y que, tiempo después, demanda una narrativa que no cruce las causas con los efectos sino que contenga, como pueda, la súbita fugacidad de una emoción.