Lo primero que le envidié fue el nombre: Leopoldo Brizuela. Sólo dos cosas puede ser una persona que se llama así: prócer o escritor. No es que yo quiera o haya querido ser prócer alguna vez, pero siempre quise escribir, ser escritor. O algo que imagino como un escritor. Y cuando años atrás supe que había alguien con ese nombre –Leopoldo Brizuela– me pareció de lo más natural. Aunque también me pareció una avivada, como si el portador del nombre jugara con ventaja. El signo y el significado, pensé, nunca se acoplaron tanto.

Leopoldo Brizuela, como su nombre lo indica, es un escritor en el más hondo sentido de la desgracia: un hombre que imagina, recupera, transforma, complejiza y narra. Un escritor, además, virtuoso; un escritor que –al menos así lo siento yo– no menosprecia el asunto en que está metido. (Hay una tendencia, probablemente una reacción a cierta figura antipática y tal vez rancia del escritor, una tendencia a tomar en sorna este trabajo, el oficio). Brizuela –y esto también es algo que yo siento– forma parte de ese puñado de autores argentinos que reivindica y exalta, no la figura pero sí el oficio. El trabajo artístico, ya que estoy en plan atrevido y exaltador. No hace falta ser un prócer para conseguirlo; apenas alcanza con ser honesto y abrazar alguna forma de obsesión.

A Brizuela se le nota todo eso en cada una de sus novelas, en el trabajo de documentación que se manda, en las volteretas elegantes con el lenguaje, en su inmersión en la inmanejable ambigüedad de la literatura.

Y esa salvaje inmersión es lo segundo que envidié de Brizuela.

Poliya, la niña que hace el punto de vista de Ensenada, la niña de la memoria, llena de matices y dobleces un mundo que aparenta ser puro gris. O puro negro y blanco. (Estamos en 1955 y hay unos cuantos negros en Ensenada, negros peronistas sobre todo). La mirada de Poliya se extiende a través de las páginas como el ojo de un director de cine candoroso; un director que además se empeña en ocuparse de todo: producción, sonido, vestuario, guión, etcétera etcétera... la mirada y el empeño de un escritor, digamos. Poliya –la voz narradora que se apoya en Poliya y, con ella, en el amoroso léxico familiar que Poliya persigue–, Poliya desubica cada cosa en su lugar, arma una posible puesta en escena a partir de perfectos planos secuencia, y hace así que la narración avance. Es un avance al galope de las voces que Poliya registra, las voces que el narrador recupera, atravesadas, desde luego, por la literatura. Todo esto, quiero decir, conseguido desde una abrumadora destreza técnica. O sea, el tipo es un escritor de puta madre.

 La patria es el otro, eso es algo que sabemos hasta el hartazgo, y capaz que de tanto saberlo perdimos las últimas elecciones. También la narración es el otro, la voz del otro, la mirada del otro. Cualquiera que escribe –que es lo mismo que decir, cualquiera que lee– lo hace para ver y sentir desde el terreno ajeno. Lo que supone que uno –lector o narrador– esté bien dispuesto a habitar aunque sea por un rato sus zonas más oscuras. A cuánto estamos dispuestos nosotros... Ensenada es una novela políticamente incómoda. Así como también lo es Una misma noche, su novela anterior. Entre otros ecos, a mí me llegó el alarido de Germán Rozenmacher y su “Cabecita negra”; se acordarán: el señor Lanari, un burgués pequeño pequeño, que una noche cualquiera sufre la intromisión de la negrada y su barbarie. Es cierto que son autores de distinta factura, Rozenmacher y Brizuela; es verdad que la familia Grimau, de Ensenada, es entrañable, política y humanamente (ya sé que son sinónimos); mientras que el señor Lanari de “Cabecita negra” no merece ninguna simpatía. Pero en ambos casos late el desbarajuste que el peronismo –tanto en su esplendor como en su ocaso– provocó en nuestra vida.

Sin embargo lo que yo más envidio de Brizuela es, una vez más, la literatura. Leí una hermosa reseña que la escritora Pía Bouzas hizo de Ensenada. Como a Pía, también a mí me encantó el trabajo de Brizuela con el lenguaje. Busqué decir lo mismo que Pía de otra manera, pero para qué... dice Pía: “Los personajes son voces (¿cómo podrían ser de otra manera?) y en sus voces resuena un español rioplatense un poco anacrónico y a la vez profundamente íntimo. ¿Cuánto de esa lengua nos sigue hablando hoy?” 

Otra vez, digo yo, es el amoroso léxico familiar lo que deslumbra, el amor a las personas y a las palabras. Junto con las voces –y también esto señala Pía– junto con las voces están las imágenes, que además de puntillosas y delicadas redondean el mundo de esta novela. 

“La tía –dice el narrador de Brizuela en las primeras paginas–, la tía dejó caer el bife sobre un montón de harina y comenzó a palmearlo como dándole ánimos”. 

Qué belleza, una imagen que por sí sola –como suele decirse– es capaz de construír un mundo, una imagen que resume una época. Aunque la memoria que narra Leopoldo Brizuela se asiente mucho más en el lenguaje, en el léxico familiar, que en la pretensión de describir algo de manera fiel. 

Nunca es fiel la escritura, pero como dice el propio Brizuela, es siempre más profunda y verdadera. 

Toda la verdad de esta novela se asienta en los berrinches de la abuela, en el parloteo de los tanos, en los temores de la tía Tota, en los dislates de Poliya... en la fisura de esas voces que, juntas, son un griterío. El grito de corazón de Leopoldo Brizuela, este prócer que por suerte no lo es. 

Texto de presentación de Ensenada, 

último libro publicado de Leopoldo Brizuela.