Como un ascensor que siempre iba al piso equivocado. “Si querías ir al quinto, paraba en el sexto. Si lo llamabas del tercero, iba hasta el cuarto. Así me pasaba con mi voz”, dice Linda Ronstadt, la Primera Dama del Rock según la prensa estadounidense (acá una revista la difundió como “la heredera de Elvis”), que entonces todavía no sabía que sufría de Parkinson, aunque ya percibía sus consecuencias. “De pronto me vi gritando cuando antes no lo necesitaba”, recuerda quien hasta entonces nunca había necesitado de atajos para conseguir una presencia fuerte sobre el escenario. “Cantar era como estar viendo la película de algo que estaba pasando. A mí me tocaba contar la historia. Pero el gol era que cada uno, al verme, pudiera hacerse la suya”.

Como sucede con muchos intérpretes de carácter, su fuerte, el lugar donde más y mejor hacía relampaguear su garganta, era en los recitales. Por eso cuando hace poco se supo que habían rescatado una presentación televisiva en Los Angeles de fines de los setenta, el pico comercial de su carrera, para convertirla en su muy demorado primer disco en vivo (Linda odiaba escucharse y retocar las grabaciones lo cual impidió hasta ahora este tipo de lanzamientos) la noticia se difundió rápidamente y acaparó varios medios y sitios de interés. Hasta ahí lo esperable. Lo que no estaba en los cálculos es que en cuestión de horas trepara al primer puesto de discos más vendidos en Amazon, tanto en formato CD como en vinilo, y que durante unas buenas semanas se mantuviera ahí en lo alto, protagonizando una suerte de revival Ronstadt que coincidió con llegada de The Sound of my Voice, un documental que –según la revista Variety– acertó al contar “la fascinante historia de una de las mujeres más poderosas de la historia de la música pop”.

Cómo es que Linda Ronstadt, siendo en sus inicios una muchacha tímida y criada en una zona fronteriza de Arizona, llegó a convertirse en esa mujer avasallante a la vez que vulnerable, capaz de cantarte las cuarenta con belleza y determinación, ícono femenino de los Estados Unidos e “intérprete de su tiempo”, es la historia que se está volviendo a contar. Sarah Larson, columnista de la revista The New Yorker, acercó una explicación al recordar qué rol jugaba Ronstadt cuando irrumpió con su perfil joven y rockero: “Ayudó a sentir el country como algo un poco más cercano para los que en el auto poníamos los Beatles, Chuck Berry y Rod Stewart si queríamos rock; Pete Seeger y Arlo Guthrie si preferíamos folk; o Aretha Franklin si estábamos para algo más soul. Era una época salvaje y ella nos ayudaba a darle sentido”.

Casi cuarenta años después, ese poderío y esa capacidad de comprensión son revalorizados en este sorpresivo Live in Hollywood (en cuya portada guarda un curioso parecido con Gabriela Sabatini) que se ubica justo antes de su primer gran giro estilístico, cuando a tono con esos primeros años ochentas de raros peinados nuevos en los que se animó con la new wave y un sonido más directo. Luego también probaría con el clásico cancionero americano, el musical de Broadway y hasta con las rancheras mexicanas. Pero eso fue después. En 1979, que es cuando grabó aquel especial para HBO, Linda todavía era “esa chica de al lado” con restos de acento sureño que había logrado abrirse paso ante más de una situación de subestimación. Por ejemplo, cuando en sus inicios le tocó abrir una gira para Neil Young y su tecladista Jack Nitzsche –reconocido colaborador de Phil Spector, Rolling Stones, entre otros– se pasó todas las noches diciéndole que no estaba a la altura de Young y que iba a convencerlo de que la reemplazara con otras cantantes.

“Probablemente tenía razón, yo recién empezaba y todavía estaba encontrando mi voz”, contó en Sueños sencillos: memorias musicales, la autobiografía que publicó en 2013. “Pero no tenía derecho de decírmelo así, siempre de manera agresiva. No iba a permitir que me quebrara emocionalmente”. Y no lo permitió. Al poco tiempo Ronstadt consolidó una banda de acompañamiento con los futuros Eagles y efectivamente encontró su camino. Un sonido equidistante entre las armonías vocales de California y la prolijidad más canónica de Nashville (dos referencias del country-folk de entonces). Y sin perder nunca el fuerte carácter de su voz que –además de traer oldies como Chuck Berry, Roy Orbison, Buddy Holly y otros a su presente– se nutría de autores nuevos como Jackson Browne (en su hit “Rock me on the Water”), Warren Zevon (“Poor Poor Pitifull Me”) o el propio Neil Young (“Love Is a Rose”), además de descubrimientos personales como las hermanas McGarrigle, un desconocido dúo canadiense que practicaba un precioso folk en miniatura y le trajo su primer gran clásico: “Heart Like a Wheel”.

“Una noche volvíamos en taxi con (el músico country) Jerry Jeff que empezó tararear lo que se acordaba de una canción que decía era para mí. Resultó ser ‘Heart Like a Wheel’. Y fue como una bomba”, contó Ronstadt en su libro. “En esos pocos versos pude sentir cómo el tema abordaba el amor romántico desde un lugar auténtico y original. De inmediato sentí que lo tenía que cantar, que efectivamente era para mí”. Vale la pena recuperar éste énfasis sobre “Heart Like a Wheel” (Linda tuvo que insistir bastante para poder grabarlo; tanto su primer manager como Capitol lo consideraban cursi) porque da la medida del instinto y la convicción que a lo largo de su carrera volvió a demostrar varias veces. Por ejemplo cuando cansada de la rutina de discos, promociones y giras convenció a Nelson Riddle, legendario arreglador de Frank Sinatra y Dean Martin, para hacer todo un disco dedicado a estandars del cancionero americano (que volvió a ponerlo a él en el candelero tras veinte años de ostracismo y a ella como figura neoclásica en plena posmodernidad ochentosa). O cuando, en un salto estilístico similar, siguiendo los pasos de su admirada Lola Beltrán, publicó un disco de rancheras en castellano (el primero de ese tipo en el mainstream estadounidense) que no sólo la conectó con sus raíces en Arizona sino que demostró que ese repertorio también podía ser apreciado por un público masivo.

“No grabo ningún tipo de música que no haya escuchado cuando tenía diez años en el living de mi casa”, señaló para poner en contexto estos “saltos” de género que provocaban  malhumor en la industria y ponían a prueba a sus fans (que casi siempre dieron el visto bueno). “Es una regla que no quiero porque... no podría funcionar de otra manera. Realmente pienso que sólo podés cablear, hacer sinapsis, con tu cerebro hasta los diez o doce años. Y que ciertas cosas no podés aprenderlas de manera auténtica después”. De ascendencia alemana, mexicana e inglesa por parte de madre y padre, el ambiente donde se formó Ronstadt (potenciado por ser de Tucson, ciudad fronteriza con México, una zona de fuerte intercambio cultural) era muy estimulante, con jornadas musicales hasta altas horas de la noche. “Si una canción no sonaba en la radio, si mi papá no la tocaba en el piano, si mi hermano no la probaba en la guitarra o si mi madre o mi hermana no la cantaban por las mañanas, no la puedo cantar. Ése es el criterio que utilizo para armar mi repertorio. Tan simple como eso. Todas mis influencias y mi identidad es resultado directo de lo que sonaba en ese living familiar de Tucson”.

Lo anterior explica por qué para Linda Ronstadt nunca fue un problema el hecho de no ser compositora. “Normalmente llevaba a la banda las canciones y la dirección que quería tomar”, contó a principios de los 2000. “Muchas veces también se me ocurrían los arreglos u otros detalles musicales. Me pasaba que si llevaba al ensayo una canción R&B, trataba de que nos saliera bien country: le ponía una guitarra pedal-steel y armonías de dobro y de bluegrass. Pero si caía con un tema country, lo llevaba para el lado del rock and roll”. O sea, una composición indirecta. En The Sound of my Voice, el cineasta Cameron Crowe lo explica así: “Cuando te volvés tan afilado como estilista de una canción, de alguna manera obtenés su autoría. Es así. ¿A quién le importa quién escribió y grabó originalmente ‘Blue Bayou’, incluso si se trata de un grande como Roy Orbison? Cuando escuchás la versión de Ronstadt es como si estuvieras escuchando la única versión”. 

“Blue Bayou”, por supuesto, está in Live in Hollywood, lo mismo que “Desperado” (original de dos Eagles) y esas baladas de aire country como “Faithless love” o “Willin’” donde gracias a su crianza sureña pudo encontrar el punto justo entre sensibilidad y tradición. “Recuerdo esa presentación como de mucho calor y sudor” dice sobre aquella noche hoy rescatada en una entrevista que dio para la cadena CBS. “Realmente fuimos a fondo con la banda. No había vuelto a escuchar la cinta hasta hoy y estoy gratamente sorprendida”, sostiene Linda, que dio su último show en 2009 pero recién en 2013 anunció que sufría de Parkinson, lo cual conmovió al mundo artístico y motivó que –como suele suceder– rápidamente se activaran los homenajes; el más importante, una condecoración que le entregó el entonces presidente Barack Obama, un fan declarado. 

“Ahora paso mis días trabajando con mi huerta y también leyendo mucho. Como no puedo estar demasiado tiempo parada aprovecho para hacer fiaca”, sonríe sin remordimiento. “Una vez me preguntaron por qué creo que la gente canta. Respondí que por varias de las mismas razones que cantan los pájaros: para cortejar a su compañero, para delimitar un territorio o por el simple deleite de estar vivo un día de sol”. 

Residente desde hace años en un barrio de San Francisco desde donde puede verse el famoso Golden Gate, dice no guardar cuentas pendientes; salvo, quizás, el poder acompañarse con su voz, como solía hacer. “Cantaba en la ducha, manejando mi auto, mientras escuchaba la radio o lavaba los platos. Y no puedo hacer nada de eso ahora. Ojalá pudiera. No echo de menos actuar, pero sí cantar”, asegura con inevitable melancolía, aunque también con la paz de saber que su voz y sus canciones andan por ahí, como los pájaros, celebrando el día de quienes lo quieran celebrar.