En el chino de Tablada, Nancy, la dueña, chatea por el celu con la madre que está en China. Wu sonríe por detrás del Skype de su sobrina y hace comentarios en mandarín. Son murmullos, entresijos, soliloquios. Creo que habla solo. Ni en chino se entendería. En el tele, mudo, hay un canal gourmet que pasa manjares, algunos exóticos, otros criollos, una chica, un gordo, dos pelados que cocinan en un país, Argentina, donde la mitad de los niños son pobres. No termino de entender la relación cocina-calvicie. Cocina-estulticia. Cocina-artificio. Cocina sí, sexo no.

Lo que sí sé, es que cada vez hay más programas de cocina y menos erotismo en la tele. Zapping y proteínas, y la tele de fondo en todo. La infantilización del mundo nos quiere volver a la etapa oral. También en el súper. Pero sin sonido, sin palabras, porque donde hay lenguaje se piensa y es lo que no se quiere. Que sea robot, que compre, que coma, que duerma. Tánatos sí, eros no.

Aparece una noticia de un escándalo en una escuela en que un pibe recortó la palabra "culo", a la consigna de la maestra, de buscar sustantivos en diarios y revistas. Una vez quise publicar una contratapa en un diario, un texto donde campeaba ese noble sustantivo, y el editor me dijo: en este diario no se publica la palabra culo. Sin embargo, la mujer del dueño del diario, en esa época, había hecho una digna carrera en el periodismo con su "ese" sustantivo.

Avanzo por el pasillo central del chino y escucho que el carnicero le comenta a una clienta que Granata, Amalia, ganó la elección a diputados con la biblia, con un pasaje evangélico del Opus Dei, donde Dios le dice que el elegido era Robin Williams, entregándole a Moisés las Tablas con los 10 Mandamientos que Macri propone para que sigan cuatro años más las siete plagas de Egipto sobre los argentinos. O el carnicero es un genio, o está vendiendo vaca loca. Y la come, pienso.

De rabillo (la carnicería queda justo enfrente de mis galletas de arroz), veo que el tipo afila la chaira con una energía que intimida y dice algo más sobre el patriarca Abraham, algo de matar a un hijo, pero no alcanzo a escuchar bien porque estoy concentrado buscando las bolsas de residuos, un plato hondo para guisos y escarbadientes.

Y pensar que hay gente que dice que las novelas son difíciles. Cuando llego a la caja se me junta la metonimia o el test de Roarsch: Granata, el Opus, el culo, el Génesis, el mandarín, Tablada, y el canal Gourmet. La madre de Nancy dice que en Wantang también está lloviendo. Wu me dice 雨 Yǔ (lluvia), en chino y hace un gesto del paraguas que no traje. Se ríe, se burla levemente de la desgracia de mojarme y se me hace un flash del niño Wu jugando a chapotear con otros chinitos en Manchuria, a embarrarse, a comer con las manos los camarones fritos con anacardos y jugar al Kung Fu verdadero antes que saliera en la tele. Antes, esa época que no sabíamos nada de gourmets, ni de pelados que cocinan fantasías para tanta gente que se duerme con su líbido muerta o fija. Fija en una pantalla plana de 55 pulgadas donde está prohibido decir culo aunque un candidato a gobernador se lo pellizcaba a unas promotoras en un acto proselitsta.

Wu me presta un paraguas y cruzo. A los cinco minutos regreso a devolverlo pero le hago una trampa infantil, se lo ofrezco debajo del cordón y cuando va a agarrarlo, lo cierro y nos mojamos. ¿A ver qué hace? Sonríe y estoy a punto de abrazarlo, pero no se deja. Abre el paraguas, me guarece y repite varias veces la incantación: Yû, Yû, Yû. Lluvia, y a la tercera vez ya somos niños, en Wantang, un domingo de noviembre, el mayo chino, de 1968.