El próximo miércoles 5 de junio, a las 15:30, en la sala B del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa (San Martín 1080) y en el contexto de la Feria del Libro de Rosario que allí se realiza con entrada libre y gratuita, La Editorial Municipal de Rosario presentará las novelas cortas La mujer camello, de Manuel López de Tejada; Las lagunas, de Juanjo Conti, y Mandarinas, de Franco Rosso.

Estas tres obras fueron finalistas del Concurso Regional de Nouvelle EMR 2018, cuyo primer premio fue para Vacas, de Belén Sigot, y cuyo segundo premio, para La Ripley, de Analía Giordanino. Ya se reseñó en estas páginas La mujer camello, de López de Tejada (Rosario, 1959). Mientras allí dos seres de dos reinos disímiles son forzados por un científico sin nada de ética a constituir un solo cuerpo, Mandarinas, de Rosso (Tostado, provincia de Santa Fe, 1979) narra en varios niveles cómo hay cosas que son una y se separan (la fruta del título, o la barra de amigos) o se separan porque estaban destinadas a reunirse. Sobre Las lagunas, de Conti (Carlos Pellegrini, 1984), es muy difícil anticipar alguna topología sin arruinar el misterio.

Gentileza EMR.
Franco Rosso escribió la disfrutable Mandarinas.

Tanto en Mandarinas como en Las lagunas está muy presente la cuestión de la memoria; en esta última, se anuncia como tema ya desde la ambigüedad metafórica del título. De un modo u otro, la memoria da el tema, y mantiene los vínculos o las identidades (o las disipa, cuando se ausenta) para los personajes de ficción. Pero también para sus autores (además del lenguaje) es el material con el que trabajan.

Mandarinas narra en varios niveles cómo

hay cosas que son una y se separan (la

fruta del título, o la barra de amigos).

Los lenguajes son bien distintos. Distante y en tono de informe científico para Las lagunas, coloquial y nostálgico en Mandarinas, logran su objetivo de construir el universo representado. Cada título nombra lo que hay en cada lugar. "Carlos Pellegrini era un pueblo con tres lagunas: la laguna de Cano, la laguna de sangre y la laguna del bajo del Roly Perotti", empieza Conti. Sigue contando, con una precisión técnica cuyo elemento de horror psicológico prefigura la sorpresa del final, la macabra faena del frigorífico que acciona la economía del pueblo. Sólo en una novela se cruzan las paralelas; las otras líneas aquí son un chico enfermizo, su mejor amigo, su padre médico, su madre silenciosa, un viejo ermitaño, una calavera encontrada y una mujer policía que parece salida de una película de los hermanos Coen. Todo eso, en una atmósfera opresiva, neblinosa y de otra época.

Mandarinas transcurre en otro clima muy distinto, aún no la niñez sobreprotegida que se trasluce en Conti sino una despreocupada adolescencia en ese extraño interregno de los años '80-'90, cuando los chicos todavía jugaban a las bolitas por las soleadas calles de tierra de Tostado, un pueblo del norte santafesino muy cercano a Santiago del Estero y al que Rosso rebautiza como "Fortín".

Un personaje muy de la literatura femenina sureña estadounidense, pero también de las femineidades disidentes de este siglo, una chica dura llamada Amparito, rompe el equilibrio de la barrita de pibes con la misma precisión newtoniana que las bolitas al rodar en el juego del "gallito", cuya jerga oral infantil el autor fija en letra impresa. "En el gallito se hacía un hueco en la tierra y se apostaba cierta cantidad de bolitas y el que embocaba en el huequito desde una distancia pactada se ganaba la apuesta", cuenta Rosso a Rosario/12 en un mensaje. "Hacer opi" era embocar la bolita en el huequito hecho en la tierra. "Porcelanas" se les decía a las bolitas de color blanco lechoso. "Yo tenía un japonés", cuenta el narrador. "Japonés" (explica el autor en otro mensaje, ilustrando sus definiciones con fotos) es la bolita de vidrio transparente que adentro tiene un "ojito" de tres "labios" o filamentos de tres colores distintos. El symbolon de la novela será una bolita singular, su "chantero" (su bolita preferida, de la suerte) donde las tres tienen el mismo "rojo único".

En Las lagunas está muy presente la

cuestión de la memoria. Se anuncia desde

la ambigüedad metafórica del título.

"Yo quería que el relato oliera a tierra y mandarinas", cuenta Rosso, que hasta llega a nombrar un personaje secundario (ausente pero decisivo) con el nombre de una variedad de mandarinas, Owari Satsuma, y dedica páginas a detallar diversos estilos de comer esta fruta de patio, de gente humilde, con el mismo esmero descriptivo que otorgaba Juan José Saer al salamín en La vuelta completa. Una sensible decisión editorial del diseño de tapa redondea el sinestésico efecto estético.

Tanto Las lagunas como Mandarinas se mueven cómodamente entre géneros (una, entre el enigma policial y la ciencia ficción; otra, entre la novela de educación sentimental y el thriller policial). Uno y otro autor saben calibrar muy bien los giros argumentales, que sorprenden justo al final. La última frase de Las lagunas tiene un punch comparable al de los grandes cierres de cuentos. Pero Mandarinas va aún más allá: es como un extenso poema donde nada de lo narrativo deja de estar subrayado a nivel simbólico. Todo el relato parece un largo sueño. Además de su complejidad metafórica, su solar atmósfera nostálgica o la redondez de su estructura, lo hace creíble y disfrutable (disfrutar viene de "fruta") la pasión de sus dos personajes centrales, que van eliminando cada obstáculo a su paso, como en un juego.