A fines de la década del ‘50 era habitual que en una fábrica ubicada en Suiza, el grueso de operarios y operarias fuesen extranjeros. Frente a su máquina, a la partecita que les tocaba ejecutar dentro del largo encadenamiento fordista, repetían el mismo movimiento con la boca cerrada y los oídos aturdidos por el runrún industrial, que se proponía levantar un continente con la misma velocidad que lo había destruido. Incluso en el horario del almuerzo, los extranjeros mantenían silencio. Pese a compartir jornadas de ocho horas, al no tener una lengua en común no hablaban entre sí; como si dentro de las pérdidas que había administrado la guerra, la más importante, o más llamativa, hubiese sido la del lenguaje. Una de esas extranjeras encorvadas, que trabajaba con los labios apretados, era Agota Kristof. La escritora húngara que pasó cinco años de su vida ahogando su lengua natal, mientras manipulaba piezas de relojes con las manos, e iba construyendo mentalmente su obra en el volcán de hielo que contenía su cabeza.

Agota Kristof tenía cinco años cuando empezó la Segunda Guerra y diez cuando terminó. En esos años no la pasó tan mal: aún tenían comida y “no había colegio”. Como dijo en una de sus últimas y pocas entrevistas -antes de ladrar y morder al periodista, tal como era su estilo-, lo peor no fue la guerra, sino la posguerra, cuando “Hungría se convirtió en una colonia de la URSS”. Su marido, profesor de escuela, había sido parte activa de la contrarrevolución del ‘56 contra el régimen prosoviético. La derrota, enmarcada en una masacre que parecía no tener fin, les dio dos opciones: exiliarse o cárcel política con ruido de balas por las noches. Al igual que Sandor Marai, la moneda cayó por el lado del exilio. Y así, a los 21 años, Agota Kristof empezó una larga procesión junto a su marido y a su beba de 4 meses. A pie cruzaron la frontera hacia Austria y siguieron camino hasta Neuchâtel, una pequeña ciudad Suiza donde debió aprender a hablar francés para sobrevivir y escribir: en su caso dos verbos gemelos, inescindibles uno del otro. 

En el libro La analfabeta: Relato autobiográfico, cuenta Kristof que durante la caminata le tocó cargar dos bolsas grandes: una con ropa y pañales para su hija, otra con un diccionario escrito en húngaro. Ambos elementos también aparecen en las manos de los gemelos Claus y Lucas, cuando una madre desesperada los deja en la casa de su abuela, en un pueblo fronterizo lejos de la “gran ciudad”, de una Budapest en llamas que nunca se nombra en la novela. Sucede al inicio de El gran cuaderno, el primer tomo de la trilogía involuntaria que tiene a los gemelos como narradores y protagonistas. Kristof la escribió en 1986, treinta años después de su exilio, en una lengua ajena que la ayudó a traducir experiencias que seguían vibrando en su cuerpo. Un libro que le dio premios, traducciones y reconocimiento. Una historia, la de Claus y Lucas, que no terminó en el punto final de ese primer tomo, que creció a pesar suyo, y que Kristof siguió reescribiendo, con idéntica calidad, en las novelas breves La prueba y La tercera mentira.

Los gemelos sean unidos

Claus y Lucas funcionan como una unidad; dos nombres, dos vidas, que habitan un solo cuerpo. Jamás están separados ni tienen pensamientos en donde uno no incluya al otro. Comen, juegan, trabajan, deambulan, todo juntos. Incluso duermen en el banco de la cocina, ensimismados. Donde terminan los pies de Claus empieza la cabeza de Lucas, y viceversa. Su abuela, la madre de su madre, no los distingue. Tampoco le interesa reconocer sus singularidades. Ambos son el último castigo que le ocasionó su hija. Desde la mañana que los dejó en el jardín de su casa, para que los cuide y proteja del bombardeo que caía sobre la gran ciudad, los llama “hijos de perra”. Pese a maldecirlos, los acepta; mejor dicho se resigna a su presencia. Pero antes les advierte: “el techo y el alimento hay que ganárselos”; en la casa de la Bruja, como le dicen en el pueblo, “nada de camisas blancas ni zapatos de charol”, en un claro guiño a la ropa que arrastraron adentro de sus valijas, como recuerdos de un mundo que dejaba de existir. 

La pedagogía de la abuela se basa en el maltrato y el autoritarismo. No dice cómo hay que hacer las cosas, sólo las ordena. Sin embargo, Claus y Lucas aprenden rápido, imitando sus movimientos. Riegan el huerto, acarrean a las cabras hacia la orilla del río, cortan leña en el bosque, degüellan gallinas. Al poco tiempo, los gemelos observan que en un mundo atroz, en donde las mujeres son violadas por soldados extranjeros, los curas dan alimento a cambio de sexo, y los hombres vuelven mutilados del frente de batalla, no alcanza con saber trabajar y procurarse comida para sobrevivir. También es necesario resistir el dolor en el cuerpo, endurecer el espíritu, conocer la mendicidad, entrenarse en la crueldad y el ayuno. Para cada objetivo ensayan un ejercicio, y lo repiten hasta transformarlo en una virtud, en un arma para perdurar en la guerra.

Claus y Lucas también se ocupan en aprender a escribir. No solo en saber el alfabeto y en manejar algunas reglas básicas de ortografía. Ponen especial interés en dominar técnicas narrativas. El gran cuaderno, escrito en primera del plural, está compuesto por las redacciones que arman los gemelos y que luego esconden junto a granadas y escopetas que encuentran en el bosque. Los gemelos hacen suyo los versos de Brecht: “empuña el libro hambriento, es un arma”. Ese es el tono, la potencia, el fuego que tienen sus textos: secos, certeros, fiel a los hechos. “La redacción debe ser verdadera”, dicen mientras practican, dejando entrever que la voz de la autora, de Agota Kristof, se filtra en la proclama de sus personajes.

Dos años después de haber publicado El gran cuaderno, en 1988, Kristof pública La prueba, el segundo tomo de la trilogía. El último ejercicio al que se someten los hermanos, la prueba final que se autoimponen, es separarse, tomar distancia de la parte que los forma y los complementa. Claus logra cruzar la frontera, Lucas se queda del lado soviético del mundo, en la casa de su abuela. Desde el arranque cambia el modo de enunciar: la primera persona del plural se diluye en una tercera persona. Los gemelos ya no cuentan su historia, ahora son contados por otra voz. Y en el centro de la historia estará Lucas. Con una prosa concreta y prolífica en diálogos, Kristof lo sigue durante el ejercicio de crecer y curtirse en soledad. “¿Qué hago ahora?”, pregunta Lucas, como si aún estuviera hablando con su hermano. “Lo mismo que antes”, dice. “Hay que continuar levantándose por la mañana, acostándose por la noche, y haciendo lo que sea necesario para vivir”.

En una ciudad de niños, viejos, viudas y mutilados, Lucas está orillando la juventud. En las tabernas donde junto a su hermano, de chicos, tocaban la armónica a cambio de plata, solo hay hombres llorando y canciones que hablan de un “pueblo que ya ha expirado”. El paisaje cambió: no hay sonido de obuses ni sirenas tronando a mitad de la noche; ahora en las calles se observan soldados que hablan una lengua extranjera, placas negras en antiguos edificios que dicen “Partido revolucionario” y, sobre todo, caras hambrientas y temerosas que desconfían de las personas con las que comparten la mesa.

En el segundo libro, Kristof construye un clima asfixiante, subrayando los tópicos del régimen totalitario: asfixia, persecución, muerte, censura. Lucas, en reemplazo del vínculo que tenía con su hermano, arma alianzas pasajeras: con Peter, un hombre del Partido, con el cura al que le lleva alimento, con Clara la bibliotecaria, con Victor el librero. Sin embargo, con la única persona que logra tener y declarar un afecto sincero es con Mathies, el hijo de Yasmine, un chico de cinco años, con discapacidades físicas, brutalmente inteligente, que Lucas cuida y cobija como si fuese su hermano, la parte que teme no volver a recuperar. 

Diferencia y repetición

En La tercera mentira (1991), Kristof pone el eje alrededor de Claus, cincuenta años después de haber cruzado la frontera. Vuelve desolado, de un lugar sin nombre “donde solo importa el dinero”. Su voz será la encargada de narrar en primera persona el regreso al pueblo de su infancia, al territorio donde sospecha que alguna vez fue feliz. Esa podría ser la premisa del libro, sin embargo, a partir de su relato, de su reescritura como escritor, Claus hace dudar y temblar todo lo que fuimos leyendo hasta el momento. En sus palabras, que son las de Kristof, dice: “trato de escribir historias verdaderas, pero que, en un momento dado, la historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligado a modificarla”.

 En las tres partes de la trilogía los personajes, el paisaje, las historias se repiten, pero no se condicen entre sí. En cada uno de los libros aparecen pequeñas diferencias, como si fuesen errores de discontinuidad hechos adrede. Un personaje que había muerto puede estar vivo, o directamente nunca haber existido. Kristof ensaya con maestría variaciones de una misma narración, no alternando puntos de vista, sino amplificando los modos de contar la misma historia. En su prosa la repetición se permite como diferencia; una apertura a lo múltiple para ensanchar márgenes mediante la narración viva y cambiante de un mismo relato.

Incluir personajes escritores en una novela siempre es un riesgo. En esta ocasión Kristof, con sapiencia, lo convierte en una virtud para potenciar la forma y el contenido de la trilogía. Lucas y Claus también, y quizá haya que decir sobre todo, son escritores. Ellos cuentan su historia y, claro, la cuentan distinto. Leídos de un tirón, los tres tomos de Claus y Lucas funciona como un ejercicio de reconstrucción de la memoria de la guerra. A la vez que -en ese monstruo de tres cabezas que forman Claus, Lucas y Kristof- parece tener el fin soterrado de olvidar nombrando los hechos, de transformarlos mediante la palabra escrita, de vampirizar los elementos reales de una vida, o de dos, o de tres, hasta que no tenga sentido preguntar qué piezas fueron verdaderos y cuáles no.

Esas mujeres

Al igual que la literatura de la ruso-francesa Iréne Némirovsky, y de la catalana Mercé Rodoreda, la obra de Agota Kristof se centra en el conflicto de la guerra, en sus miserias, en los agujeros de la moral cuando el único fin que prevalece es sobrevivir como sea. Las tres, con estilos diferentes, rajan los relatos hegemónicos del siglo XX, que contaban los que sucedía en el frente de batalla, en la lucha cuerpo a cuerpo, bala a bala, entre hombres. Como escribió Sylvia Iparraguirre en este mismo suplemento, “sus miradas no están en las trincheras ni en los obuses ni en las bombas ni en las causas de una realidad desquiciada. Su tema es la tragedia de las víctimas indefensas (niños, viejos, mujeres) que no participan de la lucha pero que sufren las consecuencias, tan devastadoras como las esquirlas de una granada en la cara”. 

La literatura de Kristof no se emparenta con el realismo heroico soviético ni con el neorrealismo italiano o, menos, con el realismo lúdico de Roberto Benigni –por nombrar una que vimos todos. En sus libros no hay niños angelicales ni padres clownescos que le repitan a sus hijos “la vita e bella”, mientras comparten habitación con cadáveres del nazismo. Kristof, quien pasó su niñez y juventud viendo desfilar ejércitos con distintos uniformes, y padeció la adultez como obrera dentro de la maquinaria capitalista, sabe que la vida, en la paz y en la guerra, no siempre es bella. 

En sus últimos años, antes de morir en el 2011, Kristof contaba que había dejado de escribir hacía un tiempo. “Ya no me interesa la literatura”, decía ante aquellos que se sorprendían por el ostracismo de la decisión. “No lo necesito. Para mí la escritura es demasiado importante como para hacer algo que no me guste. Y no creo que me salga ya nada mejor de lo que escribí”. En ese punto del testimonio, no es difícil imaginar a Kristof pensando en Claus y Lucas; en la trilogía que se convirtió en una clásico de la literatura moderna de guerra, de los dramas de Europa, de la dureza de un mundo que en su prosa –escrita en la lengua que fundó los derechos humanos– no ofrece esperanzas.