¿Qué hay detrás del “sueño americano”? Para nosotros, en este costado sur del mundo, la respuesta es fácil: el horror. Una pesadilla de muerte, hambre y guerra que sostiene la idea de que en Estados Unidos cualquiera, con un poco de voluntad y un tanto de suerte, puede triunfar y hacerse millonario. En el gran país del norte, la reflexión en torno a esa inmensa mascarada vino tímidamente con la así llamada por Gertrude Stein “Lost Generation”, con Ezra Pound, quien resolvió sus inquietudes de la peor manera: apoyando al fascismo; y con los más jóvenes, como Hemingway, que resolvió sus inquietudes de una manera, por lo menos, polémica: construyendo una obra que se sostiene sobre el carácter épico y masculino de cualquier guerra. Pero sí hubo un grupo de escritores que vinieron después, y que se declararon en contra de todo: fueron seguidores de chamanes y religiones orientales, pacifistas y amigos de cualquier causa que desnude la mentira institucionalizada de Estados Unidos. Y no. No fueron los hippies. La primera generación que seriamente se puso en contra de las bases mismas de lo que significa Norteamérica fueron los mal llamados Beatniks, escritores sin una estética clara que se juntaron, ante todo, por afinidades intelectuales y opiniones políticas antes que por seguir protocolos de producción. Quién iba a pensar que, después de tanto tiempo, y con tanto afán experimental, uno de ellos iba a llegar a los cien años. E iba a vivir para contarla. Para contarse. Así sucede con Lawrence Ferlinghetti y su último libro publicado, Little Boy, aún sin traducción al castellano. 

Nacido el 24 de marzo de 1919, Ferlinghetti no suele aparecer en la lista de autores más representativos del movimiento Beatnik, o Beat Generation, nombre que toma de las afinidades musicales con las cuales suele ser identificado: el be-bop. Pero también la idea de “beaten”, de golpeados, por eso de sentirse defraudados y alienados. Allí se encuentran rápido tres nombres representativos: Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William Burroughs. Pero, en algún punto, sin la figura de Ferlinghetti, no habríamos tenido obras tan importantes como “Howl” (“Aullido”), ese largo poema de Ginsberg que Ferlinghetti edita y por el que atraviesa un memorable juicio que termina en 1957. Y es que Lawrence Ferlinghetti se suma a la base de los beats gracias a la existencia de la librería y editorial City Lights, fundada en 1953 con Peter D. Martin (quien dejaría el proyecto al poco tiempo), aún hoy abierta: casa editora y centro de reunión indiscutible de la movida literaria de San Francisco. De ahí al nacimiento oficial de la contracultura norteamericana hay apenas algunos años de diferencia. Si no es que la verdadera contracultura ya había nacido con estas asociaciones. 

Diario de infancia

Little Boy es un libro claramente beat. Pese a que Ferlinghetti busca identificarse, siempre que es interrogado, con el modernismo anglosajón, con T. S. Eliot y su Tierra baldía, el espíritu libre que corre por estas páginas y el estilo mismo con el que las cosas y las opiniones son volcadas, todo eso tiene fuertemente que ver con la impronta que Ginsberg y compañía dejaron a comienzos de los ‘50. Impronta, como dijimos, irregular y poco específica, pero no por eso inexistente. La primera parte y algunos fragmentos son los que claramente restauran algo de un tono autobiográfico que se entremezcla con otras intenciones que combinan el ensayo, la narrativa y, sobre todo, la explosión poética. 

En las primeras páginas, Ferlinghetti habla en tercera persona de su niñez. Ese “Little Boy” del título es el “Pequeño” que pasa de familia en familia, sin rumbo. Lawrence nace en una familia con enormes complicaciones: la historia arranca en el momento en que su tía Emilie se hace cargo del quinto hijo de Clemence Albertine Mendes-Monsanto, apenas unos meses después de que el padre fallezca de un súbito ataque al corazón. Clemence no podía hacerse cargo de ese niño, así que lo dejó para que Tante (tía) Emilie, una francesa que se había casado con uno de los tíos de Clemence, se lleve con ella al “Little Boy” a Estrasburgo, Francia, para criarlo como el hijo que siempre quiso pero que nunca pudo tener. Los recuerdos evocados se mezclan en la memoria del Pequeño, casi a la manera del ejercicio de memoria involuntaria, súbita, que recrea Marcel Proust en el ciclo de En busca del tiempo perdido. “El tenía, al menos, dos años”, asegura el narrador-autor-personaje, “y vivieron en Estrasburgo con su tía lo suficiente como para que el Pequeño aprenda a hablar primero francés antes que inglés, y su primera memoria de existencia es haber sido colocado al borde de un balcón sobre un boulevard donde un desfile estaba pasando, y alguien estaba agitando sus manos, como en forma de saludo, hacia el desfile, mientras la banda tocaba fuerte y podían escucharse los ecos de ‘La marsellesa’”. 

La vida en Estrasburgo no fue precisamente larga. Inmediatamente después de este primer recuerdo, saltamos de vuelta a Estados Unidos, al New York de la década del ‘20. Ya sin el tío Ludwig Monsanto en el precario esquema familiar (profesor de idiomas, y un hombre mucho mayor que Emilie), Lawrence es separado de Emilie por parte del Departamento de Salud, que considera que las condiciones precarias en las que vivían ambos podían afectar seriamente al Pequeño. Así, es trasladado a un orfanato en Chappaqua, New York, en donde se quedará por todo un año. Tante Emilie vuelve al rescate luego de ese período, ya mejor posicionada, para llevarse a Lawrence con ella a la casa de los Bisland, en Bronxville. Emilie se desempeñaba, por esos tiempos, como institutriz de la hija de dieciocho años de Anna Lawrence y Presley Eugene Bisland, Sally. La estabilidad que más o menos había conseguido Emilie para Lawrence y ella se quiebra a los pocos meses: Anna, celosa de la presunta cercanía de su esposo con la gobernanta, fuerza la situación hasta conseguir despedirla. Lo único que le comentan al Pequeño es que la tía aprovechó su momento de descanso para irse, y nunca más volver, como si fuese parte de ese mito tan local del “me voy a comprar cigarrillos y vuelvo”. A partir de ese momento, Lawrence Ferlinghetti empieza a vivir con esta familia acomodada, originaria del sur de Estados Unidos, que tiene tanto de victoriano en sus costumbres que el narrador asegura que se hubiese necesitado la pluma de un Charles Dickens para reconstruir verdaderamente el espíritu de los Bisland.

Estúpido y sensual siglo XX

Este ir y venir de una familia a otra que sufre en la niñez Ferlinghetti parece característico de las vidas de muchos niños de comienzos de siglo, que pasaban de mano en mano como si fuesen un objeto. Pero lo interesante es que el narrador nunca se compadece por lo que sufre el Pequeño. Parece rescatar, en todo momento, el margen de aventura que había en esos corrimientos, como si Lawrence hubiese nacido con el sello de “Beatiful Drifter”, de “hermoso vagabundo”, que luego llegaría a su grado máximo en los personajes de On the Road  de Jack Kerouac. El momento de cierre de su infancia es cuando la madre del Pequeño, con sus hermanos, llega a la casa de los Bisland reclamando la tenencia del hijo hace ya tanto tiempo dejado a su buena suerte. Los Bisland, en un ejercicio de extraña justicia, optan por permitirle al chico decidir sobre su destino: ¿te quedas con nosotros o vuelves con tu madre biológica? Lawrence elige quedarse. De grande, el Pequeño, ya no tan Pequeño, volverá sobre la escena preguntándose qué hubiese sido de su vida si hubiese elegido irse con Clemence. 

El Pequeño ya es Adulto. Pasa por la Universidad de Carolina del Norte y obtiene un título en periodismo, pero al poco tiempo se une a la U.S. Navy en el medio de la Segunda Guerra Mundial. Ferlinghetti tendrá el terrible privilegio de participar en el de- sembarco a Normandía. Además de haber estado en los despliegues de fuerzas aliadas en el Pacífico, y así llega a atestiguar los horrores de la bomba atómica en Nagasaki, lugar por el que pasó siete semanas después del hecho que culminó, de la manera más terrible, con la peor de las guerras vividas por la humanidad. Desde ese momento en adelante, Lawrence Ferlinghetti se vuelca al pacifismo y comienza el camino del poeta salvaje, del autor de libros de tanta importancia como A Coney Island of the Mind (1958), en donde algunas de sus producciones, pensadas para ser leídas con un acompañamiento de música jazz, declaran ya una abierta guerra literaria con los Masters of War, los amos de la guerra que el propio Bob Dylan (hijo directo de los beats), señalará como responsables de todos los horrores del mundo en sus primeros discos. En el poema “I’m Waiting”, “Estoy esperando”, de ese mismo libro, están todas las condiciones de lectura por las que la obra de Ferlinghetti, y su vida misma, debería ser analizada: “Estoy esperando / por la guerra que debe ser peleada / la guerra que hará al mundo un lugar seguro / para la anarquía”. 

Little Boy no es un libro de memorias. Es una bomba molotov: armada de fragmentos, que van desde la propia vida hasta las consideraciones filosóficas y religiosas más contestatarias, cada página que se atraviesa parece estallar frente a la cara del lector, bien en el tono de los poemas de Ginsberg o ese híbrido entre novela y lírica desalmada que es el ya mencionado On the Road. Si Kerouac resolvía el conflicto del “sueño americano” yendo hacia México, si Ginsberg proponía como vía de escape el budismo occidentalizado como una forma de no pertenecer a la mentira del protestantismo WASP, Ferlinghetti, el único de los tres mencionados que sigue aún respirando y trabajando, arma un libro en donde todas esas salidas son posibles, y muchas otras más, siempre que se tenga en el horizonte la idea de que este mundo, tal como está, tiene que ser cambiado para bien. Por eso, su estilo es caótico, lleno de referencias, confuso (no hay casi signos de puntuación entre una frase y otra, como si todo fuese parte del mismo aliento), pero también, por eso, democrático, mejor, anárquico: cualquiera puede leer en él lo que le interese, quedarse con lo que más le guste, y hacer su propio intento de viaje vital. La vida de Ferlinghetti puede parecer alucinante, pero, como bien dice el subtítulo del Little Boy, también puede ser “una novela”. Digamos, parafraseando la cita de Calderón de la Barca que abre como epígrafe Little Boy: la vida puede ser, también, un hermoso, valiente, increíble sueño.