La deriva –el hecho de esfumarse, romper los vínculos con el pasado y no tener relaciones, ni siquiera esporádicas- es una experiencia radical que Andrés Guerrero intenta encarnar como un homeless en Nueva York. El personaje -que supo ejercer una violencia verbal extrema, aunque ahora se aproxima al silencio- antes se probó el traje de curador para una muestra encargada por el Museo Nacional de Bellas Artes sobre Julio Cortázar, “una tarea que había aceptado pensando menos en Cortázar que en sacar de la agencia Vanity Cars de City Bell mi Volkswagen Vento 2.5 que había señado sin tener la plata para retirarlo”. Honestidad brutal sin afán de quedar bien con nadie, como si los pensamientos de Guerrero pudieran erosionar las últimas “reservas morales” del lenguaje. “Cortázar me parecía una figura pop inflada como todas las celebridades, de una escala mucho mayor a la obra infantiloide en la que se apoyaba y que sólo podía ser leída por jóvenes indefensos o adultos infradotados”, afirma Guerrero, el narrador y protagonista de la corrosiva y genial novela ¡Felicidades! (Seix Barral) de Juan José Becerra.

“En mi escena primaria de escritor está Cortázar. Yo quise ser escritor cuando leí Rayuela a los 17 o 18 años. Cortázar está en la raíz de mi deseo de ser escritor. Eso es insobornable –aclara Becerra en la entrevista con PáginaI12–. A los jóvenes que leyeron a Cortázar les pasa lo mismo que a los escritores jóvenes ahora cuando leen a (Roberto) Bolaño: hay una convocatoria casi automática a escribir y a vivir. Son ideas tan simpáticas cuando van juntas como ridículas cuando van por separado. Como el escritor que dice: ‘perdón, no puedo ir a vivir porque estoy escribiendo mi obra’. Cuanto más desfiguradas estén la escritura y la vida una por la otra, mejor”.

–¿Cómo se te ocurrió un personaje como Andrés Guerrero, que es un personaje a la deriva?

–Esa deriva del personaje también es de la novela porque hace varios años que tengo una relación de deriva con las historias que cuento; en la medida de mis posibilidades, les saco los artefactos de control y las dejo correr. El que lleva adelante la historia de una novela es el narrador y los personajes. Todas las ramificaciones que aparecen en la historia son ocurrencias que al escritor solo se le pueden ocurrir en nombre del narrador. Yo dependo del narrador que implanto y a partir de ahí eso es lo que condiciona la consecución o la interrupción de la historia.

–¿Por qué la deriva empieza con aceptar ser curador de una muestra sobre Cortázar?

–El personaje tiene un objetivo material modesto, incluso ridículo, que no tiene nada que ver con la megalomanía que puede tener para otras cosas. Quiere cambiar el auto y lo dice varias veces. La relación que el narrador tiene con la figura de Cortázar no es la que tengo yo. El narrador de ¡Felicidades! le está haciendo bullying al recuerdo de Cortázar, y no le perdona una. Sin embargo, algo de Cortázar se va filtrando en él, que es la estela del recuerdo que a Cortázar le deja la lectura de Opio, de Jean Cocteau, la idea de que la vida es una obra. O sea poco a poco él va entrando por ese túnel y va convirtiendo su vida en una obra volátil, efímera, pero de la que se puede decir que tiene algo de literatura. Que es lo que no tiene mi vida (risas). Me parece que es un personaje que podría responder a un régimen narrativo vitalista, que termina convirtiéndose en un personaje de novela. Lo que hace es convertir su vida en una historia que se pueda narrar con cierta poética. Y ahí es donde encuentra más o menos el sentido. Y lo que hace es regresar al espacio del afecto, al espacio del amor.

–¿El personaje no puede sostener una deriva permanente?

–Sospecha que la deriva no es un plan vital. Que la deriva es una experiencia de caída vertical y que no tiene demasiado sentido vincularse con pasión con ese tipo de experiencias. En el fondo es un personaje medio sentimental, un sentimentalismo reprimido por la ironía de vivir. Todo depende de las relaciones que él tiene con el momento de la crisis, con la tentación de vivir una vida madura desafectada, sin vínculos. Sin embargo, hay algo que lo sigue atando al pasado, que es el amor filial. Me quedó muy grabado de la biografía literaria de Cortázar su manera de sostener la figura de Néstor Sánchez, que fue publicado por Gallimard por intermediación de Cortázar. Un escritor puede ser Cortázar y puede ser Néstor Sánchez; la suerte de un escritor puede ser cualquiera de las dos. Cuando al final se arroja al vacío y a una supresión de todas las relaciones, incluso de la supuesta obligación social de sostener un lenguaje, lo que hace es homenajear a Néstor Sánchez, que fue un homeless en Nueva York. Néstor Sánchez es como la escoria del boom; es lo que el boom no pudo admitir. 

–La experiencia de ser un homeless en Nueva York, el hecho de emular a Néstor Sánchez, se arruina cuando Andrés Guerrero se encuentra con Érica, 
¿no?

–Sí, porque ella le trae la identidad del pasado, le trae la memoria de lo que abandonó. Siempre hay alguien que te recuerda quién sos. Hay una frase de (Gustave) Flaubert en La tentación de San Antonio, que me encanta: “nadie me dice nada, entonces no sé quién soy”. Basta que alguien te diga algo no para regresarte paradójicamente a la identidad, que nunca termina de cristalizar, sino a la identificación: aquella vida con la que te identificaste pasa a ser tu identidad para los demás, no para vos. Por eso lo que está muy presente en la novela es el tema de la identidad, cómo la identidad humana es un tembladeral que por una cuestión de economía material, pero también por economía sentimental, se cierra por el lado de la identificación. Pero es muy difícil mantenerse en ese tipo de cápsulas porque la presión interior de una identidad tiende a la fuga. Y cuando se permite la fuga o cuando la cápsula se fractura, ahí te quiero ver… La primera perforación de la fuga de esa identidad tiene que ver con asumir que está hablando en una lengua que no es la propia. No sabe cuál es la lengua propia, pero esa no es. Entonces va a buscarla a sus fondos. Lo que trae es un artificio nuevo que le hace creer en la ilusión de poder sostener la identidad profunda que tiene escondida. En un momento pasa al silencio, se niega a utilizar el lenguaje, porque descubre que hablar no tiene demasiado sentido, ni para hacerse entender frente a los otros, ni para sí mismo.

–Andrés Guerrero vive todo el tiempo en su cabeza, una característica que se podría extender a otros personajes tuyos de otras novelas, ¿no?

–Sí. Pero si lo pensamos por fuera de la literatura, uno vive todo el tiempo en su cabeza. La vida es una experiencia que está plagada de cosas que no pasan. ¿Cada cuántas cosas que pasan no pasan otras? El índice de cosas que pasan respecto de las que no pasan es bajísimo. La deriva del personaje no es justamente un plan; yo lo veo como un personaje arltiano que da saltos cualitativos en su vida sin saber muy bien adónde va a caer. Un aventurero diría que eso es vivir. Un poeta más conservador diría que eso es arriesgar el pellejo sin ningún tipo de sentido. Me da la sensación de que lo que hace es escapar sin conocer a lo que se va a enfrentar. El personaje quiere la soledad; es como si detectara ciertas vibraciones estimulantes que le dicen que en la soledad va a saber quién es. Pero no hay que hacerse muchas ilusiones si el plan es saber quiénes somos (risas). La literatura tiene esa libertad de poder producir este tipo de expierencias sobre la identidad en el campo del laboratorio, sin sufrirlas. El resultado de esa deriva es que volvés como te fuiste: sin novedades. Si me preguntás quién soy, yo diría que soy un mediocampista, un enganche con buena pegada. Es la identidad que imaginé para mí cuando era joven.

–¿La identidad de escritor no la imaginaste tempranamente?

–Sí, cuando quise ser (Juan José) Saer. Yo tuve una relación de fascinación con la prosa de Saer, a la que siempre me pareció que le faltaba más humor, pero a todas las prosas les faltan algo. No hay que ser tan exigentes, y menos con Saer, que es un prosista excepcional. Después descubrí que no es conveniente para un escritor sostener una relación edípica con la literatura que ama. Todo lo contrario. La obligación es romper la relación, desconocerla, como si nunca la hubiéramos tenido. Aunque es un acto de traición, es fundamental para empezar a considerar un principio artístico propio.

–¿Con qué acto de traición negaste a Saer?

–No sé si tengo definido el acto en mi memoria… Si considero que la literatura es un arte y me gustaría, en la medida de mis posibilidades, entregarme a esa pasión, lo mínimo que tengo que hacer es ir a buscar mi carácter de escritor, es decir lo más mío que pueda rescatar. Ahí me di cuenta de que los desplazamientos fueron varios: uno fue escapar de Saer hacia (César) Aira, que es como un Borges libertario porque Borges te da una libertad pero en un territorio muy definido, y Aira es una especie de “campo traviesa”… También hubo un deslizamiento del gusto de (Marcel) Proust hacia (Louis-Ferdinand) Céline, es decir de la escritura a la voz, si bien son dos escritores que adoro. Los personajes de Proust se entregan con demasiada docilidad a su estabilidad emotiva. Tienen algunos movimientos, pero en el curso de los años se mantienen, algo que me parece imposible. En algún momento el personaje tiene que explotar, tiene que reventar, tiene que traicionar. No puede ser una sola cosa. Céline introduce la identidad como un problema que no tiene solución. Mi relación de amor con la literatura de Saer y Proust está intacta. Pero no los quiero cerca para escribir, prefiero alejarme de esas relaciones.

–Andrés Guerrero afirma que “a nadie le importa la literatura”, pero a él sí le importa… 

–A mí también me importa y creo que hay mucha gente a la que le importa. Es hora de ponernos de acuerdo sobre qué es la literatura. Sabemos qué es un cardiocirujano, sabemos qué es un ingeniero atómico; pero resulta que todavía hay gente que asocia literatura con (Federico) Andahazi. Hay que parar de confundir porque yo creo que se puede definir la literatura. 

–¿Cómo la definirías?

–La literatura se presta al riesgo de tener algo que perder, al riesgo artístico. Cuando Alan Pauls escribió El pasado y después volvió con una trilogía que era una respuesta violenta a la novela que lo había llevado al éxito internacional, considero que con ese acto él está tomando la decisión de decir que se dedica a la literatura. Cuando (Sergio) Chejfec abandona la novela para pasar a una especie de ensayo meticuloso sobre la proximidad, está tomando una decisión en la que deja cosas atrás en nombre de algo que desconoce. Ahí yo reconozco la literatura. En otros lugares, aunque venga en el mismo Caballo de Troya, no la reconozco. 

–¿En qué sentido “¡Felicidades!” arriesga en términos de lo que venís escribiendo?

–Me parece que es un paso intermedio hacia una literatura que le dice al lenguaje: “te necesito para otra cosa”… Te necesito para que te manifiestes de manera violenta a ver si en esa violencia nueva encontramos un sentido que antes no estuvo. Pero es una ilusión. Está la frase arrogante de Lamborghini cuando dice “soy el escritor que le está faltando a la literatura argentina”. En su caso se probó que era cierto, que a la literatura argentina le faltaba un escritor como Osvaldo Lamborghini. De ninguna manera creo que eso suceda con mis novelas, pero sí existe la voluntad, un poco irresponsable y descontrolada, de tirar un poco de la cuerda. La pregunta sería: ¿hasta dónde te animás ahora? Después las condiciones no dependen de esa voluntad. Por eso digo: garantizo esa voluntad, no la calidad que se obtenga de esa voluntad. Al margen de los resultados, lo veo como una posición artística que estoy obligado a tomar. Me interesa pensar la posición, que es pensar las cosas al modo vanguardista. Yo recuerdo una de las pocas veces que lo vi a Saer, que le recordé que alguien había dicho que sus personajes planteaban ciertas complicaciones formales. Y él dijo: “yo todavía soy vanguardista”. O sea que el vanguardismo es de alguna manera un clasicismo. Su objeto es la posición más que la obra.