La explosión que trataba de provocar tardó más de lo que esperaba. Recién la última de sus provocaciones causó el efecto esperado. “Buenas Noches Estocolmo, San Petesburgo, Santiago de Chile…”, decía a los gritos Fito Páez, llegando al cierre de la primera parte de su presentación en el festival Movistar FRI Music, anoche en el Hipódromo de Palermo. Páez ya había incurrido en varias arengas para despertar a su público: “Está difícil mover el frío ahí abajo, ¿no?”, “¿tan pocos vinieron? Parecía que eran más”, “esta es una relación de a dos, ¿saben eso?”. Pero poco antes de lanzarse con una versión recargada y pirotécnica de “Ciudad de Pobres Corazones”, con el guitarrista David Lebon en el escenario para ese primer cierre, la explosión finalmente se produjo. “¡Buenas noches, Buenos Aires!”, gritó Páez, como si nunca hubiese tratado de enfrentar a nadie durante su show, como si lo único que necesitara es una muestra de amor. Se encendieron entonces los gritos y el suelo tembló con quince mil personas saltando sobre el predio. Todavía quedaba un poco más de tiempo para saber hasta dónde iba a llevar Páez ese fuego que había encendido. 

La jornada comenzó apenas pasadas las cuatro y media de la tarde, cuando el cielo todavía presagiaba una tormenta que finalmente nunca se desató. El escenario se abría con el pop sintético de La Femme d’Argent y luego con la rabiosa fusión de tango, flamenco y cumbia que se condensa en la voz de María Campos. Después vendría el multifacético Leo García, quien esta vez propuso un show marcado por el despojo. Estuvo solo en el escenario junto a su tecladista para ofrecer canciones casi desnudas, de las que pretendía mostrar solo el corazón, quitándoles cualquier revestimiento. De esa manera puso en juego versiones de “Morrisey” y “Reírme más”, pero también covers de Pity Alvarez (“Nunca quise”) y de Gustavo Cerati (“Crimen”), para cerrar una primera parte del festival que funcionaba más bien como preámbulo para la llegada de Fito Páez.

Una versión vertiginosa de “Tema de Piluso” marcaba el inicio de lo que iba a proponer el músico rosarino, ataviado con un impecable traje rojo, pantalón rojo y botas rojas. Con más de 35 años de carrera sobre sus espaldas, propulsaba una banda que se mostraba agresiva y sin fisuras desde ese momento. El comienzo iba a estar ordenado por un ida y vuelta entre el pasado y el presente. Los temas de su último disco, Ciudad Liberada, viajaban engarzados con algunos de los éxitos que supo enquistar en la cultura popular de Latinoamérica. Se cruzaban entonces el tema homónimo del disco –en el que describe la vida de personas en situación de calle dentro del refugio Monteagudo, en Parque Patricios– con “Giros”, el rock en estado allegro de “Aleluya” con “11 y 6” o “Tu Vida Mi Vida” –que lo llevó a ganar un Grammy Latino a la Mejor Canción de Rock– con “El amor después del amor”. Usando las armas de un trovador norteamericano, con una cadencia propia de Bob Dylan o Johnny Cash, o la sangre caliente de un latino desenfadado, en todo momento Paéz intentaba despertar a su público, que parecía más propicio a recibir que a dar. Las canciones, que eran relámpagos producidos por una banda en estado de iluminación, perdían su fuerza afuera del escenario. Entonces Fito se hizo de una pequeña ayudita de sus amigos. 

La primera en subir al escenario, promediando el recital, fue María Campos, para encarar una versión profunda y conmovedora de “La Despedida”, en la que estuvo sola junto a Páez en el piano, y de la que salió con los ojos repletos de lágrimas. Apenas se fue, quien llegó fue David Lebon, para una versión frenética y con duelo de guitarras de un tema propio, “El tiempo es veloz”. Ese vuelco brusco hacía que Páez comenzara a exigir a su público, que ocupara el lugar que le correspondía. “Estamos en Buenos Aires, una ciudad que arde, quiero sentir eso”, decía antes de la última retahíla de éxitos, enhebrada por “Tumbas de la gloria”, “Al lado del camino” y “Circo Beat”. Un signo vital llegó en ese momento. Cuando Páez pidió que encendieran sus celulares antes de “Brillante sobre el mic”, y se apagaron todas las luces del estadio. 

El mar de personas sumidas en la oscuridad se iluminó con las linternas y las pantallas de los dispositivos móviles. El repiqueteo de luces dejaba en claro que, al menos por ahora, la telefonía celular no solo le ganó el campo a los encendedores, sino también las luminarias de los festivales a las cervezas locales y a las gaseosas internacionales. En ese punto empezó a producirse el fulgor que buscaba Páez desde el comienzo, y terminó de desatarse cuando dedicó ese último “Buenas noches, Buenos Aires”. Desde ese momento, cuando el público le dio lo que pedía, agradeció una y otra vez, por la noche y por el amor que le había dado la ciudad, y se despidió –ya con un refinado traje celeste y una bufanda a rayas– con la potencia de “Mariposa Technicolor” y “El diablo en tu orazón”. Lo único que necesitaba ese músico que sigue dando todo lo que tiene era saber que ahí abajo había alguien que también estaba vivo. O alguien a quien él pudiera hacer sentir así.