Es 25 de mayo. El día que nació la patria. El día que nacieron la Argentina, Haroldo Conti y mi amigo de la infancia, Enrique Ferrer, que vivía en el 335, a tres casas de la mía, la misma donde estoy ahora. Conti murió asesinado por la dictadura, mi amigo Enrique fue llevado a Estados Unidos, de niño, al exilio familiar de la misma dictadura, y Mariano Moreno, uno de los ideólogos de la Revolución de Mayo, aún duerme ese sueño, desaparecido, en el fondo del mar. Guadalupe Cuenca, su mujer, le siguió escribiendo cartas de amor casi un año pensando que Mariano estaba vivo y lejos. A menudo pienso que los escritores argentinos hacemos lo mismo que Guadalupe con la patria.

En Rosario, en el sur, cerca de mi casa, hay una esquina donde se cruzan Moreno y Saavedra, dos calles, dos países, la grieta. Colonia o patria, unitarios y federales, Sarmiento o José Hernández, Arlt o Borges, Braden o Perón, Macri o patria. La grieta no es que tu tía vote a Macri y vos votés al peronismo, la grieta no es pelearte con tus amigos en discusiones estériles, pomposas, hirientes. La grieta son dos proyectos, dos ideas, dos países que pugnan desde el día del nacimiento, el 25 de mayo de 1810. Uno es el que mata, Saavedra, y otro es el que muere, Moreno, para que vivan los otros. Y así es hasta hoy. Ponele los nombres que quieras, dicen que son todos argentinos.

Me cruzo al chino, es temprano, y escondo el pijama con un buzo deportivo que tiene una escarapela. El símbolo está ahí sin querer, no sé ni desde cuándo ni el motivo. Debe ser algo infantil, pero siempre me gusta andar con escarapelas argentinas, y a menudo me pongo el gorro frigio, con el sol al medio, porque es un país que todos los días está en batalla. Es un gorro que me compré para el mundial de Brasil, en 2014 y que nos hizo ganar todos los partidos, hasta la final, que tuve el mal tino de olvidármelo en San Pedro, en el hotel donde soñaba Perón, donde yo escribía la novela. Me olvidé el gorro y perdimos la final. La perdimos de un saque lateral, y al año siguiente, 2015, por un punto y medio. Tres años después volví al hotel y cambié un ejemplar por el gorro argentino de la suerte. Me habían guardado el gorro, quiero creer que la patria sigue ahí, guardada, esperando.

Wu me ve con el gorro y sonríe. Me señala que encima de las cajas, Nancy ha puesto un trapo celeste y blanco, desleído y aguachento como el himno cantado por los virreyes que nos gobiernan y que no pueden ocultar su falta de fe en la patria o su amor por Inglaterra, al fin y al cabo estudiaron en Newman o en Chicago, no tuvieron la desgracia de "caer" en la pública.

Wu me señala el sol del gorro y dice táiyâng, sol, 太阳. Se ríe y repite sol y cha, cha... que es como el bo de los uruguayos o el che nuestro o el sí de Molly Bloom en el Ulises. Un modo de terminar las oraciones sin cerrar el lenguaje, sino más bien un lugar de la lengua donde hacer pie con la cabeza para ver por dónde seguir. Una metáfora del presente argentino, de hoy, del discurso político, abrir el juego, "sinceramente", una cosa, pero también otra, y otra, y otra más, hasta juntar la mayor cantidad de criollos posibles para echar de nuevo a los virreyes.

Me quejo con los chinos de los precios, pero los formadores de precios no son chinos, tampoco son argentinos, son hijos de puta, que es una nacionalidad universal, como le gustaba ser a Borges. Los precios siguen subiendo por el ascensor y los sueldos por la escalera, pero es una escalera de mano, de madera, con algunos peldaños flojos. Yo compraba hace un año un queso de rayar (Sbrz), que costada $ 250 el kilo, hoy está $ 730, misma marca y lugar. 200 por ciento de aumento en un año.

En la carnicería, delante de mí, escucho tres personas que buscan el corte de falda para asar. El carnicero dice que se le terminó ayer, que todos buscan falda. Ofrece asado, al doble de precio, nadie compra, o nadie alcanza. Una abuela pide menudos, otra, bofe de hígado. Ya hablé otras veces con el carnicero y es de los que repiten "hay que darles tiempo hasta el tercer semestre". No voy a decir nada hoy, porque como Saavedra, él tiene el cuchillo en la mano y yo estoy en pijamas, es decir, todavía no salí del todo del sueño y sigo yendo al correo a buscar las cartas de Xia, que ya está en China, que es más lejos que donde debe estar ahora Guadalupe Cuenca.

Wu me palmea y el cha de su saludo es menos discreto, ahora tiene un énfasis leve pero seguro de alguien que fue niño en la época de Mao. El Chino me entiende, yo creo que él me entiende, yo quiero creer que me entiende, necesito tener fe para que el próximo octubre sea otra vez mayo de 1810.