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Jueves 24 de Junio de 1999
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Desde adentro, el trip ricotero como nadie lo contó

DE AMOS, ESCLAVOS VIOLENCIA Y MENTIRAS

Nadie sabe cómo ni por qué, pero pasa. Y cada vez más seguido.
Una excursión para ver a los Redondos adonde sea termina casi siempre en reporte de guerra o algo parecido.
Mientras la policía y Crónica TV se relamen –cada una en lo suyo–,
pibes que son de verdad no future tiran trompadas a la oscuridad
y la banda se encierra en su propio y a esta altura inexplicable hermetismo;
las bandas, esos desangelados que son los descamisados de la era menemista,
insisten en este amor incondicional que cada vez se vuelve más peligroso.
Todo un palo, ¿no?

FERNANDO D’ADDARIO

El fin de semana largo y ricotero empieza y termina con la misma imagen, convertida en postal por la escenografía de la estación de trenes de Constitución: la guardia de infantería de la Policía Federal despidiendo y dándoles la bienvenida a los fans de los Redondos. A cuatrocientos kilómetros o a cuatrocientos metros del lugar donde debe concretarse el verdadero ritual de Patricio Rey, se verifica otro muy distinto, el de una realidad que excede largamente el rock, y que se convierte en un círculo vicioso sin salida aparente. Medio millar de detenidos, un chico que podría quedar ciego, otro que corre peligro de quedar parapléjico, un centenar de jóvenes con balazos de goma, un sargento herido de bala, un par de autos incendiados, otro par de negocios saqueados, “Crónica TV”, Duhalde, el intendente Aprile, son engranajes de un viaje alucinado, motorizado a través de una peligrosa química que incluye una mística inexplicable, dosis de frustración, violencia irracional (pero no gratuita) y una pizca de rocanrol auténtico.
patricio rey“Ahí, en el 504, van los últimos mohicanos”, dice Víctor Estancate, inspector del tren que sale de Constitución el sábado a la 1 de la mañana. Se refiere al último vagón, clase turista, donde nadie (ni él, ni la policía privada contratada especialmente para el asunto) se atreve a entrar. La salida del tren divide al mundo entre la buena gente y los ricoteros. Los primeros, alarmados por la cercanía del aluvión zoológico, se refugian en los pullman, que tienen calefacción y perfume a desprevenidos turistas de fin de semana largo. Un cartón de vino barato, una remera rockera y/o la piel morena son los carnets involuntarios que utilizan los gendarmes del tren para ubicarlos. Del vagón 401 al 504, territorio tomado. ¿Qué pasa allí? Todo. ¿Y por qué no? Mauro, de 22 años, Berazategui, dice que todo empezó antes de la salida del tren anterior. “Acá estamos todos tranquilos, pero en el de las once y media de la noche había pibes que porque los veían con un cartón de vino les pedían documentos y como no tenían se los querían llevar en cana. Otros querían colarse en el tren. Pintó la infantería y empezó el quilombo. Yo estoy acá desde las diez, otros vinieron después y tratamos de no hacer bardo hasta poder subir al tren.” El viaje parece consumirse en cánticos interminables, vapores dulzones y alcoholes duros. Un par de grafitis en las paredes de uno de los vagones dan testimonio del momento que se vive: La vida sin los redondos es matar el tiempo a lo bobo, o Redondos, mi único héroe en este lío.
El tren llega a Lezama, un pueblo casi fantasma, donde debe cruzarse con otro vehículo que viene de Mar del Plata. Algunos bajan al andén. El lugar es un páramo, mucho más a las cuatro de la mañana. “Si nos obligan a bajar acá, es peor que caer en cana”, dice uno de los pibes. “No, todo bien, acá me quedo a vivir, estás todo el día fumado y chau”, le contestan con brutal honestidad. Mientras discuten alternativas, el tren arranca. Un maquinista alterno cuenta que quiso pasar por el andén 502 y un par de mujeres le robaron ropa y dinero. Sus compañeros lo gastan, mientras toman un café en la confitería convenientemente cerrada al paso de las huestes de Atila. El mismo maquinista cuenta también que le avisaron que cuando llegara el tren a la zona de Viboratá, se fijara si no había algún cuerpo tirado en las vías. “Es que en el tren anterior parece que tiraron a uno, pero yo no vi nada”, informa. Uno de los policías privados advierte, entre risas ajenas: “La próxima vez, los metemos a todos en trenes de carga, y para que se diviertan les damos garrafas con kerosene, seguro que van a viajar más felices ...”
Mar del Plata los espera. El resto de los fans y la policía también. El frío duele, hay fogatas en La Rambla, en las plazas. Los pibes se juntan en las esquinas. Son muchos. Algunos manguean unas monedas para el vino. Otros no. Simplemente están. Y esperan. Un grupito de cuatro espera al lado de una panadería. Entran dos y “toman prestado” una torta de chocolate y una tarta que parece ser de ricota. Las comen en la esquina. Ya habrá tiempo para correr. En La Rambla, otro grupo de chicos canta. Unotiene una guitarra vieja. “Yo me vine a Mar del Plata sin una moneda, pero no de mala onda. Vine así porque no tengo una moneda, y lo único que me cabe es ver a Patricio Rey y a Quilmes. Soy HIV (sic), y ni voy a ver laburos porque sé que no me van a tomar y aparte sé que soy un poco bardo. Y si te digo que estoy sin una moneda es así, nada, ¿eh? Me colé en el tren, acá la piloteamos para comer y esas cosas y después en el show voy a ver qué onda. Si no puedo entrar no importa, yo a los Redondos los sigo a todos lados ...”, cuenta Claudio, que dice tener 17 años y parece un par más. Pronto se acercan sus amigos. “¿A vos no te mandará la yuta, no?” pregunta uno de ellos al cronista.
¿Qué onda? A la tardecita, el barrio que circunda el Patinódromo parece lo que se ha visto por la tele de Kosovo. Sin la CNN, pero con Crónica TV, es decir, escabrosamente real. La secuencia es así: adentro del estadio hay cientos de chicos con entradas fotocopiadas (“en San Miguel un chabón nos cobraba tres pesos por cada entrada trucha”, dirá luego un pibe, ya adentro). Afuera del estadio hay cientos con entradas auténticas que no pueden entrar. Y unos cuantos más que no tienen entradas ni auténticas ni truchas, y que quieren entrar igual. La policía se relame. Ha llegado su turno. Responde a la primera avalancha con metralla de balas de goma y granadas de gases lacrimógenos. En la avenida Juan B. Justo todos corren: policías, fans, los autos que tuvieron la mala idea de pasar por allí. Desde los patrulleros, camionetas policiales y celulares, los vestidos de azul apuntan y tiran, al bulto. Total, son redondos. ¿Quién va a responder por ellos? ¿El Indio?
Los chicos no son santos, claro. Prenden fuego un auto, luego otro, destrozan un patrullero a botellazos. Algunos festejan, otros ni pueden ver la hazaña porque tienen los ojos enrojecidos de gas lacrimógeno. El gas obliga a correr sin ton ni son. Las balas no dejan lugar a opción. Cualquier columna, casa familiar o colectivo abandonado puede ser el mejor o el peor lugar donde guarecerse. Ahora le toca a una mueblería. Entre seis se llevan un sofá (¿?).
Como emergente de una pesadilla interminable, desde lejos se escuchan los acordes de “Queso ruso”, aquel clásico que habla de los “muchos marines de los mandarines/que cuidan por vos las puertas del nuevo cielo”. En medio de las balas y los gases, los desangelados arengan “Oh, vamos los Redo...”. Surrealismo, pero del peor. El cronista consigue entrar finalmente por una puerta alternativa, donde los empleados de seguridad no tienen escopetas pero sí palos y cinturones. Adentro del patinódromo empieza otro mundo. La gente está contenta, canta y baila. Las banderas (74, en total) lo testifican: “Vivimos temiendo despertar de este sueño”, o “Luzbel te dio la sangre/y te llamó Patricio/y nuestras almas te coronaron Rey en este infierno encantador”. ¿La banda? Una aplanadora. Cada día suena mejor. ¿Las bandas? Gritan: “Indio, Indio, Indio, huevo, huevo, huevo”, como si el Indio fuera Giunta. O Chicho. Son dos horas de show. Sube Willy Crook. Los pibes lo aplauden porque lo presentó el Indio. Se escucha “La bestia pop”, “Vamos las bandas”, “Criminal mambo” (impresionante Skay, como en todo el concierto) y “Ji ji ji”, todo de un saque. Parece increíble que semejante fiesta tenga su contracara en la realidad que se vive afuera, como si fueran dos mundos distintos. “Cuídense en la calle”, es la escueta despedida-consejo del cantante.
En la calle, precisamente, la policía (que estuvo un rato tranquila porque se le habían acabado las balas, cosa que se pudo comprobar en el momento del “reabastecimiento”) tira un par de tiros, por inercia nomás. Los fans están exhaustos de tanto sueño y pesadilla. Una parada en algún autoservicio y a dormir, en la calle o en la playa. O directamente en el tren, mientras llegan de Buenos Aires los contingentes ricoteros de recambio. La estación está llena de cadáveres. Algunos se pierden el tren porque no están en condiciones de despertarse. Una señora, convenientemente instalada en el pullman, le pregunta al guarda: “¿Usted está seguro de que no pasarán?” Le juran que no, que están encerrados ensus jaulas clase turista. “¡Bajen las persianas, que van a empezar a tirar piedras!”, grita otra mujer cuando el tren ya salió de la ciudad. “Señora, ¿quién va a tirar piedras, si los ricoteros están adentro del tren?”. Pregunta sensata. Caza de brujas: “Ojo que estos dos también son de los redonditos ricoteros (sic)...” cruzan información las señoras. En el viaje de vuelta no hay tiros. Sí, mucha resaca. En Constitución está otra vez la Infantería, a la caza de otra guerra, que no se produce, quizá porque ya es demasiado tarde (6 de la mañana) o demasiado temprano. No se sabe. La escena se repite hasta el final del día, a medida que llegan más trenes.
Hay demasiadas cosas que no se saben ni se explican cuando algún inquieto lanza la preguntita del millón: “Che, ¿por qué se arma quilombo en los shows de los Redondos?


EL OTRO PAIS

EDUARDO FABREGAT

Ocurre cada vez que algún funcionario menemista, del Gran Jefe para abajo, aparece frente a un micrófono o una cámara para detallar las bondades de vivir en esta Argentina modernizada de fin de siglo: para el resto de los mortales, la apreciación es bien diferente, y se sabe que hay otra Argentina que el discurso oficial nunca acepta. Ese otro país es el que queda de manifiesto en los shows de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Un país del que nadie quiere hacerse cargo, pero el mismo al que los políticos suelen recurrir a la hora de buscar votos. La Argentina real.
Parece bastante claro que los disturbios que ahora se produjeron en Mar del Plata exceden largamente los márgenes de un recital de rock y sus asociaciones con las drogas y el libertinaje. Los Redondos aglutinan a todas las tribus rockeras, pero esa gente no vive en función de un pentagrama: hacia la misa ricotera se dirigen los jóvenes que el menemismo dejó en la zanja, sin trabajo, con un sistema educativo rengo, ciego y golpeado y un futuro negro, desesperados por saberse afuera de todo y al borde del estallido. Jóvenes que, además, descreen de toda forma de militancia política, que en el pasado servía para vehiculizar el reclamo social.
Las crónicas de la mayoría de los medios suelen pasar al costado de ese estado de las cosas, concentrándose en la comprobación de que el rock es un antro de perdición y violencia, y que las bandas ricoteras son su expresión más acabada. Pero en esto, por más balas de goma y garrotazos que reciba el perro, no se acaba la rabia. Si los Redondos decidieran hoy mismo dejar de tocar, que apareciera un nuevo foco de estallido sería sólo cuestión de tiempo. En los ‘70, la disconformidad produjo militantes convencidos, tanto como para tomar las armas si era necesario. A fines de los ‘80, el instinto de subsistencia se tradujo en saqueos a supermercados. Hoy, los “desangelados” a los que el Indio se refirió más de una vez persiguen el placer de ver a su grupo favorito, pero eso no borra sus sufrimientos cotidianos, sino que es más bien el contrapeso. Quedarse fuera de la fiesta musical (incluso el solo hecho de participar de la previa, como lo demuestran los disturbios en el tren ricotero) es suficiente motivo para producir la chispa, y eso es a su vez suficiente para que la policía –en este caso la Bonaerense, nada menos– cumpla con su histórico rol de represión, con el aporte de la seguridad contratada por el grupo. La ecuación es lógica, siniestra e inevitable.
En este nuevo aquelarre quedan, por otro lado, interrogantes conocidos. En 1995 en la 9 de Julio y en 1996 en Parque Chacabuco, los festivales que recordaron la muerte de Walter Bulacio fueron oscurecidos por hechos de violencia similares, y al día siguiente las cámaras registraban montañas de tetra briks y comerciantes lógicamente enfurecidos por los destrozos. Pero nadie se planteaba por qué esos mismos comerciantes no habían presionado a sus colegas gastronómicos para evitar la venta de alcohol. También, y más allá del estofado social, cabe preguntarse por qué los mismos Redondos hicieron sus shows y no acusaron recibo de lo sucedido: una sola frase del Indio llamando a la cordura podría haber atenuado la beligerancia de la gente. El ejemplo más claro sucedió en Olavarría, cuando la prohibición del intendente Helios Esseverri hizo temer lo peor, y sin embargo bastó con que Solari hiciera uso del micrófono para que las bandas se desconcentraran en paz.
En este entramado no hay solución fácil. Responder a la situación exigiendo una “mano dura” es equiparable con el pedido de “orden” en los últimos meses de Isabel Perón, y no hace falta puntualizar aquí cómo terminó ese reclamo. Los que quedaron fuera del obsceno festival riojano están en carne viva, y toda vez que se produzca un hecho que los agrupe -sean los Redondos, un partido de fútbol o lo que pinte– estarán en condiciones de exhibir su descontento. El vandalismo, la violencia, la intoxicación sin límite, son irracionales. Pero la masa no se encuentra enun callejón sin salida por elección. Y convertirlos en carne de cañón dos veces suena a demasiado.



SETECIENTOS

Escena: martes a la tarde, el Indio Solari llega de Mar del Plata a Aeroparque y es sorprendido por un par de cronistas televisivos. Entre molesto y asustado por las cámaras y esa táctica stopper que han desarrollado los periodistas que hacen notas a la salida de algo, se inicia el diálogo mientras él camina hacia la calle.
Solari: Esto viene con un planteo social que es mucho más grave. Nosotros estamos tristes, te imaginás que nadie puede estar contento que pasen estas cosas...
–¿Cómo lo tomaron cuando se enteraron de todo esto?
S: Sinceramente... Discúlpenme, no tengo nada que decir.
–¿Qué pensás de la decisión de no dejarlos tocar en Mar del Plata?
S: Tendrán que defender intereses, supongo, de los comerciantes... Es una cosa que hay que resolverla de otra manera, esto es un problema social mucho más serio y más grave.
–¿Vos creés que pasa por ahí?
S: ¿Vos qué pensás? ¿O vos pensás que los chicos nacen malos? Discúlpenme, no quiero hablar...
–Lo que pasa es que los incidentes fueron graves y queríamos saber la opinión de ustedes...
S: Bueno, ya te di mi opinión. Eso es lo que creo yo.
–¿Pero a ustedes les preocupa?
S: Pero qué te parece... ¿Vos pensás que a mí me pone feliz que pase todo esto?
–Bueno, pero la solución ¿por dónde pasa?
S: No... Un grupo de rock no puede hacer un planteo social. Sobre 15.000 chicos había 700 que son marginales... Pero marginales no en el término despectivo, están marginados de la sociedad. Son unos chicos que se roban un ventiluz.