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Convivir con virus

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Jueves 24 Junio de 1999
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Cada tanto hago una lista para no olvidar. A pesar del constante ejercicio de mi memoria, el valor de lo que tengo se opaca, como una piedra engarzada en un anillo que uso para lavar los platos. Algo se oculta en la rutina, algo que a veces la atraviesa con su destello y me encandila. Como si un obturador secreto de pronto aislara un instante de ese todos los días para devolverme una imagen que entonces parece sagrada. Sólo así recupero eso que pierdo entre las grietas de lo cotidiano: el silencio como una moneda que cae en una alcantarilla; un bienestar que no dependa de nada más, enmascarado en su propia persecución. Estoy agazapada, lista para el salto, como si el bienestar pudiera ser emboscado y deglutido, una pieza de caza frente a la que puedo sentarme a beber satisfecha porque me animé a todo, porque me interné en la noche y salí más o menos entera. Pero en esa satisfacción no hay bienestar, hay en todo caso un cansancio de animal malherido que se cobija frente al fuego. Lo que busco no quiere ser buscado. Espera como el jardín en invierno. Espera el silencio perdido en un enjambre de tuberías que tengo que atravesar de rodillas, sin nombre, a oscuras. O tal vez llegue solo, mientras soy yo la que espera en este jardín de invierno, en el que igual el sol ofrece su tajada, acaricia los ojos cerrados y me trae destellos de lo sagrado. Sin embargo todo brillo esconde la nostalgia por lo que pronto se acabará. Un peso como de domingo a la tarde, un yunque sobre el pecho que anticipa otra vez el deslizarse de los días con sus falsas urgencias. Que de todos modos hay que cumplir para seguir comiendo o para que el mundo no nos coma y nos escupa después hacia alguno de sus márgenes. Cuánto me cuesta recordar lo que aprendí en los límites y más allá, cuando como una refugiada deseaba la vida desde la frontera de la muerte. Tengo que hacer una lista para no olvidar. Cuánto alumbraba la ilusión de una cotidianidad sin sobresaltos unida de todos modos a esa chispa de unidad con lo sagrado. Silencio, con esa moneda cuento, perdida en algún rincón en el que recupero sentirme agradecida, un bienestar sin más cumpliendo con este rito de despertarme todos los días.


MARTA DILLON