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Jueves 28 de Octubre de 1999
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El consumo de marihuana, ENTRE EL TABU Y LA COSTUMBRE

UN SIGNO DE LOS TIEMPOS

Los noventa serán recordados por muchas cosas, personajes y síntomas. Y entre ellos, para los jóvenes (y no tanto), como los años en que un aroma se volvió familiar en concentraciones masivas (la cancha, los recitales, ¡la calle!) y en reuniones caseras. Así es que para un no despreciable sector de la sociedad argentina, algo que parecía demoníaco ha dejado de serlo.

RAQUEL ROBLES


Desde aquellos recitales de Barrancas de Belgrano en los tempranos comienzos de la apertura democrática, donde el aroma “familiar” apenas era un código de minorías, hasta estos últimos estertores del milenio donde se puede ver espontáneos fumadores en alguna plaza –a cierta hora y con un buen resguardo, es cierto– tanto en recitales de rock popular como en raves, se ha recorrido un largo camino. Aunque muchas tías y madres probablemente se junten en amargado coro a confesarse que sus hijos se drogan si se enteran que fuman marihuana, ahora podrían darse ánimo pasándose artículos de difusión científica en los que se habla de esta yerba como un buen alivio para enfermos de sida, asma, glaucoma o cáncer. En buena parte de ciertas fiestas, en la cancha o donde pinte, ya casi nadie se fija si está el hermanito de tal, o la novia de cual, ni pide permiso para encenderlo. Algunos pueden sumarse a la ronda, otros no, como algunos gustan de la cerveza y otros del fernet con coca, pero casi nadie se horroriza, y es difícil que alguien aduzca enérgicos desacuerdos ideológicos. “Yo recuerdo cuando tenía unos trece años, allá por el ‘86, militaba en la Federación Juvenil Comunista, que obligaba a no fumar, porque ésa era una de las maneras de dominarte que tenía el sistema, de mantenerte estúpido. Había acaloradas discusiones sobre el tema, no podíamos pensar en alguien que se fumara un porro y militara también, estaba todo más estratificado, los grupos eran más reconocibles y los prejuicios estaban a la orden del día”, recuerda Marina con un dejo de nostalgia por aquellos momentos de efervescencia. Seguramente hubiera sido impensable para ella en esa época alentar a su banda favorita cantando “una remera que diga Che Guevara, un par de rocanroles y un porro pa’ fumar”. En esa época, Che y porro parecían simplemente irreconciliables. Eran tiempos en que saber que alguien fumaba marihuana lo colocaba rápidamente en un grupo social y cultural más o menos determinado, prejuicios más, prejuicios menos. Para algunos significaba lumpen, hippie, posiblemente artista y colgado, para otros significaba del palo. Hoy es lo mismo, pero no es igual. La barra brava de Boca suele entonar, en algún momento del partido que su equipo juega por este campeonato Apertura, “quiero que legalicen la marihuana, para fumarme un porro por la mañana” y el coro rebota en La Bombonera. Nadie va preso por eso. Pero el nefasto ex candidato a la gobernación bonaerense, Luis Patti, sigue insistiendo en el calificativo de "enfermos" a los consumidores.

Todas las tribus todas
Ahora las cosas son distintas. Confirmando la hipótesis, en el que los bordes son poco tangibles y la tolerancia se confunde a veces con la apatía, decir que alguien fuma marihuana no es decir mucho de esa persona. Se puede estar hablando de uno de los diez mil asistentes a una rave, que con sus zapatillas a lunares, camperas de colores audaces, anteojos de gruesos marcos de carey, y camisas de cuellos puntudos se sacude con constancia al ritmo de los altos decibeles de la música electrónica. Puede ser uno de los skaters que hacía cabriolas en la entrada del gimnasio gigante donde la masa se bamboleaba. Puede ser alguno de los stones que fue a ver qué onda y se quedó. También puede uno referirse a un asistente a cierta presentación de algún diseñador de modas moderno, donde en la breve fiesta que le dio fin, el porro fue de aquí para allá sin mayor disimulo; o de un pibe que está escuchando a la banda de su barrio, o en un recital multitudinario en River o en Ferro, en los que en general basta seguir el aroma del fasito quemándose para pedir una seca y ser convidado.


Este fumador de marihuana, espontáneo o consecuente, puede ser también uno de los profesionales jóvenes y no tan jóvenes que se reúnen un día cualquiera para festejar un cumpleaños o simplemente para conversar. O ser uno de los trajeados que maletín en mano se acercan a uno de los localesde una galería céntrica a adquirir su revista española Cáñamo por diez pesos y estar al tanto de cuáles son los mejores métodos de cultivo de la cannabis (en otro lugar, la disquería filial de una cadena multinacional, ya no se consigue aquello, después del impulso “purificador” del funcionario gubernamental del área, Eduardo Amadeo). Según Laura que atiende el mostrador de un negocio de la galería, “la gente que viene a comprar esta revista o la High Times o los libros de cocina como Cooking with cannabis, o Cocina de la marihuana, son los que uno menos se imagina. La mayoría están impecablemente vestidos, con sus atachés y sus corbatas finas”. En tiempos en que un candidato a diputado en Estados Unidos basa su campaña en la despenalización de la marihuana o que la ministra de Medio Ambiente de Francia, Dominique Voynet, declara que fumó un porro y a la pregunta de si sigue haciéndolo responde con una sonrisa y un impertinente “merde!”, decir que alguien fuma marihuana no es estar dando un dato que lo ubique en algún lugar particular de la cultura o de la sociedad.
¿Qué fue lo que hizo que la marihuana atravesara las fronteras de las tribus como señales de humo siguiendo los azarosos embates del viento?
Tal vez eso que hace el mercado con casi todo. Ese mercado que es capaz de imprimir remeras con la figura del Che, montar fábricas de pantalones con decorados batik y símbolos de la paz y hacer que un disco de un grupo contestatario venda millones de copias. Como un monstruoso pacman que devora todo siguiendo a rajatabla aquello de “si no puedes contra él, únete a él”. Y sacale todo el dinero que puedas.

Cómo sacarse
los zapatos

Maite tiene 28 años y fuma desde los quince. “Cuando era adolescente lo hacía buscando otras cosas, sensaciones particulares, experimentar, entonces no hacía nada para no alterar los efectos de la marihuana, ahora es muy distinto, el hecho de fumar está adaptado a mis actividades diarias.” Así cuenta que cuando iba al colegio todo lo que pensaba era en qué momento iba estar fuera del campo visual de sus padres o sus profesores para poder fumar. El primer pensamiento en la mañana, el último pensamiento en la noche. Con los años eso fue cambiando. “Ya no estoy experimentando, sé lo que sucede cuando fumo, ahora tiene que ver con aumentar determinadas sensaciones en actividades específicas. No es lo mismo coger habiendo fumado, cuando tenés la percepción a flor de piel o ver una película o estar tiradito al sol, eso yo lo sé muy bien y eso es lo que busco.” Su momento favorito para encender un porro, como para muchos otros, es cuando llega a su casa después del trabajo. “A algunos les gusta sacarse los zapatos, otros se toman un vaso de cerveza, a mí saber que me espera un fasito en casa ya me alegra mientras estoy volviendo en el micro.” Ella es de las que fuman todos los días y supone que lo hará por mucho tiempo. “No fumo para ir a laburar porque sé que estoy más lenta y necesito de todas las luces para ser eficiente, además trabajo en un estudio de grabación donde los músicos fuman bastante y me gusta conservar las distancias. Pero si algo me gustaría es poder fumar en la calle, ir caminando por ahí fumando un porro sería bárbaro, pero si hago eso voy presa y tampoco soy boluda.” Primera clave: no está todo bien, si lo hacés y te pescan, vas preso ¿ok? Maite no cree que el faso pueda tener a alguien todo el día sin hacer nada, a menos que como ella cuando era chica quiera quedarse quietito para ir viendo qué se siente. Aunque “para los que están colgados en la vida, es el pretexto perfecto para seguir haciéndose los tontos en vez de tomar las riendas de su vida”. Segunda clave: no está todo bien, hay gente a la que le pega. Mal.

Andar despiertos
La pasión de Magdalena es la música. Nunca fumó marihuana porque no le gusta la idea de alterar los sentidos. No le molesta que los demás fumen a su alrededor (casi todos lo hacen, por otra parte). Inclusive estuvo de novia mucho tiempo con alguien que fumaba desde que se levantaba hasta que se acostaba, y no le parece que eso haya influido demasiado en la relación. “Al principio me daba cuenta cuándo había fumado, después ni siquiera lo notaba”, recuerda. Lo que le molesta a Magdalena es que se haga de la marihuana una bandera. “No me parece una buena causa para defender. Creo que realmente hay cosas mucho más importantes que si la marihuana es legal o no. Además, creo que sería bueno andar bien despiertos para no estar esclavizados.” Tercera clave: ponerse las pilas.

Ojitos chinos al sol
Marta tiene 33 años, es periodista y si bien ya no está interesada en ser una abanderada de la causa, el porro es parte indiscutida de su cotidianeidad. Vive en las afueras de la provincia de Buenos Aires y, según ella, nada combina mejor con ese sol que hace estallar las flores, o con la sensación del pasto en los pies, o con las mañanas frescas y claras, que aquello. Si bien a esta altura del partido es la única droga que consume, conoce el paño de los consumidores de las llamadas “drogas duras”. “La marihuana para los adictos es todo lo contrario a la droga. El porro es como un rescate, calma la sensación de estar haciendo todo mal. Corta ese molesto hilo de pensamiento paranoico que se enreda y se enreda hasta ahogarte. En vez de aislarte como otras drogas te conecta con sensaciones físicas, con cierta idea de equilibrio universal.”
Para Marta otra cuestión que influye “es la ilusión de un mundo mejor sin hacer ningún esfuerzo, del tipo `yo transo, voy a la oficina, pero cuando llego a mi casa me fumo un porro’, como piensa mucha gente”. Protagonista de aquellos tempranos años ochenta, en que el rock and roll y la bandera de la marihuana libre –recordar aquel violento episodio vivido en la plazoleta del Obelisco de Buenos Aires, en los primeros días del gobierno alfonsinista– se enarbolaba como un lugar posible de resistencia, sabe que ya no es como en esos tiempos. En todo caso, dice, puede considerársela apta para quienes tengan stress, y también como una forma posible de autoconocimiento. Pero en materia de cambiar la realidad cree que tanto la marihuana que “te da la sensación de que estás al margen”, como la cocaína “que te genera la ilusión de que podés manejar el sistema”, son sólo artificios.
La iniciación
Pancho se crió en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Recuerda la primera vez que fumó con la candidez que se atesoran todos los ritos iniciáticos. Eran siete amigos que dejaban su huella de aerosol en las paredes. No escribían mucho más que el nombre que habían elegido para su barra –un obvio Nosotros–. Se habían prometido que iban a fumarse el primer porro todos juntos, y así lo hicieron. Con la gravedad de quienes se saben construyendo un recuerdo imborrable siguieron todos los pasos. Juntar entre todos los diez pesos, hablar con ese muchacho mayor que tocaba la guitarra y la conseguía, armar el fasito según habían visto a otros pibes más grandes y finalmente darle las tan ansiadas pitadas, en ronda y en silencio, esperando que sobrevinieran los “misteriosos” efectos. “Me acuerdo que nadie sentía mayores cambios, nos quedamos con la sensación de que no era para tanto. Después las cosas fueron distintas porque fumar estaba asociado a todo aquello que en nosotros era aventurero, pero esa primera vez nos reímos un poco y nada más.” Pancho y sus amigos tenían 16 años y una fuerte sensación de pertenecer. “En el pueblo nadie fumaba y los que lo hacíamos nos reconocíamos entre nosotros.Ayudó a que nos conformáramos como un grupo el prejuicio que había entre la gente que nos veía como los drogadictos y nos rechazaba.” Ahora, a los 23 años, fumar ha perdido un poco su mística. “Me di cuenta de que todo lo que yo creía que me daba el porro son cosas que tengo yo. Además después de esa primera etapa vino otra en que ya no fumaba para experimentar sino porque lo necesitaba, el porro era más un compañero que un abridor de cabezas.” Pancho ha aprendido también a elegir el momento y el lugar adecuados. “Antes fumaba siempre, ahora me fijo con quién, porque hay gente que se pone insoportable, o que le molesta que yo esté medio ausente. Además por ahí me pinta un poco de paranoia y no da para hacerlo con alguien con quien tengo una relación ya de por sí enroscada.” Respecto de fumar toda la vida, Pancho no sabe. Pero contesta: “Yo qué sé cuáles van a ser mis necesidades más adelante. Cuando era más chico me gustaba fumar todo el día, estar tirado con mi novia en la cama sin hacer nada. Después me di cuenta de que algunas cosas se me hacían cuesta arriba fumado, como estudiar o laburar. Ahora me gusta fumarme un par de pitadas a la noche antes de ir a dormir y nada más. Quizás en el futuro no fume, o fume más, eso depende de los momentos por los que pase”.

Risitas boludas

Ruth tiene 28 años y ha pasado por muchas etapas en cuanto a su gusto o disgusto por la marihuana. “Cuando era adolescente odiaba a los que fumaban. Un poco porque ya había manifestado mi desacuerdo y no podía volver atrás, entonces era algo que me dejaba abiertamente afuera.” Pasados los años, sus opiniones cambiaron. “Después empecé a fumar yo también, pero sin el entusiasmo militante de otros. Me gustaba para ir a una fiesta o para cagarme de la risa, pero nunca entendí a los que se quedaban colgados en un sillón toda la noche.” Ahora parece haber vuelto a su opinión inicial. “Me gusta elegir con quién fumar y cuándo. Yo no creo que le haga bien a todo el mundo. Hay gente que se pone realmente estúpida y se hace imposible compartir nada. Me parece muy egoísta que los demás tengan que andar trabajando para sostener una conversación porque vos te fumaste un porro y no podés dejar de irte por las ramas. Odio las risitas boludas y las reflexiones supuestamente profundas que no resisten medio minuto de análisis. A nadie se le ocurriría pensar que es bárbaro estar medio borracho todo el tiempo. Para mí es igual que con el alcohol: en una fiesta está bueno ponerse un poco en pedo, pero estar todos los días así, es un bajón.”

Fasolita querido
Casi ninguno de los consumidores consultados por el No cree que se pueda ser adicto a la marihuana. Aunque todos pudieron pensar en alguien que les hizo dudar de esta afirmación. “Colgado de los pelitos del coco de la palmera”, así solía definir Anabella a Gabriel, un amigo/amante que encendía el primer porro con la luz del mediodía que lo despertaba y no lo apagaba hasta que llegaba la hora de dormir. “No tiene muchas obligaciones, no se puede fumar a ese ritmo y salir a laburar ocho horas”, dice Pancho refiriéndose a Martín, un pibe que, promedio, fuma cada dos horas. Néstor tiene 37 años y fuma desde hace más de veinte. Ahora está experimentando no hacerlo. “Me siento como si hubiera tomado cocaína, hago todo rapidísimo y estoy hecho una luz. Estaba un poco cansado de estar siempre con el porro en la mano. Este tiempo sin fumar me lo estoy tomando como cuando era chico y buscaba sensaciones distintas con alguna droga. Hace tantos años que el faso es mi compañero que esto es todo un experimento.” Alejandra Delménico es psicoanalista y hace siete años que trabaja en el Centro Nacional de Reinserción Social (Cenareso), únicolugar de tratamiento y recuperación de adictos dependiente del Estado. Sólo recuerda a una chica que fue a tratarse porque se sentía atada a la marihuana y reconoce que la vedette en materia de drogadependencia es la cocaína. Sin embargo, dice que “no importa de qué droga se trate, sino las motivaciones que llevan a depender de una sustancia”. En ese sentido se puede ser adicto a cualquier cosa, y no es la droga misma “que no es ni buena ni mala es sólo sustancia, la que atrape a la gente, sino la gente que por cuestiones que van mucho más allá del elemento que consuma, es susceptible de ser atrapada”.
Las campañas gubernamentales insisten en lo contrario. Ya no dicen que la droga es un viaje de ida, sino uno del que algunos pueden volver pero otros no. Pero sobre todo remarcan que es un camino en el que se pone un pie y como una cinta mecánica de aeropuerto se lleva todas las voluntades y ya no se puede decidir si recorrerlo o no. Es bastante fácil deducir que el abuso de las drogas, incluso de la marihuana, o de las drogas sociales como el tabaco y el alcohol, es francamente dañino. Lo que sí es difícil de pensar es que el gobierno, que no da recursos a los hospitales ni provee de medicamentos a quienes lo necesitan y aplica un plan “económico” (bajo presupuesto), esté particularmente interesado en la salud de los consumidores de marihuana. Es más probable que, como dice la licenciada Delménico, “en una sociedad en la que el objetivo número uno es la productividad, en la que si estás tres horas tirado mirando la TV te sentís culpable porque deberías estar haciendo algo útil, que un grupo de gente se junte a no hacer nada, y consuma una droga que los ayude a disfrutar de no hacer nada, genera miedo en algunos, rechazo y por supuesto cierta compulsión a la represión en otros”.

8,6 Si bien es cierto que las estadísticas no abundan, y que hacerlas encuentra la dificultad de tener que preguntar sobre una actividad ilegal, por primera vez la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico realizó una encuesta en junio de este año, convirtiéndose en el único estudio serio hecho en la Argentina. Los resultados arrojados dicen que el 8.6 por ciento de la población fuma marihuana, que el mayor porcentaje de este número de consumidores es de Capital Federal, de un nivel socioeconómico medio y más de la mitad tiene entre 16 y 20 años. Aunque también son muchos los que fuman por primera vez a los doce años y los hay de hasta 65. Una cuestión interesante es que 4 de cada 10 personas en tratamiento por drogadependencia empezaron consumiendo marihuana. Es decir que es la droga de iniciación por excelencia, ganándole por muchos cuerpos a todas las otras drogas. Otros datos: los adictos a las drogas son mayoritariamente varones, la soltería es el estado civil predominante, el 56,7 por ciento se encuentra fuera del sistema productivo o con trabajo ocasional y el 18 por ciento de los consumidores utilizaron alguna vez la vía parental, es decir inyectable.

Las ilustraciones que acompañan esta nota fueron extraídas del libro "La verdadera historia de Mary Juana", editado en 1989 por el Programa Andrés.

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