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Yo me pregunto

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La vida es una moneda

Desde hace una semana, la vida de la fotógrafa Paula Grandío amenaza con convertirse en la de una coleccionista, y el asunto que detonó tamaña transformación gira alrededor de una moneda. El sábado pasado, después de un evento en el Centro Cultural Borges, la fotógrafa recordó una llamada impostergable que debía hacer; ante la urgencia del llamado y la ausencia de celulares en las inmediaciones, decidió aproximarse a un teléfono público. Sin tarjeta telefónica a mano, Grandío revolvió en la cartera hasta encontrar una moneda de 50 centavos que depositó en la ranura. La máquina se la devolvió sin darle tono. Solucionado el inconveniente con otra moneda, Grandío se empeñó en probar la moneda en diversas máquinas. Resultado: la moneda entró y salió de una máquina de café, una de gaseosas y en la expendedora de boletos de dos colectivos. “A esa altura, ya había dejado de putear contra las máquinas de mierda y empezaba a mirar la moneda con interés”, dice Grandío. Diez minutos después, el misterio se develó en la ventanilla del subte. Un cartelito pegado en la pared exhibía dos monedas de 50 centavos casi idénticas. Debajo, se explicaba un minucioso sistema para distinguir unas de otras. “Mientras hago la cola para sacar el cospel”, cuenta Grandío, “se arma un quilombo más que significativo y descubro que somos por lo menos cuatro personas los que tenemos monedas falsas”. El proyecto engendrado ahí mismo por la fotógrafa consiste en poner en marcha una colección de “cosas falsas” de origen institucional: sellos, monedas, cheques, tarjetas de crédito, títulos universitarios, senadores, jueces, partidas de defunción y un largo etcétera de truchadas que proliferan por estas pampas. Quienes quieran colaborar de manera espontánea con el museo virtual de inminente inauguración, pueden escribir a: [email protected] No valen peluquines, siliconas ni prótesis.

El planeta de los simios

El libre mercado está abriendo nuevos horizontes en Tailandia: la industria de la fruta acaba de inaugurar un puñado de fuentes de trabajo para los monos. Durante más de un siglo, los dueños de las plantaciones de coco del sur de Tailandia han enseñado a los macacos a sacudir las palmeras para facilitar la recolección; el trabajo relacionado a los mangos, los melones y los tamarindos era realizado por miles de trabajadores golondrina de países vecinos. Con el crac financiero de 1997, Tailandia se enfrentó al primer parate desde el boom económico que estalló a principios de los ochenta. En una abierta maniobra política destinada a garantizar trabajo para los tailandeses, el gobierno ordenó la deportación de más de 100 mil trabajadores extranjeros (sobre un total de casi un millón). Tres años después, la cosa no mejora y Tawee Phanthachange, el propietario de una plantación de fruta a 400 kilómetros al sur de Bangkok, decidió prescindir de sus trabajadores después de comprar veinte macacos a cincuenta dólares cada uno. Hasta ahora, Phanthachange, sargento retirado del ejército tailandés, consiguió que los monos aprendieran a bajar cocos (el oficio que sus ancestros vienen practicando desde hace un siglo), pero asegura que en menos de seis meses sus flamantes recolectores estarán en condiciones de bajar mangos y tamarindos. Y aunque arenga a los demás empresarios de la zona a seguir sus pasos, el sargento tuvo palabras alentadoras para quienes ven amenazadas sus fuentes de trabajo: “Es cierto que los monos son una alternativa económica en el mundo competitivo, son leales, no temen a las alturas y no exigen aumento de sueldos, pero puedo asegurar que ningún mono está capacitado para lidiar con los melones, un trabajo del que se seguirán encargando los seres humanos”.

Se me lengua la traba

En la más que interesante y esforzada revista de la Boutique del Libro apareció un curioso aviso promocionando el nuevo libro de un gurú de nombre Osho: Zarathustra, el profeta que ríe. Por alguna extraña razón, el autor dedicó su esfuerzo intelectual a comentar únicamente el Volumen II de la obra más conocida de Federico Nietzsche. Sin embargo, un trabajo tan meticuloso sobre la obra de Nietzsche parece haber sido en balde: el aviso en cuestión hace caso omiso al rigor y presenta, en cambio, a Zaratrusta, el profeta que ríe, un libro que nos prepara “para un mayor placer mayor” (sic). ¿Será por eso que el profeta ríe? ¿Porque sigue jodiendo a los distraídos a la hora de escribir bien su nombre? ¿O porque le divierte que lo confundan con ese rufián de Zarathustra? Lo único seguro es que en la presentación va a haber vino tinto y nietzsches de queso.

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