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Jueves 22 de Febrero de 2001

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De cómo Fidel Castro fue a ver a los Manic Street Preachers

I’m your fan, chico

La estadía de los galeses Manic Street Preachers en La Habana fue, como podía suponerse, una sucesión de escenas alucinantes. James Dean Bradfield (guitarra y voz), Nicky Wire (bajo) y Sean Moore (batería) se pasaron buena parte del tiempo reposando en el patio del majestuoso Hotel Nacional, fumando habanos y contemplando el mar desde el acantilado que domina el famoso Malecón. James Dean, el más fiestero de los tres, salía por las noches, se emborrachaba de ron y le agradecía al cielo por estar en la isla. El cerebral y fóbico Nicky Wire, en cambio, prefirió encerrarse en la habitación del hotel, mirar tele y entregar algo de su filosa lucidez en la conferencia de prensa que dieron el viernes, un día antes del show. Alguien quiso saber si eran conscientes de que su paso por Cuba podía traerles problemas en los Estados Unidos. “Ojalá así sea”, replicó Nicky. Mientras tanto, el nuevo acontecimiento rockero marxista no se hará esperar: los Die Toten Hosen planean tocar aquí en junio.
El sábado, antes del show, el comandante Fidel Castro se acercó de improviso al backstage, secundado por sus guardaespaldas. Les habló durante cinco minutos. Ellos sólo escucharon. A las ocho y media de la noche, salieron al escenario del teatro Carlos Marx, decorado con una tremenda bandera cubana de fondo, mientras los estudiantes que llenaban las 5 mil butacas (todos los presentes eran invitados) agitaban las banderitas rojas de plástico con la leyenda Manic Street Preachers Cuba. Después de una versión acústica del fresco antiyanqui “Baby Elián”, la banda presentó su inminente Know Your Enemy, tal vez el mejor álbum de su carrera. Estrenaron “Ocean Spray” (que iba a ser usada por una homónima marca de jugo británica, pero finalmente fue considerada “mórbida”) con el joven trompetista cubano Yasser Manzano, mientras los peluces (así llaman aquí a los fans de rock) bailaban tranquilamente en sus lugares. Fidel, que veía todo desde las alturas del recinto, se fue antes de los bises, a dos horas del comienzo. Así que cuando sonaron “Australia” y la versión de “Rock’n’roll music” (incluida como lado B del single The masses against the classes, cuya tapa era una bandera cubana), con el Viejo ausente, el público se desató.
La fiesta after show fue en el Hotel Nacional, donde tocaba una banda típica. Nicky se fue a su habitación a medianoche. James Dean, ebrio, se quedó hasta las 7 de la mañana, abrazando a todo aquel que se le cruzara por el camino y diciendo “¡vino Fidel, vino Fidel!”, mientras los periodistas europeos vomitaban ron por los rincones. Al día siguiente, Castro y los Preachers fueron a la inauguración de una escuela de instructores de arte en Santa Clara, y los galeses visitaron el monumento a John Lennon en el Parque Vedado. Así pasaron los Manics por Cuba, como extraños visitantes ilustres a una tierra que no conoce su status de estrellas del rock británico (para la mayoría de la población, pasaron inadvertidos). Sólo se quedaron con ganas de conocer a Diego. Cuando se enteraron de que estaba en la Argentina, maldijeron y levantaron los hombros. “Será la próxima”, se resignaron.

MARIANA ENRIQUEZ
Desde La Habana

¡Divina TV!

”Somos el rock.” La frase no es proclamada por ninguna banda de riffs fieros y dientes apretados sino por el programa El megáfono, conducido por Bebe Contemponi y la modelo Andrea Burstein, y producido por Daniel Hadad (lo que se dice un referente rockero). “Ser el rock”, para los que hacen el ciclo, es tener un concurso de preguntas y respuestas sobre rock argentino, en el que modelitos de ambos sexos pagan por su ignorancia sacándose prendas de vestir. Pero no es todo: en el afán de levantar el rating, hasta hace dos semanas el programa tenía una competencia llamada “Buscando el mejor culo del rock nacional”, en la que cinco chicas (que seguramente escucharían rock nacional, porque otra conexión no había) en cola–less mostraban sus atributos. La injustificada exhibición de carne, al parecer, fue demasiado para algunos productores, que presentaron su renuncia en medio de una batahola. Como resultado, se reemplazó (aunque no del todo) el perfil “culos y rock” por el de “fútbol y rock”: tocó La Portuaria, organizaron un picadito con ex jugadores (relatado por Burstein, imagínense) y mandaron a otra modelito a la cancha de River, para una crónica “colorida” del River–Colón del sábado. ¡Guau! Si ellos son el rock, te pueden dar ganas de hacerte bailantero.

Eramos pocos y llegó el Rodrigo...

Unos meses atrás, cuando el Fernando irrumpió en escena, estas páginas se encargaron de registrar las dos posturas frente a tan dudoso y novel reemplazante de la tradicional combinación fernet-cola. El aquí firmante celebró la aparición. Más allá de algunas objeciones de paladar y procedencia, era hora de que alguien llamara a las cosas por su nombre, tal era la conclusión. Semanas después de aquello, con el Fernando incómodamente instalado en la góndola de los tónicos baratos (ahí, al lado del ascendente Dr. G, en todas sus coloridas –y peligrosas– variedades), se da a conocer una insolente tercera fuerza: Rodrigo, un “fernet-cola” de aspecto casi idéntico al de su hermano mayor, con la imagen de un potro iracundo ilustrando su apócrifa etiqueta. Además de que el lanzamiento hiede a un necrofílico oportunismo (la obvia alusión al astro de Córdoba, la Capital del fernet), el producto consigue ubicarse por debajo de la línea de sabor que había impuesto su predecesor. No es poco. Especie de jarabe para la tos, el Rodrigo sabe a una versión diet y desgasificada de la federal Caribe Cola. Los efectos secundarios todavía no han sido investigados ni percibidos.
P.P.

AGUANTE